Por Nadja Monnet |
CRÍTICA URBANA N.16 |
Hay distintas maneras de nombrar a los “nuevos” habitantes de un lugar. No todos los extranjeros son forasteros de la misma manera. Algunos son considerados como más extraños que otros. Por ejemplo, desde finales del siglo pasado, en Barcelona, el término inmigrante está asociado ante todo a las migraciones extraeuropeas, mientras que los demás son extranjeros a secas.
Antes, los inmigrantes eran los españoles que venían de otras partes del país. En Marsella, conocida como la segunda ciudad de Argelia y con estrecha conexión con los países de la otra orilla mediterránea, choca cuando se dice que la ciudad ya no es tierra de acogida porque, según las estadísticas oficiales de las últimas décadas, es una ciudad que recibe muchos menos extranjeros que la capital, pero también que otras ciudades francesas. En efecto, las personas consideradas como hijos de las migraciones en la vida diaria están contabilizadas como francesas por los registros nacionales. Sin embargo, siguen siendo percibidas como forasteras en el seno de la nación.
Pensar, clasificar y…
¿Qué se está haciendo cuando intentamos ordenar la diversidad humana? Sin duda desde tiempos remotos el ser humano ha pensado clasificando. Hoy como ayer, allá como aquí, el género humano ha podido dedicarse a estas actividades de maneras muy distintas. Para distinguir dos objetos, generalmente nos referimos a una escala. Este marco siempre es resultado de un proyecto humano de comprensión y de interpretación del universo.
Los objetos que el universo nos presenta no tienen existencia anterior a la definición que le damos. En su obra El pensamiento salvaje, el antropólogo Claude Lévi-Strauss utilizaba la imagen de la red para explicar lo que sucede cuando clasificamos. Es parecido a lanzar una red encima de lo real. Lo real se encuentra entonces atrapado en un discurso, encajado en un orden particular y por eso mismo empobrecido, ya que, para intentar definirlo, nos vemos obligados a despreciar gran parte de sus informaciones. Al final del proceso de clasificación el objeto tiende a desaparecer, sustituido por un conjunto de medidas. Si este proceso pudo demostrar cierta eficacia para el entendimiento del metabolismo, la anatomía humana, las anomalías de su funcionamiento, etc., esta manera de proceder tuvo consecuencias mucho más perjudiciales cuando se trató de aplicarlo para intentar explicar la diversidad humana.
… jerarquizar
Desde la postura ficticia de un observador desvinculado de todo, la diversidad, vista desde arriba, sería una pluralidad de seres yuxtapuestos sin que intervenga ningún juicio de valor y sin que sea manchada la igualdad que caracterizaría la relación que estos seres mantuvieran entre ellos. Sin embargo, la diversidad siempre es objeto de un discurso cuya meta es interponerse entre los seres y el mundo, ejerciendo una mediación que interpreta de manera creativa lo real. Toda taxonomía reduce la diversidad cualitativa de lo real, estableciendo un orden desigual. Está fundada sobre el cotejo de diferencias, legitimado en el momento de ser creado. Una cuestión taxonómica siempre está inmersa en la historia, entrelazada en las relaciones de poder que constituyen el marco obligatorio en el cual se elabora su respuesta.
Cuando se pasa de la distinción a la discriminación se genera una tercera variable: el juicio de valor. Aquello implica un sistema de jerarquización que no tendría nada de inquietante si no se presentara tan a menudo como una escala de valores absolutos, transparentes, “naturales”. Palabras aparentemente anodinas, como mestizos, gitanos, mujeres, adolescentes, tienen una historia que revela en su creación la voluntad de distinguir ciertos seres de otros desvalorizándolos.
Desconfiar de la unidimensionalidad
Según las palabras del etnólogo Jean Pouillon, no se clasifica porque haya cosas para clasificar, sino que al clasificar se descubren elementos para hacerlo. Lo cual no significa que debamos dejar de establecer clasificaciones, pero sí tener siempre presente el carácter relativo de sus resultados y tener cuidado con la tendencia a considerarlas luego como algo fijo y estático. Convendría meditar más a menudo sobre las técnicas y los procesos que conducen a encerrar a los seres vivos (o no) en “casillas”, cualesquiera que sean las justificaciones morales, económicas, sociológicas o psicólogas que se puedan dar a tales iniciativas. ¿Por qué, cuándo y de qué manera, ciertos seres (humanos o no), ciertos lugares son puestos a distancia, etiquetados como diferentes? ¿Qué significa hablar de “inmigrantes”, “extranjeros” y “naturales”, “autóctonos”? ¿de hombres y mujeres? ¿de niños, adolescentes y adultos? ¿de humanos y animales? ¿de buenas y malas hierbas? ¿de espacios legales o ilegales? etc. Esforcémonos en desconfiar de las herramientas que utilizamos para elaborar nuestro pensamiento. Ya hace tiempo que el genetista Albert Jacquard insistió en ser particularmente cauteloso con la tendencia a la visión unidimensional, que nos lleva a comparar las cosas y los seres con una única unidad de medida. No olvidemos que nombrar la diversidad para establecer distintas categorías tales como buenas o malas hierbas, barrios populares o barrios ricos o la oposición ciudad/campo no es nada anodino.
Con Michel Agier en su libro titulado Los migrantes y nosotros; entender Babel (2016), apelamos a revisar nuestra manera de nombrar la realidad para que las relaciones actuales entre los seres (vivos e inanimados) puedan cambiar, tomando consciencia de los procesos discriminatorios vigentes. Sólo así se podrá construir nuevos relatos; tejer otros tipos de vínculos menos desiguales con nuestro entorno.
En este aspecto la antropología tiene un papel fundamental que jugar, vista no como una ciencia descriptiva y explicativa de la diversidad humana y de la variedad de las cosmovisiones de los distintos pueblos, sino en su deber de multiplicar el mundo, es decir, multiplicar las maneras de ser, de sentir, de dar sentido a las acciones, los seres y objetos. Eduardo Viveiros de Castro cierra el capítulo 12 (“El enemigo en el concepto”) de su libro Metafísicas caníbales explicándonos que no podemos pensar a la manera de los indios y las indias y que sería inoperante tratar hacerlo; salvo, tal vez, en su manera de entender la diversidad. Los pueblos amerindios consideran que nunca se debe actualizar el mundo tal y como se expresa en la mirada del otro. Así, como mucho, podemos pensar con las diferencias. Más que ponerse en el lugar de los demás, se trata, al fin y al cabo, de estar y actuar con ellos y repensar nuestras maneras de actuar juntos en la pluridiversidad.
Nota sobre la autora
Doctora antropóloga, profesora en la Ecole Nationale Supérieure d’Architecture de Marseille, investigadora en el Laboratoire Architecture/Anthropologie, Unité Mixte de Recherche 7218 LAVUE du CNRS. Es miembro del equipo editorial de Crítica Urbana. Para más información: http://www.marseille.archi.fr/acteurs/enseignants/monnet-nadja/
Para citar este artículo:
Nadja Monnet. Cuando la diversidad se vuelve diferencia. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.4 núm. 16 No Discriminación A Coruña: Crítica Urbana, enero 2021.