Por Daniel Jiménez Schlegl |
CRÍTICA URBANA N.13
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“Cuando se plantea la existencia de un medio ambiente urbano (esto es, en un espacio consolidado por la edificación, las infraestructuras y los usos y actividades propias de una ciudad), se piensa habitualmente en las zonas verdes. La necesidad de dichos espacios en la ciudad, mediante la exigencia de estándares urbanísticos mínimos, y su aparente intangibilidad por transformaciones urbanísticas, vienen claramente amparados por la ley y la jurisprudencia de los tribunales.”
Cuando se habla de medio ambiente urbano también se piensa en la utilización racional de los recursos naturales, sin la depredación especulativa de aquellos ni su alteración tóxica por la actividad humana. Se piensa también en la planificación para su aprovechamiento como fuentes energéticas alternativas no contaminantes.
Asimismo, la protección del medio ambiente se plantea en urbanismo -y concretamente en la planificación urbana-, como un límite al crecimiento irracional, estableciendo restricciones en la nueva ocupación de suelo, estableciendo criterios objetivos de selección de suelo para el crecimiento en función de su vulnerabilidad biótica o en función de ciertos valores ambientales, paisajísticos y agrológicos a proteger. Una protección medioambiental sometida al principio rector del paradójico “crecimiento urbanístico sostenible”[1].
El “crecimiento sostenible” supone, pues, la cuadratura del círculo de compatibilizar dos elementos antagónicos: esas «necesidades de crecimiento», que no obstante en nuestras economías impone una competitiva lógica mercantil y una incontrolada explosión demográfica que demandan incesante ocupación de suelo e ilimitado crecimiento, y la preservación de los recursos naturales e incluso de ciertos valores histórico-culturales, paisajísticos, y valores de carácter social que permiten la cohesión y la convivencia. Todos ellos imponen precisamente ese límite de crecimiento, e incluso soluciones de decrecimiento, en el contexto del medio ambiente urbano.
En la práctica, con antecedentes fácticos en mano, el crecimiento sostenible resulta una quimera. La crisis climática, la sobreexplotación de los recursos por la masificación consumista i sus perniciosos efectos secundarios a nivel de cohesión y paz social, ponen de manifiesto que tales medidas de sostenibilidad resultan insuficientes. El modelo económico productivo y de consumo aboca a una lógica de crecimiento ilimitado incompatible con la supervivencia ambiental y la retroacción de la crisis climática. Esa es la realidad que por ya sabida no impide que debamos recordarla aquí.
En cualquier caso, y desde hace relativamente pocos años, el medio ambiente urbano se considera, pues, un derecho ciudadano con el deber correlativo del Estado de garantizarlo como un límite a un crecimiento en condiciones de agotamiento o intoxicación de recursos naturales.
Entendemos que con la explosión de necesidades, más o menos reales, que el mercado crea en su lógica de crecimiento ilimitado[2] se producen nuevos fenómenos y nuevos y perniciosos efectos a ellos aparejados que ni la normativa ni la jurisprudencia de los tribunales hasta hace relativamente poco han tratado de regular e interpretar. Con esa explosión aumenta la demanda de medidas de control e incluso de restricción de esa lógica de crecimiento y de regulación asimismo de nuevos fenómenos que aquella explosión de necesidades genera y que tiene un indudable impacto sobre el ecosistema urbano (poblacional y espacial).
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El ejemplo de la industria turística
Aquí nos centraremos, particularmente, en la explosión del fenómeno de la industria turística y su impacto en el medio ambiente urbano. Al amparo de la libre empresa y libertad de acceso al mercado precisa una constante ocupación de espacios y su transformación para rentabilizarlos, lo que conlleva importantes efectos ambientales, sociales, y en la relación del ciudadano con su ciudad: incremento exponencial de la movilidad e infraestructuras que demanda, deterioro de los espacios públicos urbanos, efectos secundarios de la masificación en el patrimonio, en la calidad ambiental, en el coste de la vida con el aumento de precios como consecuencia del aumento de la demanda y en fenómenos sociales, no considerados hasta ahora, como pueda ser la llamada gentrificación urbana con nuevas formas de conflicto en la convivencia entre vecinos, actividades comerciales y turismo de masas, etc.
