Por Daniel Jiménez Schlegl
CRÍTICA URBANA N.5
No es nuestro ánimo entrar aquí en discusiones propias de la filosofía del Derecho relativas a los conceptos de la legitimidad, legalidad, justicia y validez jurídica. Imposible desentrañar aquí por espacio y materia objeto de esta publicación las diferentes escuelas y cómo han tratado éstas estos asuntos esenciales en la teoría del derecho. Nos ceñiremos para lo que nos interesa en materia de crítica urbana a lo que convencionalmente entendemos por algo legítimo (es decir, como sinónimo de justo, producto de un consenso, si acaso ético, entre los miembros de una comunidad) frente aquello regulado por la ley (lo legal), que puede no ser legítimo en ese sentido apuntado. Sólo los positivistas ideológicos confunden lo legal con lo legítimo, caiga quien caiga, sea un judío en la Alemania de los años treinta o un nativo en la Sudáfrica del apartheid. Los llamados positivistas metodológicos, en cambio, aun sintiéndose cómodos con tal confusión, únicamente aceptan la legitimidad si la disposición legal ha sido válidamente aprobada, mediante un procedimiento y por unas instituciones competentes habilitadas por la Norma Fundamental, que a su vez ha sido dictada por consenso entre los miembros de la comunidad política.
Esta última concepción es si acaso la más útil para que a efectos prácticos se pueda acabar limitando la efectividad del principio de la función social de la propiedad (entendido aquí como lo legítimo), en aras al cumplimiento de una legalidad (lo legal) presentada a su vez como (formalmente) legítima (e incluso materialmente legítima, si consideramos lo legítimo desde el punto de vista de haber sido decidido por unas instituciones cuyo gobierno ha sido elegido democráticamente). Por ejemplo, y nos avanzamos, medidas urbanísticas favorecedoras de un negocio privado en el territorio limitando la función social de la propiedad privada para atraer esa inversión, mediando reclasificaciones urbanísticas de suelos hasta entonces protegidos… todo ello conforme a lo legal, conforme los instrumentos legales y procedimentales que también ofrece el ordenamiento jurídico.
Como nosotros no queremos ir por esa senda defenderemos aquí esa dimensión ética y metajurídica de lo legítimo, aunque no lo formalmente legítimo (es decir la legitimidad de una disposición en función de su aprobación y encaje válidos en un sistema normativo), en relación a algo tan particular como es la función social de la propiedad.
Para analizar aquí brevemente la función social de la propiedad en el contexto de la hegemonía del mercado urbanístico, lo legal y lo legítimo quedan manifiestamente diferenciados en la confrontación entre dos fuerzas que conciben la propiedad de modo incompatible: por un lado, la existencia de un derecho que se considera aún en gran medida prepolítico (por tanto, revestido de cierta sacralidad), y vinculado a la libertad individual, y por otro lado, la limitación político-pública de ese derecho por parte del Estado, al amparo de razones de interés general. La comunidad frente al individuo, una vez más. O dicho de otra forma, dos fuerzas legítimas confrontadas.
La función social de la propiedad en los ordenamientos jurídicos contemporáneos de los países occidentales se centra en esa posibilidad de reducción compensatoria (mediante un valor, un precio justo, o un bien sustituto), del derecho de la propiedad sacrificado. La función social de la propiedad en la economía capitalista garantiza una compensación por la efectividad de un destino excepcional o contingente de pérdida de la privacidad de la propiedad individual (de su subjetividad), para la satisfacción de un interés superior al del individuo, el llamado interés público o general o social o comunitario.
Ello pasa necesariamente por reconocer legalmente la propiedad privada como un derecho legítimo y la “propiedad” colectiva y el interés general, legalmente también como un derecho colectivo legítimo que, en caso de confrontarse, debe resolverse a favor del interés colectivo superior con una previa y justa compensación por la pérdida de aquel derecho privado. La determinación de la existencia de ese interés público superior está en manos de la Administración pública actuante. Aún siendo una decisión discrecional, nacida de una decisión política de gobierno, no queda sustraída al control y fiscalización jurisdiccional y la ciudadanía dispone asimismo del derecho de la acción pública para controlar la existencia de tal interés público y de su cumplimiento efectivo. Es decir, el control de lo legítimo a través de un control de legalidad.
