Por Pablo Feu Fontaiña|
CRÍTICA URBANA N.12
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“En Cataluña, recientemente ha entrado en vigor la tercera Ley de emergencia habitacional. La primera fue la Ley 24/2015, de 29 de julio, de medidas urgentes para afrontar la emergencia en el ámbito de la vivienda y la pobreza energética; la segunda, la Ley 4/2016 de medidas de protección del derecho a la vivienda de las personas en riesgo de exclusión residencial y ahora acaba de publicarse el Decreto Ley 17/2019, de medidas urgentes para mejorar el acceso a la vivienda, que ha sido convalidado por el Parlamento.”
Ante eso, uno se pregunta si no será que, en lugar de aplicarse la tercera Ley jurídica urgente en Cataluña, lo que se está haciendo es aplicar la tercera Ley de Newton, la que establece que para cada acción existe una reacción igual y opuesta.
En efecto, con el paso de los años, la vivienda se ha convertido en el objeto de dos cosas antagónicas: por un lado, un derecho esencial para cualquier persona y, por otro lado, el motor de la actividad económica más lucrativa del país. Eso genera una tensión casi insoportable, porque la vivienda como derecho requiere su abaratamiento para garantizar su máxima satisfacción, mientras que como actividad económica requiere su encarecimiento para asegurar la máxima rentabilidad. Esa tensión abona la aplicación de la tercera Ley de Newton.
Pocos discuten que, para obtener la mayor rentabilidad posible, el mercado inmobiliario está imponiendo en nuestras ciudades precios inasumibles de acceso a la vivienda para un número cada vez mayor de personas, a un ritmo de incremento exponencialmente más alto que el de los salarios. Eso está impidiendo que las personas con rentas más bajas puedan seguir viviendo en la ciudad en la que trabajan y se vean obligadas a marchar a otros lugares, cada vez más alejados y peor comunicados con ella, en los que los precios de acceso a la vivienda son más acordes con su nivel de renta. Es decir, el mercado inmobiliario genera con su comportamiento descohesión social y dispersión territorial y al actuar así, no sólo pone en crisis el estado del bienestar, sino que incumple el ordenamiento jurídico urbanístico, porque todas las leyes urbanísticas autonómicas coinciden en obligar a que los modelos de ordenación de las ciudades sean urbanísticamente sostenibles y prohíben, expresamente, que puedan generar la descohesión social y la dispersión territorial, que provoca el ejercicio abusivo de la actividad inmobiliaria.
Para frenar ese abuso, la tendencia actual de los poderes públicos es la de elaborar leyes de emergencia que pueden resultar también abusivas porque, fruto de la necesidad, imponen medidas de choque que a veces son tan abruptas que desafían los límites constitucionales del ejercicio del derecho de propiedad. Eso comporta que el mercado inmobiliario reaccione airado, discutiendo ante los tribunales la constitucionalidad de las leyes de emergencia, consiguiendo que se suspenda su aplicación. Entonces, los poderes públicos deciden sortear la suspensión mediante la elaboración, cada vez más precipitada, de nuevas leyes de emergencia que contienen nuevas contramedidas que, a causa de las prisas, tienen un riesgo de impugnación aún mayor que las ya impugnadas, con nuevos efectos suspensivos. Se desencadena así la tercera Ley de Newton y el principio de acción-reacción no consigue solucionar eficazmente el problema de acceso a la vivienda que ya nadie niega que exista. El resultado es que los abusos del mercado inmobiliario, en lugar de frenarse, se perpetúan indefinidamente en cada embate, en perjuicio del interés general.
Creo firmemente en la idea de que hay que ajustar el Derecho a la realidad de los tiempos, pero también creo que para evitar los excesos del mercado inmobiliario, lo más sensato es aplicar el Derecho sin excesos. Me cuesta admitir que el Derecho no haya establecido ya por la vía ordinaria las medidas necesarias para asegurar el derecho de acceso a la vivienda que se pretende por la vía urgente, sobre todo, cuando hace 41 años que la Constitución Española prohíbe la especulación en materia de vivienda y garantiza la participación de toda la comunidad en las plusvalías urbanísticas (artículo 47); obliga a delimitar el derecho de propiedad de acuerdo con su función social (artículo 33); y subordina el ejercicio de la actividad económica a la satisfacción del interés general (artículo 108). Me resisto a creer que en todos estos años no haya emanado del Parlamento ninguna ley ordinaria capaz de articular los mecanismos necesarios para combatir eficazmente el comportamiento abusivo del mercado, cuando éste no tiene encaje en ninguno de esos tres artículos de la Constitución Española.
