Por Aida Reyes y Diego Sandoval |
CRÍTICA URBANA N.11
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Eugenia recuerda los tiempos en los que acompañaba a su madre al centro de Ciudad Juárez. Le encantaba el ir y venir de las personas y se embelesaba en la plaza; veía los árboles mientras sus piernas se balanceaban al tiempo que sus manitas sujetaban aquella banca de hierro. Teniendo al quiosco por cómplice, el sol se escurría entre las hojas, llenaba toda la plaza: era muy difícil esconderse del sol.
Su madre se concentraba en los afanes de las compras y las diligencias, después de todo, en el centro se escribían los guiones de la trama de la ciudad. En la plaza, rodeada de árboles Eugenia soñaba, esto y aquello y muchas cosas más; en medio de la muchedumbre y el ruido era capaz de encontrar quietud y de charlar consigo misma, la plaza la trasladaba muy lejos al mismo tiempo que la sujetaba firmemente, pero con delicadeza; allí podía correr y gritar, o callarse allí estaba muy sola, pero nunca desabrigada. La plaza era de todos y todos eran la plaza. La plaza, la que en verano lucía su vestido verde, con los olmos relucientes, esa misma que en invierno parecía sombría, que se cubría con el plateado del frío y que solo conservaba la viveza de los añiles. Esa plaza imprimió en Eugenia una imagen imborrable: la impronta que deja el espacio público, que se gesta en la contemplación y la descripción del todo y los detalles, que establece una conexión con la psiquis de las personas y que trae consigo una interpretación individual. El espacio común, neutral y conflictivo a la vez, el que hace ciudad y hace vida, ese que forja carácter y permanece, el que se lleva en el corazón.
Enclavada en los márgenes del Rio Bravo, Paso del Norte –antiguo nombre de la ciudad en los tiempos de la colonia- se vio de pronto dividida por la pérdida de más de la mitad del territorio que sufrió México durante la guerra con Estados Unidos en el siglo XIX. De ser una sola comunidad, repentinamente sus habitantes se encontraron divididos, no solo por el ya de por sí accidentado cauce del Rio Bravo, que separaba el norte y el sur de la comunidad, sino que ante el nuevo escenario geopolítico la identidad de la comunidad pareció desvanecerse y hubo de reconvertirse. La llegada de la modernidad benefició a Ciudad Juárez –nombrada así en 1888 en honor el prócer Benito Juárez- porque su vínculo indisoluble con su gemela norteamericana –que conservó el nombre Paso del Norte- le hizo partícipe del telégrafo y la electricidad y, a la postre, de la telefonía. Sin embargo, esta misma modernidad le cobró una costosa factura. Muy pronto, Ciudad Juárez pasó a ser un patio trasero donde los norteamericanos se tiraban a los excesos, sobre todo de sexo, alcohol y juego, lo que se potenció aún más durante la prohibición en la década de los 1920 y hasta los 1930. Las secuelas de una ciudad estigmatizada por el vicio y la prostitución permanecerían durante décadas.
Pero Eugenia no vivió esta época, sus recuerdos de la plaza se remontan a la posguerra, alrededor de 1948, cuando la ciudad relucía como un destino de visitantes y la Avenida Juárez, que conectaba a ambos países, llena de cabarets y salones nocturnos, llegó a ser considerada la calle más iluminada del mundo. El estigma del pecado de la lujuria y el vicio, continuaba, pero la distinción entre los habitantes era clara, el imaginario se encargaba de distinguir “quiénes eran las putas y los ladrones, y quiénes no.” No obstante este ambiente ‘pecaminoso’, la ciudad era caminable, la luz del sol separaba la vida cotidiana, la trama urbana era diurna y no había más exclusión para niñas, jóvenes o ancianas que las propias de una sociedad conservadora y mojigata típica de esos tiempos. Eugenia vivía la plaza y junto con su madre caminaba libremente y sin miedo las calles, esas mismas que albergaban los antros y tugurios que revivían al llegar la noche.
