Por Joaquim Bosch |
CRÍTICA URBANA N.25 |
La corrupción es uno de los principales enemigos de la ordenación racional del territorio. Una planificación adecuada siempre velará por aspectos como la sostenibilidad, la calidad de vida, la configuración de espacios habitables o la eficiencia en la gestión pública, todo ello desde la óptica del interés general.
Sin embargo, las prácticas corruptas suponen una injerencia extrema de determinados intereses económicos privados contra el bien común. El desarrollo urbanístico anárquico que deriva de la corrupción genera elevados costes sociales, como ha explicado José Luis Díez Ripollés.
Sin duda, los agentes económicos pueden aplicar diversas formas de presión sobre la ordenación virtuosa del territorio, las cuales no siempre presentan carácter delictivo. Pero las prácticas corruptas en el ámbito urbanístico, por su finalidad dirigida a la obtención del máximo beneficio para sus protagonistas, suelen provocar resultados muy nocivos para las ciudades afectadas.
Como expliqué en mi libro “La patria en la cartera”, hay que situar el origen de la corrupción urbanística en España en los tiempos del franquismo y, especialmente, en el desarrollismo de los años 60. En esta etapa están documentados numerosos casos de especulación urbanística en Madrid, Barcelona y otras grandes ciudades de nuestro país que generaron cuantiosas ganancias a políticos del régimen y a empresarios afines. Ante los desplazamientos masivos del campo a la ciudad de aquellos tiempos, la edificación de hormigueros en forma de promociones públicas de viviendas o el crecimiento caótico de núcleos urbanos fueron ámbitos muy convenientes para actuaciones poco compatibles con un urbanismo basado en el interés social.
De forma paralela, el proceso se extendió a numerosas poblaciones del litoral, espoleado por el boom turístico, con la complicidad de bastantes autoridades locales que pregonaban como signos de modernización la masificación incontrolada o el deterioro medio ambiental. Por ejemplo, los grandes pelotazos urbanísticos de Marbella no fueron inventados por Jesús Gil, que se limitó a continuar concepciones procedentes de la dictadura. Está documentado que las maniobras especulativas en la Costa del Sol comenzaron cuando los notables locales regalaron terrenos y favores a familiares de Franco y a dirigentes del régimen. Estas dinámicas tuvieron equivalentes en muchas zonas costeras del país.
Todas estas actuaciones resultaban posibles ante la arbitrariedad en la actuación de los poderes públicos y ante la ausencia de instrumentos de control, factores que eran inherentes a la propia dictadura. No obstante, el tránsito al sistema democrático no fue capaz de cortar con estas prácticas, aunque se produjeron mejoras legales. Fueron muy frecuentes algunas deficiencias institucionales similares durante los años 80 y 90, ante el mantenimiento de una elevada discrecionalidad y ante la falta de contrapesos en las decisiones urbanísticas. Además, el nuevo marco de pluralismo político trajo consigo la problemática de la financiación ilegal de los partidos. Y está acreditado con las más diversas resoluciones judiciales que la corrupción urbanística aportó cantidades económicas ingentes a las arcas de las principales fuerzas políticas.
Con el cambio de siglo, el fenómeno continuó expandiéndose, en el marco de la llamada burbuja inmobiliaria. Se llegó a extremos alarmantes, a partir de cambios legislativos que provocaron una desmesurada liberalización del suelo, de la proliferación irresponsable de créditos bancarios y del afloramiento de miles de millones de pesetas en dinero negro a causa de la entrada en vigor del euro. Además de los beneficios directos para los agraciados con el reparto de la corrupción urbanística, otro incentivo muy notable para los ayuntamientos fue la entrada masiva de dinero en los presupuestos municipales, procedente de licencias de obras y otros tributos locales. El resultado fue un auténtico desbarajuste urbanístico en demasiadas partes del país.
En la actualidad puede parecer que los efectos de la corrupción urbanística resultan menos visibles, a causa del desplome del sector de la construcción a partir de la crisis financiera de 2008. Sin embargo, siguen estando presentes las mismas anomalías en las estructuras institucionales que han permitido la amplia presencia en nuestro país de las corruptelas vinculadas a la actuación fraudulenta sobre el territorio. Resulta previsible que vuelvan a resurgir estas patologías en el momento en el que se produzca una reactivación económica.
Las prácticas más habituales en la corrupción urbanística están vinculadas a la recalificación como urbanizable de suelo que no tenía esta condición, tras adquirirse antes a bajo precio por un agente económico en connivencia con el cargo político, a cambio de la compensación delictiva. Otras operaciones habituales son las modificaciones de uso del terreno o las alteraciones del nivel de edificación en espacios urbanizables. En el ámbito penal, las figuras delictivas más frecuentes en estas prácticas corruptas son la prevaricación (consistente en dictar a sabiendas una resolución administrativa contraria a derecho, para posibilitar determinadas actuaciones urbanísticas) y el cohecho (que es la denominación jurídica de lo que se conoce coloquialmente como soborno).
