Por Aritz Tutor Antón
CRÍTICA URBANA N.5
La legalidad vigente es el sintagma que se repite cada vez que una iniciativa no contemplada por el marco jurídico asoma por el horizonte. Se suelen esgrimir respeto a la convivencia y a los acuerdos políticos consensuados como pensamiento mágico para conjurar cualquier experimentación social. Este pensamiento es ciertamente mágico por dos razones: por un lado, sacraliza una determinada configuración política adoptada en un momento histórico concreto, y, por otro, actúa como un misticismo que niega cualquier cambio y olvida que la estructura dominante es igualmente contingente y fruto de una evolución sociopolítica y una relación de fuerzas (que por definición es cambiante).
Entonces, ¿por qué negarse a aplicar nuevas políticas y probar nuevas formas de relacionarnos entre nosotros y con el entorno natural, cultural y socioeconómico?
En un momento en que las legitimidades hegemónicas parecen tambalearse, interrogarse sobre los límites de lo legal y las posibilidades de lo legítimo parece un ejercicio útil. Para Habermas, a medida que el carácter sacro del Estado se diluye, la unidad del colectivo solo puede ya establecerse y mantenerse como unidad de una comunidad de comunicación, es decir, mediante un consenso alcanzado comunicativamente en el seno de la opinión pública política. Así, el Estado elabora determinadas representaciones válidas para la colectividad, entre ellas la legalidad, a la postre el fundamento secular de la legitimidad estatal. Esta solidaridad ‘orgánica’ (porque se basa en un contrato que nace de la voluntad política, en torno al consenso, y que no es coercitiva formalmente) conlleva entre otros aspectos la universalización de las normas morales y jurídicas. La interiorización de la moral va acompañada del establecimiento de un derecho basado en la autoridad del Estado y respaldado por las sanciones del aparato estatal. El conocido monopolio de la violencia (no solo física, también la simbólica, subjetiva o estructural) deriva de esta necesidad. Como afirma Walter Benjamin, la violencia es fundadora o conservadora de derecho.
En este punto conviene ver de qué modo se conjugan lo positivo (lo legal, el derecho existente) y lo público, y más adelante, lo posible y lo legítimo.
En efecto, esta racionalidad sobre la cual se asienta la filosofía jurídica de los regímenes constitucionales modernos parte de una concepción pública de la política, es decir, de la imposición de una esfera de enunciación exclusiva que emana de las instituciones estatales y que es el filtro y referencia obligada para la politización (para dar valor político, aquello positivo: lo que existe y es susceptible de materializarse).
Con la aparición del individuo moderno, fundado en la razón y desprendido de los ligámenes feudales, hace aparición también una nueva esfera de actuación política, vinculada al nacimiento del Estado como interlocutor y organizador colectivo. Este nuevo sujeto político, el ciudadano (el varón censado y validado por el Estado, de pleno derecho), es integrado al cuerpo social como unidad básica de su legitimidad y principal valedor y receptor de su catecismo. Este primer impulso tiene tintes colonizadores, ya que tiene que sustituir el orden social anterior e instaurar el nuevo. Por eso, cuando se habla de lo público, con una vehemencia mayor en sus etapas tempranas, también es pertinente hablar de colonialidad, y sirve, asimismo, para ilustrar la noción de lo público, como creación de la modernidad. Para Rita Segato lo público es una incautación, un secuestro de toda política y deliberación, que desde entonces debe ser traducido -adaptarse a sus códigos es dejarse captar y cooptar por su marco- a los mecanismos de la naciente y expansiva esfera pública. Parte del mismo proceso sería la privatización del espacio doméstico, su otrificación, marginalización y expropiación de todo lo que en ella era quehacer político. Esta ágora moderna tiene un sujeto nativo, único capaz de transitarlo con naturalidad (reconocido y reconocible), el ciudadano, que ha formulado la regla de ciudadanía. El sujeto ciudadano -la creación epistémica-política de la modernidad- es la base del ágora, que se originó mediante un proceso ideológico y violento -la revolución burguesa e industrial-, junto con la contraparte intelectual, el liberalismo ilustrado. Lo público es lo único que tiene potencia política (y adquieren politicidad los que pueden expresarse en o a través de estos términos universales) en el ambiente moderno. Al dotar de la prerrogativa de enunciar únicamente al ciudadano y a la esfera pública, inhabilitamos y negamos los ricos y múltiples imaginarios de lo político y sus diversas formas de articulación y comunicación (formal-informal, instituido-instituyente, etc.).
Las democracias constitucionales se han construido sobre la premisa de que se componen de una comunidad de miembros iguales. En este imaginario, la esfera pública (y el espacio público en las ciudades) sería el lugar del encuentro y la enunciación política, ligada a la participación en la construcción democrática de la sociedad y el Estado. Sin embargo, como muchos autores han advertido, esta narrativa oblitera intencionadamente los derechos reales y la dificultad a la hora de ejercerlos. Las formas y canales de participación se refieren a un universo político que está referenciado hacia el Estado y no facilita la asunción de compromisos reales que nivelen las desigualdades.
Ante ese cierre discursivo y representacional nacen disidencias que desbordan lo impuesto. Las disidencias se contraponen, en gran medida, al concepto de público como término movilizador de consensos.
p
p
¿Dónde queda el derecho a la diferencia?
