Por Antonio Buj |
CRÍTICA URBANA N.26 |
Los expertos ya han anunciado una pronta urbanización mundial. En estos momentos, más del cincuenta por ciento de la población del planeta ya se considera que vive en ciudades. Pero, lo cierto es que una gran parte de los urbanitas modernos residen en las periferias urbanas, tanto si viven en casas unifamiliares ostentosas como en campamentos informales.
Se calcula que hay unos mil millones de personas viviendo en barrios de barracas, suburbios marginales, favelas, villas miseria, slums o townships o cualquier otro nombre que denomina las áreas urbanas construidas, sin planificación, por sus propios habitantes. Según un informe de Naciones Unidas estos asentamientos informales, faltos de servicios e infraestructuras básicas, se están convirtiendo en el tipo de población dominante de la humanidad.
En paralelo, en algunos territorios se habla de regiones vaciadas de población. Hoy, los campesinos y los pastores tradicionales están siendo expulsados de sus tierras en todo el planeta. El futuro nos depara un fuerte descontrol del territorio, como nos anuncian los cambios de los modelos de producción agropecuarios, intensivos en el uso de los suelos y los recursos hídricos -a largo plazo insostenibles-, los modelos deficientes de gestión de las masas forestales -vitales para la vida de urbanitas y no urbanitas-, los incendios cada vez más voraces en amplias zonas del planeta, y, en general, las consecuencias catastróficas que se derivan del cambio climático derivado, a su vez, de la acción del hombre.
Una gran parte de los urbanitas modernos no hace vida urbana, pues no tienen fácil acceso al trabajo, a los mercados, a los espacios públicos, a la cultura o al ocio. Esto añade complejidad al fenómeno urbano. Y, aunque no existe una sola definición de ciudad, queremos dar valor al concepto de urbe como espacio del colectivismo cívico, a la civitas, pues ninguno de nosotros se basta a sí mismo. De hecho, bastantes ciudades son el resultado de una continua construcción y reconstrucción, que se puede remontar a varios milenios. En España, la continuidad entre las ciudades prerromanas, romanas y actuales es en muchos casos asombrosa, ha escrito Horacio Capel. Más presentes están las formas urbanas medievales o las de la edad moderna o, por ser más cercanas en el tiempo, las de la revolución industrial.
Al mismo tiempo la salud global en una sociedad democrática solo puede ser colectiva. Lo ha demostrado la pandemia de la COVID-19. La aplicación de políticas consensuadas entre los estados ha evitado muchas muertes, y se han podido hacer vacunas en muy poco tiempo contra esta enfermedad desconocida. La anterior pandemia, la mal llamada gripe española de 1918, causó más de cincuenta millones de muertes. Las causadas por la COVID-19 se acercan hoy a los seis millones. La población mundial es cuatro veces la de hace un siglo. Aunque la globalización capitalista ha sacado a pasear sus vergüenzas con la pandemia, especialmente en el trato a las regiones y a los grupos sociales menos favorecidos, se ha comprobado que se puede avanzar colectivamente. Se puede afirmar que la ciencia, convertida en un bien colectivo, sin sometimientos estatistas o nacionalistas, podría evitar millones de muertes al año, especialmente las provocadas por la falta de higiene en el agua, la tuberculosis, el paludismo, el sida, el cólera, la fiebre amarilla, y muchas otras enfermedades epidémicas.
Un dato llama la atención actualmente: unos 3 000 millones de personas no disfrutan en todo el mundo de servicios sanitarios básicos como inodoros o alcantarillas, y más de mil millones no tienen acceso al agua potable segura. Este es el caldo de cultivo de las enfermedades de la pobreza, relacionadas con las patologías infecciosas y parasitarias, dominantes en los países en vías de desarrollo. En el pasado también lo fueron en los ahora llamados países ricos. Los cambios derivados de la explotación abusiva de los recursos naturales, la contaminación masiva del planeta -hace poco se anunciaba que toda el agua de lluvia en cualquier parte del planeta llevaba ya algún grado de contaminación-, o los episodios de sequías, inundaciones o huracanes calamitosos, que se relacionan con el cambio climático, nos transportan a un futuro incierto. No solo para los más pobres. En el momento de escribir este texto, el huracán Ian deja en la rica Florida un rastro de devastación y muerte. Decenas de fallecidos, daños materiales incalculables, con zonas enteras en Fort Myers y en Naples, según se ha podido ver en imágenes, convertidas en paisajes apocalípticos. Casas borradas del mapa por los efectos de vientos de 250 km/h y una marejada que elevó seis metros el nivel de las aguas. Todo en un paisaje de casas unifamiliares de la típica ciudad difusa norteamericana, insostenible según parámetros ecológicos.