Cierto es que ha contribuido enormemente a dicha explosión el marco normativo de liberalización económica europea de la famosa Directiva 2006/123/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo de la Unión Europea relativa a los servicios en el Mercado interno (Directiva de servicios o también llamada «Bolkestein»). Directiva que desarrolla los arts. 14.2 y 43 del Tratado constitutivo de la comunidad europea, en relación al principio de libre circulación de servicios y libertad de establecimiento y prestación de servicios dentro de la unión europea, con la eliminación de barreras que obstaculicen el desarrollo de actividades y servicios entre los Estados miembros.
Es decir, ante el estrechamiento de mano que la UE ha formalizado con esta Directiva de trasposición interna en los ordenamientos internos de todos los Estados miembros, el libre mercado se ha cogido el brazo entero sin atender a los efectos secundarios de sus luchas competitivas y explotación máxima de los recursos.
En ciudades excesivamente turistizadas como Barcelona, el nuevo marco legal ha alentado una voracidad en el mercado inmobiliario por parte de fondos de inversión para el sector turístico con consecuencias dramáticas para la mayoría de vecinos, para el patrimonio histórico, para los espacios públicos, para la convivencia, y en general para el medio ambiente y la calidad de vida de los ciudadanos.
Desde el punto de vista de los actores económicos en el mercado inmobiliario y de la industria turística, la Directiva evita controles administrativos previos a casi toda actividad económica nacional o de un país miembro, y viene a consagrar la primacía de lo económico (de la libertad empresarial) por encima de los obstáculos que provengan de la Administración pública o de los ciudadanos. Dicho de otra manera, desde ese sector económico privado existe en general una firme creencia de que el libre mercado está por encima (o si acaso es un mundo aparte, autónomo) de la decisión política. Una vez más.
Ello ha llevado naturalmente al conflicto entre el convencimiento de que ancha es Castilla en la libertad de establecimiento de actividades y servicios (con la externalización y socialización de sus costes, esos efectos perniciosos secundarios del ejercicio de esa «libertad»), y de una Administración pública timorata que intenta cuadrar el círculo de aquel «crecimiento urbanístico sostenible».
Ante la demanda ciudadana de un control público al mercado inmobiliario especulativo que conlleva el extraordinario encarecimiento del precio del suelo y de los alquileres, la difícil adquisición de bienes básicos en determinados barrios por el aumento de precios o la desaparición del pequeño comercio, que impulsa al abandono del barrio, que conlleva asimismo la destrucción de patrimonio histórico arquitectónico, la ocupación masiva del espacio público y equipamientos, etc., la Administración, en uso de sus potestades, pretende ordenar con mayor o menor fortuna los usos que pueden implantarse en la ciudad.
En el caso de la ciudad de Barcelona y particularmente en aquellos distritos donde más se ha sufrido la presión turística y el aumento especulativo del precio del suelo (parejo a fenómenos como la gentrificación y el acoso inmobiliario como mecanismo cuasi mafioso de expulsión de los vecinos a la periferia), la Administración municipal (al amparo del art.67 de la Ley 22/1998) ha procedido a la aprobación de planes especiales de usos a fin de ordenar los usos de los establecimientos de concurrencia pública y hostelería, además de los que regulan el establecimiento de alojamientos turísticos y similares en la ciudad. Hay que decir que tal iniciativa regulatoria siempre ha venido precedida de una importante movilización vecinal, de una presión desde la calle.