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Naturalización de la propiedad privada como derecho legítimo frente lo legal
La concepción de la propiedad es polisémica y su juridificación positiva como “derecho subjetivo” vertebra su regulación en función de sus diferentes sentidos, obviando como dijimos aquellos de naturaleza personal o psicológica o cultural. Existen, de esta manera, diferencias substanciales entre la propiedad de una finca urbana con respecto la rural, entre la propiedad colectiva y la individual, entre la del Estado (“pública”) y la de los ciudadanos (“privada”) y la de aquellos y la de las grandes corporaciones, entre la de los bienes inmuebles y la de los muebles, etc. Todos ellos, pero, con un valor de uso y un valor de cambio diferenciado y objetivo. Con mayores restricciones o requisitos legales en cuanto al ejercicio de la propiedad si dicho bien supone un recurso limitado (como el suelo), o por la confluencia de determinadas necesidades colectivas o las de los vecinos colindantes -que tienen algo que decir respecto tal ejercicio-.
La noción de “propiedad” es una noción política. Explicada como el ejercicio de dominio -cambiante hitórico-socialmente- sobre bienes determinantes en la reproducción social (tierras, recursos, medios de producción), se instituye como figura a regular con la aparición del poder político en sociedades complejas, organizadas por una división social del trabajo y una organización política del poder, funcional a la acumulación y la distribución de los excedentes agrícolas y contención de las desigualdades nacidas de una distribución discriminatoria y de esa división del trabajo. La propiedad de la tierra concebida como un medio de producción en manos de las clases dominantes es controlado por el poder político (esas mismas clases) en garantía de la reproducción social de aquellas, estableciendo un sistema de reparto desigual en función de la estratificación social.
Con ello queremos dejar claro de antemano y frente a las concepciones iusnaturalistas que la propiedad no es un derecho natural o, digamos, consustancial a la naturaleza humana. Es, utilizando términos de C. Castoriadis, una institución imaginaria de la sociedad, es decir, una creación histórico-social propia de las sociedades políticas.
Los pensadores iusnaturalistas de la modernidad, siguiendo la tradición romana del dominio del fundo, refuerzan aquel valor de uso patrimonial de carácter prepolítico del derecho de propiedad de herencia romana, con su concepción productiva, de medio de vida y de generador de riqueza como algo propio de la naturaleza humana.
Las diferentes concepciones teóricas de la naturaleza humana y del “estado de naturaleza” justificativas de la existencia de ciertos derechos subjetivos naturales como el de la propiedad a partir de las explicaciones fundamentalmente de Thomas Hobbes y de John Locke, contribuyeron a la pervivencia de la concepción subjetivista del derecho hasta después del Code Napoléon[1]. De hecho, según la conocida tesis de Macpherson, la democracia liberal es heredera del relato teórico del individualismo posesivo de Hobbes y Locke, del que persiste un ethos individualista posesivo muy funcional al mercado[2].
Se explica por la teoría de Hobbes y Locke, aún por diferentes concepciones del “estado de naturaleza”, la juridificación y la codificación de los derechos naturales mediando el pacto histórico entre sociedad civil y Estado o poder soberano, donde los hombres habrían adquirido legítima y legalmente los derechos de libertad y de propiedad salvaguardados por el poder soberano o el Estado.
Secularización de la propiedad entendida como derecho natural: la función social de la propiedad y la función pública del urbanismo
En su conocida obra Las transformaciones del Derecho, escrita en 1893 y reeditada en la primera década del s. XX, Duguit alerta de la ficción de la concepción individualista y prepolítica de los derechos naturales, reivindicando la socialidad consustancial, además, a la idea misma de derecho y del sistema jurídico. Un sistema basado en la actualidad en el derecho objetivo positivo frente al subjetivo y de raíz “metafísica”.
Duguit explica el proceso de secularización del derecho natural individualista que “bajo la presión de los hechos, viene a reemplazar al antiguo sistema” hacia la constitución de un sistema jurídico “realista” basado en la noción de “función social”[3]. De esta manera, “la propiedad no es un derecho; es una función social. El propietario, es decir, el poseedor de una riqueza tiene, por el hecho de poseer esta riqueza, una función social que cumplir; mientras cumple esta misión sus actos de propietario están protegidos. Si no la cumple o la cumple mal, si por ejemplo no cultiva su tierra o deja arruinarse su casa, la intervención de los gobernantes es legítima para obligarle a cumplir su función social de propietario que consiste en asegurar el empleo de las riquezas que posee conforme a su destino”.