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La gran transformación
La plaza acompañó a Eugenia durante veinte años más hasta la llegada de la industria maquiladora. Ya casada y con dos hijos, presenció una transformación inusitada y avasalladora: en tan solo una década, la ciudad dejó atrás su tranquilo cariz turístico para tornarse en una ciudad caótica, extendida, gran consumidora de energía y materiales, donde las personas, especialmente las mujeres, pasaban más de una tercera parte del día trabajando en las líneas de montaje otro tercio realizando doble jornada en casa y el escaso tiempo restante, dormidas. En cosa de nada, la ciudad creció aceleradamente a la par del boom económico, con una sociedad sin cohesión, en la que la vulnerabilidad de la mujer creció, no solo por la exclusión propia del desorden urbano que cada vez alejaba más a las personas sino por la llegada de carteles de narcotraficantes que se adueñaron de la ciudad –a la que en su argot, paradójicamente, se le hace referencia como “la plaza”- y la convirtieron, literalmente, en un campo de batalla.
Pero para las mujeres la cosa no se detuvo allí, un escenario altamente masculinizante y un contexto legislativo omiso, en confluencia con redes criminales, dieron lugar a una ola de feminicidios que terminaron por segregar a las mujeres a ámbitos limitados y las privaron de la calle, el espacio urbano más elemental. Para 2008, a los 66 años de edad, Eugenia se encontró a sí misma viviendo en la ciudad más violenta del mundo, por encima de Caracas, Nueva Orleans, San Pedro Sula o Bagdad. Huelga decir que para ella y su hija, el derecho a la ciudad era inexistente. El flagelo de la violencia se agudizó aún más en 2010 cuando llegaron las fuerzas federales y la ciudad se militarizó, sin que cesaran las ejecuciones y la guerra entre carteles. Las inseguridades sistémicas y coyunturales, así como las miradas lascivas de los policías y militares, personajes extraños en la frontera norte, hombres separados de sus familias en tierras de clima extremo, prácticamente confinaron a las mujeres a las paredes de su casa. Ni pensar en salir a las calles y mucho menos asistir a los parques y demás espacios públicos. El contraste entre la experiencia masculina y femenina en la ciudad se tornó abismal, la inercia llevó a varios espacios públicos a masculinizarse: más grupos de hombres reunidos en los vacíos espaciales otrora concurridos por mujeres, más canchas de futbol y frontón, menos bancas y quioscos. La manutención de las fuerzas federales se hizo a costa de la degradación del espacio público, un ente invisible que no reclamaba recursos con urgencia.
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La ciudad no es para ellas
Hoy Eugenia tiene 79 años, sin lujos vive sola pero bien, la pensión de su difunto esposo es suficiente para pasarla sin carencias. Su hijo Guillermo la visita a menudo y vigila que tome su medicación para la presión y la artritis, cosas de la edad. Su hija, Elsa como miles de personas en Ciudad Juárez, ahora vive en Estados Unidos donde está casada con un militar, se mantiene en contacto por las redes sociales y la visita dos veces al año. Su vejez es buena, aunque su andar es lento y su vista está cansada, su vida es fecunda, pero extraña la plaza.
Muy cerca de su casa, a 15 minutos caminando, hay un parque majestuoso. Aunque no es el mismo espacio de antaño ni en él se siente tan libre como en su niñez, cada vez que lo visita se llena de vida y de recuerdos, regresa fortalecida y optimista. En su ser nace y renace el amor por la vida y el afecto por los demás. Tan solo 600 metros la separan del parque y a ella le gusta caminar, se siente con fuerza y vigor para hacerlo y desearía hacerlo sola, pero le es imposible, no hay forma de llegar caminando, las calles están secuestradas por los coches y no hay forma de salvar los múltiples obstáculos en el camino: zanjas, baches, vehículos y un sinfín de barreras infranqueables, sin contar que hay grupos de hombres en muchas esquinas a lo largo del recorrido. Eugenia está excluida de caminar al parque y la imagen de la plaza a donde llegaba con su madre y corría libremente solo vive en su memoria, sin que la pueda recrear; para ella, el parque es espacio inaccesible.