En un plazo aproximado de diez años, en el Distrito de Ciutat Vella, por ejemplo, se han aprobado y modificado hasta cuatro planes de usos, sin que hasta la fecha hayan tenido mucho éxito en cuanto a la contención de los efectos perniciosos de la escalada del mercado inmobiliario, la ocupación salvaje del espacio público por el turismo, la gentrificación, el acoso inmobiliario, etc. Dichas figuras de planeamiento especial han sido arma política arrojadiza entre los partidos políticos concurrentes en el gobierno municipal y han sido impugnadas ante los tribunales por el lobby hotelero, el de los apartamentos turísticos o en general por el sector empresarial en el negocio turístico.
El papel de los tribunales
La base argumentativa esgrimida frente a la regulación de los usos mediante los planes especiales ha sido su invalidez por contravenir el principio de la libre empresa, consagrado ahora desde Europa con su famosa Directiva Bolkestein.
Tal conflictividad que ha conducido incluso a una mayor inseguridad jurídica para ese sector de la economía y en una falta de soluciones para los residentes ha hecho que, por esa vía conflictiva, sean los tribunales quienes hayan empezado a establecer criterios claros respecto el marco limitador del interés público en esta materia de medio ambiente urbano y turismo.
Llegados a este punto consideramos que es especialmente relevante poner de manifiesto dicha doctrina a fin de clarificar dos cosas importantes: el reconocimiento por parte de los tribunales de aquellos nuevos fenómenos perniciosos (sectores de economía popular destruida, gentrificación urbana, pérdida de calidad de vida de los residentes, etc…), como efecto trascendente de una realidad cambiante, que demanda una intervención del sector público (en palabras de un magistrado del TSJC «la normativa siempre llega tarde y se trata de incidir sobre lo que ocurre -esté o no legalizado-«). Y, en segundo lugar, la interpretación revestida de autoridad acerca del límite a la libertad empresarial de la Directiva Bolkestein y un reconocimiento, consecuente, de la potestad de planificación de los usos y actividades económicas (o no) de las Administraciones públicas de los Estados miembros en su territorio. Planificación que comporta una restricción en la libertad de establecimiento en aras de la primacía de una “imperiosa razón de interés general”, como es la ordenación del territorio para garantizar un medio ambiente saludable.
Respecto el reconocimiento de una realidad sociológica, ambiental y económica perniciosa, que clama la intervención pública, y que es producto de una interpretación desbocada de esa libertad de empresa y de mercado, la importante Sentencia de la sección tercera de la Sala de lo contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, de 29 de julio de 2019, llega a reconocer [literal]:
«Se trata como es de ver, de un hecho notorio, del que la Capital de Catalunya es un claro exponente de las secuelas del fenómeno en lo que atañe a la convivencia ciudadana, a la degradación del espacio público, a la seguridad de las personas y bienes, o al encarecimiento del alquiler ordinario en los centros urbanos en perjuicio de los residentes de condición más humilde, puestos en la tesitura de tener que desplazar sus vidas al extrarradio. (…) La explicación del modelo urbanístico de ubicación de los usos de alojamientos turísticos, albergues de juventud, residencias colectivas de alojamiento temporal, por poco que se conozca la realidad de Barcelona y su entorno, trae a la mente de cualquier observador una realidad incontestable. No se trata de una realidad ajena a los fines del «urbanismo» y encaja sin violencia en la tarea de definir políticas de suelo y vivienda -artículo 1.3.b) del Decreto Legislativo 1/2010 (…)- con el rumbo puesto en el «desarrollo urbanístico sostenible», tal como aparece definido en el artículo 3 de ese texto legal»[3].
Engarzar así el fenómeno sociológico (por ejemplo de la gentrificación urbana) como una realidad no ajena a la legítima potestad de planificación de las Administraciones públicas, a fin de alcanzar un «crecimiento urbanístico sostenible» limitador del libre mercado, es, a nuestro modo de ver, clave a los efectos de hacer valer la preponderancia de un interés público vinculado si no a evitar al menos a disminuir los efectos de aquellos fenómenos. Resulta además de importancia capital a la hora de defender que el planeamiento impugnado goza asimismo de una motivación y justificación suficientes, puestos de manifiesto en la Memoria del Plan y fundamentados con los correspondientes informes. Asimismo, el contenido normativo del Plan debe ser escrupulosamente coherente con aquella motivación de la Memoria.