Duguit teoriza sobre ese proceso de secularización del derecho de propiedad, a partir del hecho que, en definitiva, se trata una institución jurídica formada para responder a unas determinadas necesidades económicas que históricamente se han ido transformando, de manera que en la actualidad “deja de ser un derecho subjetivo del propietario para convertirse en la función social del poseedor de la riqueza”. La propiedad pasa a entenderse en el vigente tráfico mercantil en una riqueza afectada a la colectividad en determinados casos que deben ser jurídicamente protegidos[4]. Todo propietario es poseedor de una riqueza y tiene por tanto el deber, una “obligación de orden objetivo” de emplear la riqueza que posee en mantener la interdependencia social y aumentarla; es decir, la propiedad tiene claramente un destino social. Duguit, pretende con su teoría refundar la legitimación del derecho de propiedad a partir de la función social del mismo y en esa tarea, conforme lo van reconociendo los Estados, dar cobertura legal a tal fundamento legitimador.
Tal conclusión de Duguit viene reforzada por la aparición a principios del siglo XX de una doctrina jurisprudencial sobre esa concepción de la función social de la propiedad (casos de servidumbres de utilidad pública, obligaciones activas del propietario de conservación del bien, contra el uso abusivo de derecho de propiedad, etc.).
Pesan en esta argumentación, asimismo, las tesis utilitaristas del liberalismo del XIX, pues en absoluto se propugna la abolición de la propiedad privada y su colectivización, sino que el ejercicio del derecho de propiedad cumple esa función social respecto de una riqueza que finalmente revierte en beneficio colectivo. De ahí que asimismo se confirme la tesis, apuntada más arriba, de Macpherson que en las democracias liberales capitalistas contemporáneas persista aún el ethos individualista y la creencia que el mercado, a través de la maximación del beneficio privado (posesivo), funciona asimismo como redistribuidor de rentas. El derecho de propiedad privada debe en consecuencia garantizarse (frente a la intromisión y limitación político-públicas) para el funcionamiento de ese mercado.
La crisis del Estado liberal del siglo XIX, culminada en la República de Weimar y el surgimiento de un nuevo modelo de Estado intervencionista en la economía y en las políticas sociales, nacido tras la crisis capitalista de 1920 y las Guerras Mundiales, supusieron asimismo una plasmación en las nuevas constituciones del principio de la función social de la propiedad. Un principio característico de los Estados sociales y democráticos de derecho que recogían el pacto político del sometimiento de la propiedad privada a su función social, paralelamente a un mayor intervencionismo político-público en la economía de mercado, con políticas fiscales redistributivas y bajo el reforzamiento de la idea del interés público o general[5].
En el ámbito del urbanismo, la iniciativa urbanística aunque sea privada, ha de someterse a aquel principio de función social de la propiedad[6], y además en el marco de una regulación, la urbanística (tanto en la planificación como en la gestión y la disciplina urbanísticas), que es una función pública[7], esto es, cuyos objetivos son de satisfacción primordial del interés público dictado desde la Administración pública ejecutora de las políticas públicas de gobiernos (centrales, periféricos y locales) y órganos representativos (parlamentos, plenos municipales).
La función social de la propiedad y la función pública del urbanismo deben ir de la mano, y garantizar la prevalencia del interés público sobre el privado. Supone que la operación urbanística (siempre para satisfacer necesidades del crecimiento, de dotaciones públicas e infraestructuras a sectores con déficits, de protección ambiental y patrimonial, de vivienda, etc.), ha de cumplir los principios rectores del urbanismo.
Así, se habla primordialmente de hacer efectivas políticas urbanísticas de protección del territorio y políticas de vivienda y para intervenir en el mercado inmobiliario; de la inexistencia del derecho de los propietarios de terrenos y construcciones de exigir indemnización como consecuencia de las afectaciones urbanísticas del planeamiento (las cuales implican “meras limitaciones y deberes que definen el contenido urbanístico de la propiedad”); de garantizar un urbanismo sostenible dado que el suelo es un recurso limitado preservando sistemas de vida tradicionales de las áreas rurales; de garantizar que la comunidad participe en las plusvalías generadas por la actuación urbanística (básicamente mediando las cesiones obligatorias y gratuitas de propiedad); de garantizar la distribución de espacios libres y equipamientos en el territorio bajo criterios que garanticen su funcionalidad en beneficio de la colectividad; la interpretación del planeamiento en atención a criterios de menor edificabilidad, mayor dotación para espacios públicos y mayor protección ambiental; la nulidad de las dispensas urbanísticas, y la participación ciudadana y la acción pública como mecanismos de defensa de la legalidad urbanística y (en algunos casos) de los mismos intereses públicos[8]. Lo legítimo de la función social de la propiedad y la función pública del urbanismo que queda fundido en lo legal.