Creo que en nuestro ordenamiento jurídico ya hay leyes, vigentes desde hace tiempo, que permiten conseguir ese objetivo. Todas las Leyes de urbanismo autonómicas establecen que el ejercicio de las competencias urbanísticas, entre ellas la de elección del modelo de ordenación de las ciudades, corresponde exclusivamente a las administraciones públicas y nunca al mercado inmobiliario. Para garantizar eso, la mayor parte de esas leyes habilitan a las administraciones públicas a hacer fundamentalmente tres cosas: aprobar instrumentos de planeamiento urbanístico, aprobar instrumentos de gestión urbanística y, también, como establece el artículo 2 de la Ley del Suelo catalana, “intervenir en el mercado inmobiliario”. Esto último, permite a las administraciones públicas actuar frente a los abusos del mercado del modo más directo posible: interviniendo en él adoptando las medidas necesarias para acabar con los desórdenes que provoca.
Por tanto, observo que en Cataluña (y en otras Comunidades Autónomas), una Ley ordinaria habilita a las administraciones públicas para evitar que el mercado inmobiliario cometa abusos, tales como el de sustituirlas en la definición del modelo de ordenación urbanística en las ciudades, o como el de hacerlo imponiendo, además, un desarrollo urbanístico no sostenible que genere descohesión social y dispersión territorial. Así, ante tal comportamiento del mercado inmobiliario, las administraciones públicas, desde el urbanismo y en ejercicio de sus competencias, pueden llegar a limitar las rentas de alquiler, siempre que se demuestre objetivamente que las que ese mercado impone, sólo para asegurar la optimización de su beneficio, genera un modelo de ordenación urbanística prohibido.
La manera empírica de acreditar esa consecuencia es contraponiendo el ritmo de crecimiento de los precios de alquiler de viviendas que fija el mercado con el ritmo de crecimiento de las rentas personales, en un determinado lapso de tiempo y en un sector concreto de una ciudad que se sospecha que tiene un desarrollo urbanístico no sostenible. Los estudios indican que cuando el ritmo de crecimiento de los alquileres supera en un 15% el ritmo de crecimiento de las rentas personales, se produce la sustitución de los habitantes, porque esa diferencia es la que determina el límite del esfuerzo económico máximo que puede soportar un residente habitual para mantenerse en la ciudad en la que habita.
Por tanto, en cuanto eso se produzca, las administraciones públicas, habilitadas por su potestad legalmente atribuida para “intervenir en el mercado inmobiliario”, podrán establecer un tope máximo de renta de alquiler de las viviendas en los sectores de una ciudad en los que se acredite que el mercado ha impuesto un modelo de desarrollo urbanístico no sostenible y lo podrán hacer elaborando a tal efecto un índice de referencia de los precios de alquiler que devenga obligatorio en todos esos sectores, hasta conseguir que el mercado se corrija y se ajuste a la realidad social a la que está subordinado.
El planeamiento urbanístico es el que debe localizar esos ámbitos imponiendo tal limitación obligatoria y para que esa medida no resulte abusiva, lo prudente es que el índice de referencia de los precios de alquiler haya sido previamente consensuado por todos los operadores urbanísticos, incluyendo a los representantes del mercado inmobiliario. Es imprescindible, además, que permita el beneficio lógico de la actividad inmobiliaria, pero no el especulativo que la Constitución prohíbe, y que establezca unos mecanismos de actualización necesarios que aseguren el equilibrio durante su vigencia.
Las administraciones públicas deben evitar, también, que las mejoras de los barrios provoquen el efecto de incrementar el precio de acceso a las viviendas, acelerando la descohesión social en nuestras ciudades y la dispersión territorial de sus habitantes. Los instrumentos de planeamiento deben delimitar áreas de reforma urbana para la mejora de los barrios y afectar las viviendas incluidas en ellas al pago de las cargas urbanísticas que la actuación urbanística requiera y que deben incluir, tanto los costes de la rehabilitación, como la cesión a la comunidad de parte del aprovechamiento lucrativo mejorado de las fincas que directamente se benefician de ella, como ya se hace en la Comunidad Valenciana que lo fija en un 5%. Eso no significa que siempre se deba exigir a las personas propietarias de las viviendas beneficiadas que contribuyan con tales cargas, porque podría suceder entonces que las mejoras que los barrios necesitan no se lleguen a plantear ante la falta de capacidad económica de sus vecinos para afrontarlas. Lo que significa es que esas cargas se deberán exigir siempre que las personas propietarias pretendan patrimonializar en su exclusivo beneficio un esfuerzo que es de todos, intentando vender o alquilar su vivienda a precios altos gracias a la mejora que la reforma urbana pública ha reportado a sus fincas.
Creo que, si bien se mira, en términos generales la gravedad en el acceso a la vivienda en nuestras ciudades se puede relativizar mejor con la aplicación de las leyes ordinarias de urbanismo que con las leyes físicas de Newton.
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Nota sobre el autor
Pablo Feu Fontaiña. Abogado. Miembro del Observatorio Metropolitano de la Vivienda de Barcelona.
Para citar este artículo: Pablo Feu. El acceso a la vivienda. La gravedad que Newton no puede relativizar. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.3 núm. 12 Derecho a la vivienda. A Coruña: Crítica Urbana, mayo 2020. |