Ante estas conductas, las peticiones de respuesta institucional más recurrentes son el incremento de la sanción penal y el endurecimiento de las penas. Sin embargo, la acción penal siempre es tardía. Llega cuando el daño ya se ha ocasionado. Y, además, este perjuicio en el ámbito urbanístico es de reparación casi imposible cuando ya se han consolidado situaciones de hecho, con efectos muy lesivos sobre la ordenación del territorio. Cabe añadir que, como ocurre con la mayoría de delitos, a los juzgados solo accede la punta del iceberg de la corrupción real. No debemos olvidar que se trata de una forma de delincuencia que presenta enorme opacidad y serias dificultades para ser detectada. Las redes corruptas suelen contar con sofisticados instrumentos de ingeniería financiera para no dejar rastros de la conducta criminal y de los beneficios ilícitos obtenidos.
Centrar todos los esfuerzos institucionales en la esfera penal implica una venta de ilusiones que acaba causando frustración social, ante la imposibilidad de conseguir resultados satisfactorios, en acertadas palabras de Nicolás Rodríguez García. La actuación penal no puede operar en solitario, ni tampoco debe ser la más relevante, aunque cumpla funciones importantes. Además, como advierte Esther Erice, uno de los riesgos de enfatizar la respuesta punitiva es que no se adopten otros mecanismos ajenos al ordenamiento penal que serían más adecuados.
El objetivo principal no puede ser centrarse en castigar la corrupción urbanística, sino en diseñar estructuras institucionales sólidas para que esta no llegue a materializarse, en la línea de los países más avanzados. En los términos expresados por Jacobo Dopico, lo que debe cambiarse urgentemente no es tanto el derecho penal como la regulación extrapenal. Las medidas de calidad institucional habrían de profundizar más bien en la prevención.
Por ello, como subraya Rafael Jiménez Asensio, resultará fundamental reforzar los controles internos de carácter independiente, que han sido sometidos en las últimas décadas a un progresivo debilitamiento, con la incorporación de cargos de confianza y técnicos de partido. También resultan esenciales los controles externos que permitan generar marcos de supervisión, control y equilibrios institucionales. El principio de autonomía local sobre la gestión del territorio debería combinarse con una mayor vigilancia institucional de los organismos autonómicos y de otras entidades. Resulta notoria la enorme permeabilidad de los ayuntamientos ante las presiones económicas que pueden desembocar en casos de corrupción urbanística. Determinadas decisiones deberían ser analizadas desde espacios que garanticen una mayor imparcialidad y una perspectiva más amplia sobre la racionalidad de las decisiones urbanísticas.
En el ámbito preventivo resulta también imprescindible un incremento de la transparencia en las resoluciones sobre la ordenación del territorio, con reglas informativas de cumplimiento obligatorio. Resulta conocido que la oscuridad ampara determinados delitos, mientras que la luz del sol dificulta su perpetración. Al mismo tiempo, la vertebración de infraestructuras éticas en los organismos públicos estimula las prácticas positivas y las rutinas que apuntalan hábitos institucionales ejemplares.
En una esfera distinta, sería aconsejable la introducción de modificaciones en la legislación sobre la financiación de los partidos, aunque resulta imposible resumir aquí la cuestión. Está demostrado que bastantes casos de corrupción urbanística han tenido como finalidad aportar dinero a las cajas de las formaciones políticas, a través de acuerdos con tramas empresariales corruptas, a cambio de allanar determinadas operaciones urbanísticas. El control partidista de las instituciones que permiten las componendas indecentes favorece estas maniobras. En consecuencia, en la medida en que existan más controles sobre las tesorerías reales de las fuerzas políticas, podrán desaparecer estos incentivos para propiciar actuaciones corruptas en el ámbito urbanístico.
La corrupción no es un problema de delincuencia ordinaria, sino esencialmente de configuración de nuestros organismos públicos. Como indica Manuel Villoria, las causas fundamentales de las prácticas corruptas están relacionadas con defectos institucionales muy graves y con áreas de riesgo poco protegidas. Por ello, los parches puntuales no podrán resolver el problema. Necesitamos profundas reformas estructurales que nos hagan mejorar en calidad institucional.
Nota sobre el autor
Joaquim Bosch Grau. Magistrado. Ingresó en la carrera judicial por oposición en 2002. Ha participado como ponente en numerosos congresos, cursos y actividades formativas de ámbito estatal e internacional. Colabora habitualmente como experto en temas jurídicos en diversos medios. Entre 2012 y 2016 ha sido portavoz nacional de Jueces para la Democracia. Actualmente es portavoz territorial de esta asociación en la Comunidad Valenciana. Su último libro es La patria en la cartera. Pasado y presente de la corrupción en España, Barcelona, Editorial Ariel, 2022.
Para citar este artículo:
Joaquim Bosch. El contexto de la corrupción en el urbanismo. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.5 núm. 25 Anatomía de la corrupción urbanística. A Coruña: Crítica Urbana, septiembre 2022.