Además, la doctrina jurisprudencial del Tribunal Supremo se ha encargado de afianzar el criterio interpretativo acerca de la función social de la propiedad vinculada a la función pública del urbanismo en caso de conflicto surgido en una operación urbanística. Así, el Tribunal ha declarado que el fundamento de que el urbanismo es una función pública se encuentra en que la ciudad, más ampliamente el territorio, es de todos y, por tanto, las decisiones relativas a sus características corresponden a los ciudadanos en general a través de los trámites que abren una vía a su participación y de las decisiones adoptadas por sus elegidos representantes (STS de 7 de noviembre de 1988). De este modo, las decisiones urbanísticas se adoptan en atención al interés público con independencia de cuáles sean las aspiraciones o expectativas de los propietarios de los terrenos afectados (SSTS de 20 de septiembre de 1985, 23 diciembre de 1995, 27 de febrero de 1996, 26 de marzo de 1998 y 8 de mayo de 1997)[9].
Asimismo las Sentencias de 3 de enero y 26 de marzo de 1996 afinan el criterio del interés general urbanístico al que está sometida la propiedad (por su intrínseca función social) en el sentido de que “el interés general exige la racionalidad de las nuevas decisiones urbanísticas, la correcta valoración de las situaciones fácticas, la coherencia de la utilización del suelo con las necesidades objetivas de la comunidad, la adecuada ordenación territorial y el correcto ajuste a las finalidades perseguidas”.
Estos principios rectores limitativos de las facultades dominicales del propietario rigen toda actividad urbanística que va desde la planificación en el territorio (la función pública más manifiesta), la gestión económica del reparto de beneficios y cargas urbanísticas o la expropiación, hasta la disciplina urbanística que garantiza el uso del suelo y la edificación conforme la legalidad y el planeamiento, la obligación de urbanizar y edificar, la conservación y mantenimiento de la propiedad en condiciones de seguridad y salubridad.
Lo legal y lo legítimo van en este caso de la mano, en tanto que la norma recoge lo que colectivamente se ha consensuado respecto ciertos intereses de la comunidad superiores donde la propiedad privada debe sacrificarse en garantía de cierta justicia distributiva, protección ambiental y patrimonial y gestión de recursos escasos de la comunidad.
Todo esto sobre el papel. Aunque, cierto es, en algunos casos -que por extraordinarios se han convertido en hecho noticiable-, la propiedad privada, los intereses privados, que han sido improcedentemente materializados al amparo de alguna Administración pública, han sucumbido bajo la piqueta de la ejecución de una Sentencia que ha hecho prevalecer el interés general, la función social de la propiedad y la función pública del urbanismo. Pero, a pesar de estos casos puntuales, nos atrevemos a afirmar que a pesar de tales principios y de tal doctrina judicial, estadísticamente y más en la actualidad, cuando los criterios de contención del déficit público buscan márgenes cada vez más amplios de actuación privada y de generación de riqueza mediando la potenciación del beneficio privado, lo normal, lo habitual es que la propiedad privada, su valor de cambio, siga conservando privilegios y garantías político públicas prevalentes sobre el interés “genuinamente” público. En esos casos, la práctica nos enseña que lo legal y lo legítimo se divorcian.
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Pervivencia de la lógica privatista de la propiedad y garantía del tráfico en el mercado urbanístico. Lo legal frente a lo legítimo
Convenimos con Macpherson la pervivencia de una lógica iusprivatista en nuestro derecho y posiblemente como característica del “ambiente espiritual de nuestro tiempo” (K. Jaspers). Con trazo grueso: ante determinadas situaciones de conflicto entre el derecho de propiedad y su necesaria limitación por razones de interés público genuino, la práctica demuestra la debilidad de la rama jurídica encargada de ordenar, regular y justificar las limitaciones del derecho de la propiedad a partir de la materialización de la función social de la propiedad. Ya advertimos en nuestro artículo “El derecho a la ciudad. Unas reflexiones sobre «ética urbana»” a servicio de qué poderes de naturaleza económico privada está en manos la transformación moderna de la ciudad, y a qué valores reales responde el urbanismo hoy, a pesar de la existencia de los aludidos principios rectores y de la aludida doctrina jurisprudencial [10].