Para mirar la ciudad del futuro tenemos que aprender del pasado, adaptándola tanto a las nuevas realidades urbanas como al concepto contemporáneo de salud, entendido hoy como un estado de bienestar físico, mental, social, ambiental y sexual de las personas. No fue siempre así. Hasta bien entrado el siglo XIX, las ideas sobre los orígenes de las patologías en Occidente eran confusas. Las enfermedades infecciosas se atribuían a los miasmas, las no contagiosas eran un misterio y mucha gente negaba que hubiera una relación entre las condiciones de vida y la salud. Todo ello provocaba graves problemas sanitarios tanto en el espacio público como en el privado. A finales del siglo, tales concepciones habían cambiado de manera significativa. El fenómeno médico que impulsó esa transformación fue la ciencia de la bacteriología, vinculada al concepto de laboratorio moderno. Desde casi un siglo antes, los higienistas habían llamado la atención sobre la necesidad de mantener determinadas condiciones de salubridad en las ciudades, con la instalación de agua corriente, alcantarillado, ventilación de las casas, iluminación en las calles, y su importancia para el control de las epidemias de peste, paludismo, fiebre amarilla, tifus, cólera y otras patologías. Ningún grupo social estaba a salvo del contagio derivado de la insalubridad, de la falta de higiene o de la ignorancia científica.
El momento crítico del proceso de transformación de la ciudad contemporánea, ignorantes como somos de otras tradiciones culturales, creemos encontrarlo en Europa en la segunda mitad del siglo XIX, con urbes que empezaban a superar los cientos de miles e incluso los millones de habitantes, consecuencia de la revolución industrial. Hacinados los más pobres en áreas urbanas sin planificación, las nuevas ciudades se enfrentaron a desafíos enormes, relacionados con la organización de los servicios básicos, transporte, saneamiento y alumbrado, y unos espacios privados infames para la mayoría de la población. Las viviendas de las clases populares no tenían agua corriente ni saneamiento, casi ningún mueble y pocas posesiones, situación que continuó hasta bien entrado el siglo XX. La luz solar marcaba el ritmo de los días. Los conceptos de “casa” o “familia” estaban lejos de los parámetros actuales. Muchos de estos desafíos siguen vigentes hoy para buena parte de la humanidad.
En ese contexto, tiene interés entender el proceso de urbanización de una ciudad como Barcelona, una de las urbes más planificadas del mundo moderno, con una cultura urbanística milenaria. La Barcelona de los inicios del siglo XX todavía padecía la tuberculosis, el paludismo o la fiebre tifoidea; por el contrario, el cólera había dejado de ser un problema grave. La última epidemia importante de esta patología se manifestó en 1885 y, sin duda, como respuesta a ésta y a otras anteriores se fueron imponiendo toda una serie de transformaciones urbanas significativas, entre ellas la introducción de un sistema de alcantarillado o la aplicación de soluciones de ingeniería sanitaria, en una ciudad que pocos años después ya sobrepasaba el medio millón de habitantes.