Historias como la de Eugenia son frecuentes y se repiten en todo Latinoamérica, conforme la esperanza de vida ha aumentado se han hecho manifiestas las dificultades que tienen los ancianos para transitar en las ciudades, particularmente para acceder al espacio público, mismo que se constituye en una premisa importante para el bienestar, particularmente por el efecto positivo en la salud física y mental que tienen los parques y los espacios verdes en general. El debate en la academia acerca del acceso al espacio público para las personas de la tercera edad, en especial las mujeres, ha llegado inclusive a considerar que se trataría de un derecho que debe ser consagrado en la legislación y que cualquier condición que impidiera el traslado se consideraría un asunto de justicia social. No es para menos, las calles representan aproximadamente el 30 % de todo el espacio público y el libre tránsito de personas se ha dejado a un lado para privilegiar el desplazamiento de los vehículos. Es tan importante el tránsito de personas que las aceras se consideran elementos de suma importancia para la democracia. En Ciudad Juárez sigue la exclusión para las mujeres, por la cultura, por las coyunturas de violencia e inseguridad, por los efectos de la economía de enclave de las maquiladoras o por lo incaminable que resulta la ciudad.
En las ciudades de la frontera norte de México las maquiladoras han traído consigo crecimiento económico, pero a costa del bienestar de las personas y de la cohesión social. La ciudad fronteriza crece aumentando el nivel de entropía, consumiendo cantidades ingentes de energía y fragmentado el tejido social. Los efectos negativos del desmedido crecimiento de la mancha urbana se reflejan con más intensidad en las mujeres en general, especialmente en las niñas y ancianas a quienes la expansión de la ciudad las ha segregado, separándolas de sus seres queridos, y el mal estado de las calles y aceras les impide acceder a los espacios públicos, particularmente a los parques, donde se promueven y evocan sentimientos de afecto y se encuentra calma y solaz.
Un estudio llevado a cabo por los autores en el Parque Central “Hermanos Escobar” de Ciudad Juárez, reveló que, en un diámetro de 800 metros, considerando seis rutas, existen obstáculos fijos y móviles, que dificultan, y en muchos casos impiden, el acceso a pie al parque, sobre todo para las ancianas y niñas, quienes en el mejor de los casos se ven obligadas a caminar por media calle. Los obstáculos más comunes son la falta de aceras y el bloqueo de las mismas por autos, locales comerciales o postes de electricidad. Cuando están despejadas, las aceras están en mal estado, con desniveles que comprometen la seguridad, con discontinuidades en el trayecto, ya sea de longitud o de ancho, o simplemente no están presentes. Lo anterior sin contar los elementos masculinizantes, como los grupos de jóvenes en las esquinas.
Quizás, después de todo, Eugenia se puede considerar afortunada, ha sido testigo de una serie de atrocidades en la ciudad, pero conserva la memoria de aquella plaza donde el sol se agolpaba en su rostro. Sin embargo, otras mujeres no lo fueron tanto, nacieron o llegaron en medio de la violencia, atraídas por la expansión económica o el anhelo del sueño americano. No pocas han pasado a formar parte de las estadísticas de feminicidios o han dejado parte de su vida y su salud frente a una operación de ensamble en la maquiladora. La vida para las mujeres en la frontera ha quedado marcada, al menos en el futuro cercano seguirán segregadas, su vida estará en constante peligro y las asimetrías de género seguramente no cesarán. Para una mujer vivir en Ciudad Juárez no solo significa estar excluida de caminar a un parque urbano, sino que representa una carga pesada que habrá llevar por un tiempo más.
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Nota sobre la autora
Aida Yarira Reyes Escalante: Doctora-investigadora del Instituto de Ciencias sociales y Administración (ICSA) de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ). Línea de investigación es la sostenibilidad, estudios organizacionales y turismo. Miembro de diversas asociaciones de investigación. Email: aida.reyes@uacj.mx
Nota sobre el autor
Diego Adiel Sandoval Chávez: Profesor-investigador de la División de Estudios de Posgrado e Investigación del Instituto Tecnológico de Ciudad Juárez. Su línea de investigación es la sostenibilidad del espacio público, particularmente el parque urbano. Es miembro de varias asociaciones de profesionales y de la Asociación Nacional de Parques Urbanos y Recreación de México. Email: dsandoval@itcj.edu.mx
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Para citar este artículo: Aída Reyes; Diego Sandoval. Ciudad Juárez y la exclusión de la mujer del espacio público. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.3 núm. 11 Mujeres y ciudad. A Coruña: Crítica Urbana, marzo 2020. |