Tal lógica privatista es resistente a la imposición de limitaciones al derecho de la propiedad, limitaciones que no provengan de los propios acuerdos, estrategias, prácticas, hábitos, surgidos de las transacciones comerciales. O dicho de otra manera, resistente a las limitaciones que provengan por razones de genuino interés público (especificamos “genuinos”, no sin cierta ingenuidad, pues la práctica en derecho urbanístico, por ejemplo, enseña que en muchas ocasiones el interés público aparente esconde un interés genuinamente –este sí- privado).
La propiedad y el derecho de propiedad privada resisten hoy especialmente, en el contexto hegemónico de la economía financiera y de inversión especulativa, donde los bienes (y pensamos concretamente en los inmuebles en el mercado urbanístico) pierden prácticamente su valor de uso original y se convierten en bienes portadores de expectativas de ganancia en función de los usos y la intensidad de los mismos señalados por el planeamiento (o por la posibilidad que una revisión o modificación del mismo los mejore desde el punto de vista de las necesidades comerciales del momento).
La propiedad se reduce a un simple valor de cambio sometido a la lógica del mercado inmobiliario que domina, en definitiva, el desarrollo urbano. Las fuerzas entre la defensa del interés público y la lógica de ese mercado sólo tienen solución en la confusión inducida de que el interés privado (del propietario) acabe manifestándose como el interés público que justifica la Administración pública urbanística para imponer su ordenación. La infinitud de casos, como el proyecto fallido de construcción de una ciudad de casinos y hoteles en el parque de protección agraria del Llobregat, en Barcelona, son ejemplos claros de la pervivencia de esa lógica privatista en la que la distribución de rentas y creación de puestos de trabajo o la financiación de equipamientos o espacios libres -a través de la generación de enormes beneficios privados con el valor de cambio de la propiedad-, se convierte en el interés general de la operación. Y como ya dijéramos en otra ocasión la planificación urbana tecnocrática controla el discurso de legitimación del interés público frente al control que pudiera ofrecer una planificación democrática, esto es, colaborativa desde abajo y en función de las necesidades de los de abajo.
Lo perverso del asunto es que la función social de la propiedad se convierte en la práctica, en esos casos de confusión entre el interés público y el privado, en el beneficio privado. La participación de la comunidad en esas enormes plusvalías urbanísticas (nunca justificado el equilibrio entre esos beneficios privados y las cargas en beneficio para la comunidad), en forma de alguna vivienda protegida un parque o un centro deportivo, la futura creación de puestos de trabajo, la “dinamización de un sector”, etc., es la moneda de cambio, para que muchos “jardines de la abuela” acaben convirtiéndose en hoteles de lujo.
Esa es la tesis mantenida, ya de manera explícita, por cierta corriente doctrinal norteamericana que justifica así la expropiación en beneficio no del ente público expropiante y garante del requerimiento constitucional de que “la Administración pública sirve con objetividad los intereses generales”, sino del particular que puede obtener un mayor rendimiento del bien privado ajeno objeto de expropiación que el propietario del bien.
En la sentencia de 23 de junio de 2005 la Corte Suprema de EEUU, caso Kelo vs. ciudad de New London, entiende la definición de “expropiación forzosa” con el objeto de promover “algún aspecto específico del bien común”, hasta ese momento limitado a la necesidad de construcción de instalaciones públicas, creación de sistemas generales y locales, infraestructuras colectivas, etc., con una justa compensación por la afectación de la propiedad privada para esos fines. Con esta sentencia se produce un giro en la doctrina jurisprudencial de los EEUU: ahora los gobiernos locales tienen legitimación para poder expropiar determinadas propiedades privadas o forzar a sus propietarios a la venta de su propiedad a otras personas o entidades privadas que serán los beneficiaros directos de la expropiación o la venta forzosa a fin de satisfacer ese “algún aspecto específico del bien común”.
Ello se justifica a partir de que la noción de “desarrollo económico”, en esta etapa de hegemonía de la concepción de la economía neocon de la escuela de Chicago, convierte el fin de “uso público” en algo sin sentido para el crecimiento económico. En nombre de ese supuesto desarrollo económico, el gobierno local podrá transferir la propiedad de un particular o empresa a otro particular o empresa que considere que está más capacitado para explotar la propiedad de forma económicamente más productiva.
