Por Ruth Varela; Xosé Allegue |
CRÍTICA URBANA N.27 |
Actualmente alrededor de 4.000 millones de personas viven en ciudades. El 54% de la población total se encuentra concentrada en apenas el 5% de la superficie terrestre del planeta. De las 60 megaciudades de más de 5 millones de habitantes, tres cuartas partes se ubican en países del mundo infradesarrollado.
La ONU calcula que en el año 2050 habrá 5.000 millones de personas viviendo en la pequeña superficie de las ciudades, lo que supone dos tercios de la población mundial. De ellos el 5% (250 millones) en megaciudades ubicadas en países pobres con periferias de condiciones infrahumanas.
Este fenómeno de concentración de la población en los ámbitos urbanizados obedece, sin duda, al hecho de que el capitalismo desregulado está interesado en concentrar la actividad económica en esos entornos. Esa actividad genera obviamente bolsas de trabajo (lo que no equivale a empleos estables y dignos), pero también entornos inhabitables caracterizados por la injusticia socio espacial y laboral, además de un ingente volumen de residuos, generados por un voraz e insostenible metabolismo urbano.
Un diagnóstico urgente sobre el crecimiento urbano desregulado
Esta voracidad urbana provoca que el resto del territorio se convierta en un espacio de sacrificio, al servicio del consumo y de las multinacionales, albergando vertederos, canteras, industrias agroalimentarias intensivas y macrogranjas, o devorando espacios naturales para la producción energética a gran escala, entre otros.
Hace tiempo que la situación se ha vuelto insoportable. Las ciudades consumen tres cuartas partes de la energía mundial y producen tres cuartas partes de la contaminación total. La actividad económica desregulada, que conlleva procesos de urbanización desaforada e insostenible, produce además un rechazable modelo de movilidad, carbonización de la economía, inmensa huella ecológica, aumento de la superficie artificial, elevado consumo de agua, toneladas de residuos contaminantes, y, sobre todo, la desaparición de derechos básicos como el derecho a la salud urbana, el derecho a un medioambiente sano –agua, aire y alimentos– o el derecho a elegir el lugar de residencia –democracia espacial–, entre otros derechos vinculados al hábitat y a la ciudad.
Y nada ha conseguido parar estos procesos. A pesar de las serias advertencias de los foros de la ONU HABITAT I (Vancouver 1976), HABITAT II (Estambul 1996) y HABITAT III (Quito 2016) o de prestigiosos profesionales como Richard Rogers (Cities for a small Planet. 1997) o Rem Koolhas (Countryside, the Future. 2019).
Tal y como señaló recientemente el geógrafo David Harvey, «Las ciudades hace tiempo que se convirtieron en un medio para que el capital excedente, estancado en los fondos bancarios, pueda invertir… Ya no están organizadas para que la gente pueda vivir con calidad de vida, sino para que el capital pueda producir el mayor beneficio».
Desurbanización y decrecimiento
Siendo así, es preciso resaltar que los procesos de expansión descontrolada de lo urbano y de obsolescencia programada del territorio, interesan solamente a la actividad especulativa que busca, sin escrúpulos, las plusvalías de escala y aglomeración que se producen en el entorno de las ciudades. Procesos que, además, van radicalmente en contra de la búsqueda de una urbanidad que favorezca el buen vivir de las personas. Frenarlos y revertirlos para restablecer el equilibrio territorial es tan urgente como aún posible.
Y, para ello, el Decrecimiento, como proyecto local en la línea de lo desarrollado por Serge Latouche, nos ofrece una gran oportunidad que no podemos desaprovechar.
Valga, para clarificar el sentido de este proyecto, el ejemplo expuesto por Latouche: «Un empleo precario en una de las grandes cadenas de distribución destruye cinco empleos sólidos en los comercios pequeños». De hecho, según el Instituto Nacional francés de Estadística y Estudios Económicos (INSEE): la aparición de los grandes supermercados, que tuvo lugar a finales de los años 1960, eliminó en Francia el 17% de las panaderías –es decir, 17.800–, el 84% de las tiendas de comestibles –es decir, 73.800–, el 43% de las ferreterías –es decir, 4.500–. Así, ha desaparecido una parte importante de la esencia misma de la vida local, y se ha deshecho una parte importante del tejido social.
Esa reivindicación de la pequeña escala local es sostenida también por el decrecentismo ecomunicipalista de Murray Bookchin.
«No es completamente absurdo -escribe Bookchin- el hecho de pensar que una sociedad ecológica pueda estar constituida por una municipalidad de pequeñas municipalidades, cada una de las cuales estaría formada por una ‘comuna de comunas’ más pequeñas (…) en perfecta armonía con su ecosistema… La biorregión o ecorregión, definida como una entidad espacial coherente que traduce una realidad geográfica, social e histórica, puede ser más o menos rural o urbana. Una biorregión urbana podría concebirse como una municipalidad de municipalidades o una ciudad de ciudades, incluso una ciudad de pueblos».