En segundo lugar, ¿es la libertad de establecimiento, de prestación de servicios en el mercado europeo, ese principio sacralizado que puede subyugar aquella potestad de planificación y, por tanto, que la sociedad deba asumir sus perjudiciales efectos secundarios, aquella socialización de los costes, en aras a la liberalización de la maximización de los beneficios privados y la expectativa de empleo? Es decir, ¿permite la Directiva Bolkenstein tal consagración y sometimiento de las políticas públicas?
Al respecto vale la pena recordar la importante doctrina contenida en la Sentencia del Tribunal Supremo, de 19 de octubre de 2016 (STS 2259/2016) que, respecto la Directiva de servicios mencionada, señala que ésta no puede alegarse para defender la libre empresa frente su limitación por el planeamiento pues, aparte de que no se aplica respecto las normas relativas a la ordenación del territorio, urbanismo y ordenación rural, «la propia Directiva enuncia entre las «razones imperiosas de interés general» que habilitan ciertos regímenes autorizatorios -y, por ende, restricciones-, la protección del medio ambiente y del entorno urbano, incluida la planificación urbana y rural (considerandos 40 y 56 de la Directiva). (…) La STJUE de 29 de abril de 1999, C-302/97, Konle, señala que «un objetivo de ordenación del territorio como el mantenimiento, en interés general, de una población permanente y una actividad económica autónoma respecto el sector turístico en ciertas regiones, la medida restrictiva que constituye dicha exigencia sólo puede admitirse si no se aplica de forma discriminatoria y si otros procedimientos menos coercitivos no permiten llegar al mismo resultado. (…) [de lo que se concluye que] en las prescripciones contenidas en el Plan Especial, laten razones imperiosas de interés general (objetivos de salud pública, protección de los consumidores y protección del entorno urbano) que, según la jurisprudencia del Tribunal, que antes hemos citado, justifican las limitaciones de usos previstas, limitaciones que protegen al tiempo los legítimos intereses de los vecinos (…). (…) Esta facultad o potestad de la administración, tiene su razón de ser en la propia finalidad del planeamiento, la cual no es otra que dar respuesta a las necesidades sociales que van surgiendo a lo largo del tiempo (…) «las potestades de planeamiento urbanístico se atribuyen por el ordenamiento jurídico con la finalidad de que la ordenación resultante, en el diseño de los espacios habitables, de sus usos y de sus equipamientos, y de las perspectivas de su desarrollo, ampliación o expansión, sirva con objetividad los intereses generales, de manera racional, evitando la especulación» (STS de 30 de septiembre de 2011 -RC 1294/2008-)».
Y es que como coincide la doctrina jurisprudencial de modo concluyente, nos hallamos fuera del ámbito de la Directiva europea de servicios pues no nos hallamos ante requisitos que afecten negativamente al acceso a una actividad de servicios o a su ejercicio, sino que nos hallamos ante normas relativas a la ordenación del territorio y/o de urbanismo, unos requisitos que no regulan o afectan de manera específica a la actividad del servicio (como por ejemplo la prohibición de obtención de nuevas licencias sin que haya desaparecido otra licencia por la misma actividad en una zona, a fin de evitar nuevas actividades). Son requisitos que no obstante tienen que ser respetados por los prestadores en el ejercicio de su actividad económica al igual que los particulares en su capacidad privada (Fdo. 8º STSJC de 29 de julio de 2019).