En España sin llegar a tal extremo, hemos tenido durante la etapa de la legislación estatal sobre el suelo y las urbanísticas de muchas Comunidades Autónomas de los años de gobierno de J.M.Aznar, la pujante figura del “agente urbanizador”. Un promotor urbanístico privado que, en connivencia con la Administración pública, desarrolla a su iniciativa el suelo que planifica la Administración, sin aparentes limitaciones. Es decir, fijando las condiciones de urbanización y ordenación de los aprovechamientos urbanísticos, donde justifica la viabilidad económica de la operación, logra mediante la gestión la obtención del suelo de pequeños propietarios sin capacidad para asumir los enormes gastos de urbanización que controla, debiendo pagar aquellos con cesión de su suelo y, si acaso, obteniendo una pequeña compensación económica. Un urbanismo hecho a medida del agente urbanizador en la etapa de generación de la llamada “burbuja inmobiliaria” que ha supuesto una “ilegítima” intromisión de las propiedades a fin de satisfacer una propiedad privada vinculada con el poder político.
En estos supuestos, quiebra el principio de justicia, quiebra el sentido de lo comúnmente consensuado, respecto las limitaciones de la propiedad privada sometida a la función social de aquella
En ese contexto, el derecho de propiedad pasa en la práctica de ser un derecho real a una garantía de crédito para el tráfico mercantil y especulativo del suelo y un elemento de inversión que, aunque no del todo desvinculado de su valor de uso, concibe la propiedad como simple “valor”. El vínculo cultural, afectivo, personal, con la propiedad queda en esta vorágine definitivamente aniquilado, y el vínculo entre lo legal y lo legítimo respecto la función social de la propiedad definitivamente roto.
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[1]. La concepción del derecho como el sometimiento a la voluntad individual (la libertad, la propiedad, el derecho de crédito,…). “¡Y sin embargo, sobre esta concepción artificial y caduca del Derecho subjetivo es sobre la que la Declaración de 1789, el Código Napoleón y la mayor parte de las legislaciones modernas han establecido todo el sistema jurídico! Los textos son bien conocidos: «los hombres nacen y se mantienen libres e iguales en Derechos. Estos Derechos son la libertad, la propiedad…» (Declaración de Derechos de 1789, artículos 1º y 2º). En el Código de Napoleón, el artículo 544 dice: «La propiedad es el derecho de gozar de la cosa de la manera más absoluta». (…) En el artículo 4º de la Declaración de los Derechos del hombre se lee: «La libertad consiste en poder hacer todo lo que no dañe a otro: así el ejercicio de los Derechos naturales de cada hombre no tiene más límites que los que aseguren a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos»”. (DUIGUIT, León; Las transformaciones del Derecho (público y privado), Buenos Aires, 1975, p. 175-177).
[2]. MACPHERSON, Crawford B.; La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke; Madrid: Trotta, 2005.
[3]. Ibíd. p. 178. “Función social” que para el autor se basa a su vez en un hecho incontrovertible como es la existencia de la “solidaridad o interdependencia social” pues forma parte de la estructura social misma donde la división social del trabajo genera unos vínculos de interdependencia necesarios para la reproducción social y cuyo conflicto, generado por la diferenciación social de la división del trabajo, debe limitarse por leyes públicas que garanticen una previsión para los trabajadores y un límite a la libertad individual del empleador.
[4]. Ibíd. p.237-238.
[5]. Así, en nuestra Constitución de 1978, en los artículos 33, 47 y 103.1, se regula lo que sigue:
Art. 33: 1. Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia. 2. La función social de estos derechos delimitará su contenido, de acuerdo con las leyes. 3. Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización y de conformidad con lo dispuesto por las leyes.
Art. 47: Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos.
Art. 103: 1. La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho.
[6]. Tomaremos como referencia la regulación que en materia de urbanismo es actualmente vigente en Cataluña. Así, sobre el ejercicio del derecho de propiedad y su función social, el art. 5 del Texto refundido de la Ley de urbanismo (Decreto Legislativo 1/2010, de 3 de agosto).
[7]. Art.1.2 del citado TRLU.
[8]. Véanse, los artículos 2.1, 6, 3, 4, 10, 8 y 12, respectivamente, del TRLU
[9]. ENÉRIZ OLAECHEA, Francisco Javier; «Los principios informadores del Derecho urbanístico»; BFD: Boletín de la Facultad de Derecho de la UNED, Nº 27, 2005 (Ejemplar dedicado a: IV Edición premio artículos jurídicos “García Goyena”), pàgs. 307-308.
[10]. Vid. Crítica Urbana; nº 1; 20 julio 2018
Para citar este artículo: Daniel Jiménez Schlegl. Lo legal y lo legítimo en la función social de la propiedad. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.2 núm.5 Lo legal y lo legítimo. A Coruña: Crítica Urbana, marzo 2019. |