En la década de 1880 se había iniciado en España una corriente cultural, técnica y jurídica de atención hacia la sanidad de las poblaciones. Los grandes proyectos de saneamiento se realizan a partir de esa fecha. Son momentos de propuestas de reformismo social por parte de las burguesías más ilustradas. En ese contexto, Barcelona no se puede entender sin los trabajos de ingenieros como Ildefons Cerdà o Pere García Faria. El primero ideó el ensanche de la ciudad -Cerdà es el primero en poner la palabra urbanismo en un texto impreso, en 1859-; García Faria proyectó su alcantarillado en 1891. Cuando Cerdà diseñó el ensanche predominaba la idea de que las viviendas debían tener un pozo de agua potable que las abasteciese y un pozo ciego donde se recogiesen los detritos de las personas que residían en ellas. El pozo ciego empezó a sustituirse poco a poco por la conexión casa-calle-albañal-alcantarilla. Esta transformación no fue inmediata. A principios del siglo XX las conducciones de agua potable todavía eran escasas en la ciudad, y solo disponían de cuartos de baño las clases más acomodadas. Años antes, en 1882, se había creado la Sociedad General de Aguas, que alimentaba de agua potable casas, fuentes y lavaderos, y depuraba las aguas residuales de Barcelona. La novedad fundamental de los ingenieros consistió en proveer aquellos servicios a través de redes subterráneas en la ciudad invisible. Esta innovación exigió abundante agua para diluir las aguas negras y asegurar el funcionamiento de los colectores.
Fue en ciudades como Barcelona donde aparecieron las novedades favorecedoras del saneamiento, desde donde se difundieron a la población rural, mayoritaria en España en los inicios del siglo XX. Al tiempo que se construyeron alcantarillas en la ciudad, se crearon instituciones de carácter higienista y se publicaron revistas con el mismo fin. En 1886 se había fundado el Laboratorio Municipal de Barcelona y en 1891 el Instituto Municipal de Higiene. En esta última fecha, las Ordenanzas municipales de Barcelona, creadas en 1857, contemplaban ya derechos relacionados con la sanidad de su población. La publicación a partir de 1888 de la Gaceta Sanitaria de Barcelona es otro hito importante en el afán positivista por mejorar la salud de la población de la ciudad. En ese contexto reformista, alejar el peligro de la subversión, en la urbe conocida como la rosa de fuego, estaba implícito en el mejoramiento de las condiciones de vida de las clases populares. Fueron décadas de fuerte conflictividad social y de reivindicaciones populares. Esas luchas, sin duda, sirvieron para mejorar no solo sus condiciones de vida, sino el bienestar general de la sociedad.
La Barcelona del siglo XXI, una ciudad “pequeña y ordenada” en palabras de un geógrafo amigo mexicano, arrastra, aparentemente, otros problemas, relacionados en buena medida con la gestión del éxito de los Juegos Olímpicos de 1992. El examen crítico del llamado modelo Barcelona, con sus luces y sombras, puede ser interesante para encarar el futuro de muchas ciudades, no solo españolas. Apuntamos algunos problemas, que tensionan la vida de sus habitantes, e implícitamente su salud: altos índices de pobreza, numerosas personas sin techo, aumento desbocado de los precios de la vivienda, que expulsa de la urbe de manera especial a los jóvenes, la masificación turística, la contaminación que provoca el intenso tráfico de automóviles, o la falta de espacios comunitarios. Las recetas de los distintos gobiernos democráticos que ha tenido la ciudad en las últimas décadas se parecen a las del pasado, aplicadas al nuevo contexto: comedores sociales, construcción (escasa) de vivienda social, complacencia con el turismo masivo -genera ingresos a las arcas municipales-, ampliación de las zonas verdes, o construcción de centros y bibliotecas municipales. La crítica al modelo Barcelona no debe condicionar la crítica a otros modelos de ciudad actuales, solo superables desde la radicalidad social. Mientras, el objetivo ético debe ser luchar contra la inequidad, no solo en las ciudades: que el precio de la polución, en todas sus formas, la degradación de los espacios, la desinversión en los servicios públicos o la falta de seguridad no la paguen los más pobres. Está en juego la salud de todos.
Nota sobre el autor
Antonio Buj Buj (Barcelona, 1957) es doctor en Geografía Humana por la Universidad de Barcelona. Ha publicado numerosos artículos sobre temas relacionados con el higienismo, el Estado y los riesgos naturales, los riesgos epidémicos y las plagas de langosta. Su último libro se titula Plagas de langosta. De la plaga bíblica a la ciencia de la acridología (Barcelona, 2016). Desde su creación, ha sido colaborador habitual de la Red Geocrítica Internacional (http://www.ub.es/geocrit/red.htm).
Para citar este artículo:
Antonio Buj. La ciudad y la salud. Mirar al pasado, pensar el futuro. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.5 núm. 26 Hábitat y salud. A Coruña: Crítica Urbana, diciembre 2022.