En los trabajos preparatorios de la elaboración del Plan de usos del distrito de Ciutat Vella de 2017, se afirmó que el objetivo de los planes especiales de usos era ordenar los mismos en el territorio, no crear las condiciones materiales con vistas a favorecer la dinámica económica como hasta ahora. El cometido de los planes urbanísticos no es económico a pesar de sus implicaciones en ese ámbito, sino intentar conseguir el equilibrio territorial, dentro de los límites de protección medioambiental en la acepción genérica que hemos apuntado.
Por ello, valor de esta doctrina debe destacarse hoy día, de manera especial, en el contexto de la creciente permeabilización del sector y del poder político público frente la autonomía del poder económico privado. En esa permanente lucha resulta absolutamente necesario redefinir el contenido del “interés público” incidiendo especialmente en la protección de bienes jurídicos colectivos obviamente superiores como es un medio ambiente urbano digno y vivible.
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[1] Dispone así el art. 3 del Decreto Legislativo 10/2010 el texto refundido de la Ley de urbanismo (TRLU), en el caso de Cataluña: Artículo 3 Concepto de desarrollo urbanístico sostenible
- El desarrollo urbanístico sostenible se define como la utilización racional del territorio y el medio ambiente y comporta combinar las necesidades de crecimiento con la preservación de los recursos naturales y de los valores paisajísticos, arqueológicos, históricos y culturales, a fin de garantizar la calidad de vida de las generaciones presentes y futuras.
- El desarrollo urbanístico sostenible, dado que el suelo es un recurso limitado, comporta también la configuración de modelos de ocupación del suelo que eviten la dispersión en el territorio, favorezcan la cohesión social, consideren la rehabilitación y la renovación en suelo urbano, atiendan la preservación y la mejora de los sistemas de vida tradicionales en las áreas rurales y consoliden un modelo de territorio globalmente eficiente.
- El ejercicio de las competencias urbanísticas tiene que garantizar, de acuerdo con la ordenación territorial, el objetivo del desarrollo urbanístico sostenible.
[2] Pensamos en las preguntas que plantea Quim Sempere a partir de los efectos del consumo de masas y la crisis ecológica de si necesitamos realmente todo lo que tenemos, qué es necesario y qué superfluo, a fin de construir una sociedad más justa, solidaria y libre en un entorno vivible (SEMPERE, Joaquim; L’Explosió de les Necessitats, Barcelona: Ed. 62, 1992). Cuestión aparte, relativa a la democratización real, es si aquellas necesidades creadas por el mercado (no ya las necesidades básicas apropiadas por él gracias a la permeabilidad del poder político público), son prioritarias a las necesidades básicas insatisfechas de una gran parte de la población (por ejemplo, flexibilización de las rigideces en la ordenación urbana para la implantación de negocios en viviendas mientras escasean políticas efectivas de vivienda para los sectores socialmente más vulnerables).
[3] Entendemos con el Tribunal que estos fenómenos se hallan incluidos en el genérico redactado del citado art. 3 del TRLU como elementos necesarios del «crecimiento sostenible» y, por tanto, del límite del crecimiento a ritmo de la ley de oferta y demanda y de apetencia de los fondos de inversión con sus aleatorias picas en Flandes. Se habla de «garantizar la calidad de vida» y modelos de ocupación del suelo que favorezcan la «cohesión social», conceptos jurídicamente indeterminados para una norma con rango de ley a pesar de que haya constituido las más de las veces un brindis al sol (¿hasta este criterio del tribunal?).
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Nota sobre el autor
Daniel Jiménez Schlegl es doctor en Derecho por la Universitat de Barcelona. Ha sido docente e investigador en materia de filosofía y sociología jurídica. En su actividad jurídico-profesional reciente, destaca el asesoramiento diversas entidades y colectivos vecinales en sus conflictos con la Administración local y autonómica en materia urbanística y patrimonial. Es miembro del consejo de redacción de Critica Urbana.
Para citar este artículo: Daniel Jiménez Schlelgl. Lo urbano como texto ilegible. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.3 núm. 13 Derecho a la ciudad. A Coruña: Crítica Urbana, julio 2020. |