Según Rancière la justicia como principio de comunidad solo existirá en el momento en que las personas se interesen en la manera en que son repartidas las formas de ejercicio y control del ejercicio del poder común. Ejercer la soberanía quiere decir involucrarse, comprometerse, o lo que es lo mismo, empoderarse. Rancière distinguió entre policía y política. Para él la política no es “el conjunto de los procesos mediante los cuales se efectúan la agregación y el consentimiento de las colectividades, la organización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta distribución”, esto sería policía. La policía sería, entonces, el consenso impuesto y naturalizado, vuelto inevitable en palabras de Montalbán. La policía también es la ley, es un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir. Por contra, la política sería, justamente, “la que rompe la configuración sensible donde se definen las partes y sus partes o su ausencia por un supuesto que por definición no tiene lugar en ella: la de una parte de los que no tienen parte”. A este nivel, la política es incluir en la esfera de lo enunciable a otros actores y otras agendas, a otras visiones y lugares para el encuentro. Espacios y esferas en las que la legalidad deje de ser el marco de referencia y el tamiz que establece y valoriza lo político. En este sentido, la política es litigio, es conflicto y el consenso de la llamada legalidad vigente lo desactiva, lo desafilia, lo neutraliza, pues es una armonización de opiniones y una no-legitimación (de otras realidades y representaciones. Al someter lo político a lo estatal se desposee a lo político de su iniciativa. El consenso es, en palabras de Rancière, la presuposición de inclusión de todas las partes y sus problemas, que prohíbe la subjetivación política de una parte de los sin parte, de una cuenta de los incontados. Así, “la supresión de la distorsión reivindicada por la sociedad consensual es idéntica a su absolutización”.
Por eso se puede afirmar que la legitimidad también proviene de la disidencia, de ser disidencia, y que para construir una ciudad democrática hace falta abrir los imaginarios.
Si hoy en día la legalidad de lo público casi se reduce obscenamente al marco regulador del mercado y de la competencia, es imperativo dar entrada a otros imaginarios sociales, políticos y culturales. Estos imaginarios insurgentes ponen en jaque el imaginario institucional consolidado, dejando de lado lo inevitable de lo público y preguntándose (y ejercitando) si las cosas podían haberse hecho de otro modo.
p
Centros Sociales como laboratorios
Los Centros Sociales Okupados (CSO) abrieron la senda de creación de lugares de reunión y socialización que permitían experimentar nuevos entornos y nuevos modelos de vida a través de la práctica y de manera autogestionada. La evolución general llevó a que estos CSOs mutaran en Centros Sociales como espacios organizativos que además de desestigmatizar el colectivo okupa y a la misma okupación, posibilitaron crear Centros Sociales fuera del ámbito tradicional de la okupación (siguiendo la estela de los ateneos y otros espacios de socialización obrera). Estos espacios permitían articular y enunciar políticamente el malestar.
El espacio público es un contenedor, un campo significante que se debe llenar y referenciar respecto a significados políticos concretos. Los Centros Sociales, entonces, pueden verse como espacios fundacionales de un público que se espacializa, de un espacio público soberano, que construye más directamente unido a lo político, a un significante puramente político y con vistas a construir significado político y transformar las mentalidades e imaginarios desde la contracultura. Deconstruyendo el espacio público y reconstruyendo lo público en el espacio, la praxis de los Centros Sociales contribuye a la superación de la dicotomía público-privada, ensayando lo común. Al tomar los Centros Sociales como objetos válidos (y esta vez también sujetos) se opera una legitimación que disputa el andamiaje filosófico-legal sobre el cual se asienta la ciudad actual. Tomar (y dotar) los Centros Sociales como actores capaces y reconocidos para enunciar y anunciar lo urbano es un giro disruptivo, en cuanto introduce una figura no-legal como potencia productora de ese algo urbano. Cuestionar la legalidad y la filosofía política vigentes como únicos ámbitos en los que se (re)produce el accionar urbano, abre el marco de la discusión a actividades consideradas ilegales pero que tienen una función, un encaje y una legitimidad en el metabolismo de la ciudad. Es más, tratarlos como interlocutores válidos desarmaría la concepción hegemónica de la legitimidad y potencia política, descentralizándola y expandiéndola, ampliando de ese modo el derecho a pensar y vivir la ciudad; ampliando, en el frame lefebvriano, el derecho a la ciudad.
Por todo ello, en el debate sobre la crisis contemporánea de los espacios de deliberación política lo que está en juego no es sencillamente “el uso real o potencial de determinadas configuraciones físicas existentes, sino cómo se generan y qué formas adquieren los espacios a través de prácticas y modos de habitar y de perspectivas compartidas”.
Tal como muestra la filosofía política de autores como Rancière, Benjamin o Habermas, la alternativa contracultural tensiona los límites de lo permitido y muestra las potencialidades de lo posible. En este sentido, mediante la realización realista -en cuanto existe- de un proyecto rompedor y de horizontes emancipadores disputa el campo de acción de lo político e invita a imaginar y a materializar iniciativas que no estén constreñidas por el actual marco económico-jurídico. Con todo ello se logra explorar la génesis de lo legal y lo legítimo y al comprender sus orígenes se logra, asimismo, tener un criterio más claro sobre cómo construir la ciudad del presente y del futuro, sin dejarse cercar por una interpretación ‘legalista’ o ‘estatalista’ del accionar político.
________________________
Referencias
SEGATO, Rita Laura La crítica de la colonialidad en ocho ensayos. Y una antropología por demanda. Buenos Aires: Prometeo Editorial, 2013.
RANCIÈRE, Jacques El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1996.
BENJAMIN, Walter Para una crítica de la violencia. México: Premiá, 1977.
HABERMAS, Jürgen Teoría de la acción comunicativa. II. Crítica de la razón funcionalista. Madrid: Taurus, 1987.
Para citar este artículo: Aritz Tutor Antón. Nuevas legitimidades en la arena urbana. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.2 núm.5 Lo legal y lo legítimo. A Coruña: Crítica Urbana, marzo 2019. |