Entre otros que podríamos citar, el caso reciente de la ciudad española de Oviedo para constituirse como una ciudad “agropolitana” puede convertirse en ejemplar, indicar el camino y abrir interesantes expectativas a los necesarios procesos de “Desurbanización”.
El rural como oportunidad
Como hemos visto, la ausencia de limitaciones a la actividad industrial y terciaria que se produce en los entornos urbanos, causa un perjuicio directo al medio ambiente y a la biodiversidad, a la actividad primaria territorial y a los sistemas alimentarios, favoreciendo los grandes desequilibrios entre sectores económicos que caracterizan la actividad capitalista contemporánea. En un contexto de encarecimiento global de los alimentos, esta actividad primaria territorial nos resulta hoy esencial. Por esta razón, deviene crucial introducir un cambio de rumbo, dirigido a la consecución de los mayores niveles de soberanía alimentaria local, a través de una estrategia ambiciosa, que contemple, entre otras medidas prioritarias, el impulso público a la implantación generalizada de la permacultura.
El papel de las administraciones públicas en las democracias contemporáneas es el de favorecer el reparto de cargas y beneficios y el equilibrio redistributivo de las rentas, para construir sociedades más justas e igualitarias. Por tanto, el crecimiento urbano descontrolado, ligado al vaciamiento del rural, debe ser incuestionablemente frenado y revertido desde las administraciones. De igual manera deben favorecerse desde lo público procesos de regeneración integral del territorio que satisfagan la necesaria justicia espacial.
Este es el motivo por el que el rural representa una inmensa oportunidad para el cambio de paradigma económico y productivo, así como para el cambio de modelo de ocupación de espacio y de redistribución de la población. Pero también para el cambio del modelo sociohídrico y de manejo colectivo del ciclo completo del agua, y de los modelos energético y de gestión de residuos.
La desconexión de las saturadas redes urbanas es hoy perfectamente viable: los sistemas fitosanitarios de depuración, el abastecimiento de los manantiales históricos, la soberanía energética a través de la producción solar, microeólica, microhidroeléctrica o de biogás, las energías aero y geotérmicas y el aprovechamiento del compost urbano, ofrecen grandísimas oportunidades. Pero también las ofrece la movilización, a través de la rehabilitación como viviendas públicas en alquiler, de los cientos de miles de viviendas abandonadas en los territorios no urbanos y del rural periurbano.
Todo esto construye un excepcional capital territorial que habrá de ser aprovechado, en lugar de favorecer su obsolescencia al servicio de intereses espurios, que es lo que ha ocurrido y ocurre hasta el momento.
El rural y el territorio no urbano ofrecen en definitiva la oportunidad de satisfacer el conjunto de derechos que constituyen hoy día el insatisfecho derecho a la ciudad, tal y como lo definió Lefebvre en 1973. Proponemos por tanto acuñar el concepto alternativo de “Derecho al territorio” como reivindicación irrenunciable.
La ilusión del crecimiento, de la urbanización y del consumo ilimitados, no es más que una especie de droga que adormece los conflictos y las conciencias. Además, crea adicción en todo el corpus social, impidiendo la visión crítica y ocultando las ruinas que va dejando tras de sí. Ruinas acompañadas de una inaceptable exclusión social, un grave deterioro ecológico, un angustioso endeudamiento económico y una profunda bancarrota moral.
Simplemente, no nos lo podemos permitir, y por tanto no debemos permitírselo.
Nota sobre los autores
Ruth Varela es Doctora Arquitecta por la ETSA de A Coruña, especialidad de urbanismo, con la tesis Exploración y construcción de conocimiento sobre patrimonio cultural mediante formalismos gráficos; Sobresaliente cum laude, Mención Internacional y Premio Extraordinario de Doctorado. Ha sido investigadora en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y en la actualidad pertenece a la Unidad de investigación Paisaje, Arquitectura y Ciudad, pARQc, de la ETSAC, Universidad de A Coruña.
Xosé Allegue es Doctor Arquitecto Urbanista y experto en gestión patrimonial. Es desde 1993 Jefe de la Oficina de Proyectos del Consorcio de Santiago, al que representa en el grupo ciudades Patrimonio de la Humanidad españolas y en los encuentros de gestores de Patrimonio Mundial. Profesor de proyectos en UCD Architecture entre 2004 y 2011. Entre 2012 y 2020 miembro de la ponencia técnica y de la Comisión asesora de la ciudad histórica de Santiago de Compostela. Sus focos de interés son la gestión patrimonial, las políticas de vivienda y el equilibrio territorial en Galicia.
Para citar este artículo:
Ruth Varela; Xosé Allegue. Desurbanización y decrecimiento: el rural como oportunidad. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol. 6 núm. 27 Hábitat y Decrecimiento. A Coruña: Crítica Urbana, marzo 2023.