Por María Novas y Sofía Paleo |
CRÍTICA URBANA N.11
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El hecho de vivir tiempos que nos entregan a la idolatría tecnológica y su aparente neutralidad, no nos impide advertir que el espacio construido tiene una dimensión cultural. Y esto es de lo poco que sí constituye una realidad objetiva — entendida como aquella que es independiente de la propia manera de pensar o sentir.
El auge del relativismo cultural en la disciplina de la arquitectura no es algo nuevo. Desde los años sesenta del siglo XX en el mundo occidental, los estudios culturales y antropológicos han contribuido a estabilizar el cuerpo teórico de la progresiva renuncia al carácter elitista de una profesión promovida en el siglo XIX al amparo del mecenazgo —y por lo tanto al servicio de los intereses del poder y del capital—, en favor de los objetivos sociales. Sin duda, los movimientos de masas antirracistas, ecologistas y feministas, con diferentes niveles de intensificación a lo largo de estas décadas, han impulsado de manera clave la articulación científica de esta crítica conceptual.
La integración transversal de esta perspectiva crítica en lo hegemónico ha sido vital, mas aún sigue siendo necesario izar la bandera. Si bien se han producido importantes avances, como los logrados por el movimiento de mujeres en los últimos doscientos años, las inercias milenarias perduran y las narrativas reduccionistas emergen religiosamente, ofreciendo soluciones simples a una realidad compleja cuyos valores interseccionales están en continua conflictividad. Desconfiad. Queda mucho por avanzar, cuando no simplemente evitar retrocesos. Las lógicas patriarcales que impregnan los cimientos de nuestra sociedad, continúan condicionando culturalmente nuestro sistema de valores, máxime en un contexto de desigualdad como el actual. Y a esta realidad no son ajenas disciplinas como la arquitectura, el urbanismo o la ordenación del territorio. Los espacios que habitamos moldean la interacción que define la experiencia humana y viceversa. La arquitectura del espacio puede posibilitar lo que es fácil de hacer, dificultar lo que es difícil o impedir lo que es imposible. Así, por ejemplo, el valor de la libertad puede materializarse al crear un hueco, del mismo modo que puede desdibujarse al ponerle rejas o desvanecerse por completo al construir un muro.
Como en todo proceso de diseño, la ideación y creación de nuestros espacios es el producto de una toma de decisiones situadas en un determinado contexto social y en un momento histórico definido. Esta toma de decisiones es consciente e inconsciente, explícita e implícita —incluyendo sesgos—. En este proceso de producción del espacio, las personas que crean o definen las normas ponen de manifiesto la priorización de unos determinados valores frente a otros. Cómo se expresan estos valores es clave. Hablamos de su implementación en la elaboración de normas, políticas públicas e incluso hasta en los currículos de enseñanza. Aquí se hacen explícitos. En los productos —artefactos y arquitecturas, espacios urbanos e infraestructuras—, los podríamos incluso auditar.
Los valores son dinámicos, cambian con el tiempo y el momento socio-histórico. También el sistema de conocimiento cambia con la toma de conciencia colectiva, la escala, el lugar y las posibilidades tecnológicas. Sin embargo, los valores dominantes que han regido la producción de los espacios que habitamos han sido demasiado a menudo el mismo. Hablamos del valor monetario o de cambio, cuyo objetivo principal es el lucro, la mercantilización del espacio o la sobreacumulación del capital. En los procesos de urbanización, la vida de las personas casi nunca ha estado en el centro. El espacio se tiende a regular por su potencial rentabilidad económica, favoreciendo en el camino al estándar humano minoritario y privilegiado que en él opera, perjudicando en ello a la gran mayoría social. Y lo peor de todo es que hemos normalizado —todo lo que se puede normalizar— esta manera de proceder.
La supervivencia de la vida humana en el planeta —porque el planeta sí sobrevivirá a lo humano, aunque lo humano no lo haga sin él— está en crisis. La desigualdad siempre ha sido parte fundamental del problema. Las formas de proceder no ético que surgen de la alianza histórica entre patriarcado y capitalismo avanzado, entran en conflicto directo con los desafíos globales que hoy enfrentamos. Y aquí otra realidad objetiva comúnmente ignorada. La expansión ilimitada de la producción de bienes para el lucro —incluyendo los procesos de urbanización especulativos— en un planeta finito, no puede prosperar sin afianzar la desigualdad y poner en riesgo constante vidas humanas. Una vez más, nos hemos acostumbrado a que esto sea lo normal.
En este sentido, la crítica feminista lleva décadas cuestionando los valores dominantes asociados a la producción del espacio, reclamando la relevancia e incorporación de muchos otros que han permanecido históricamente en los márgenes de la arquitectura, el urbanismo y la ordenación territorial. Hoy parece que están ganando espacio. La feminización y democratización progresiva de disciplinas en origen masculinas y elitistas como la arquitectura, quizás tenga mucho que ver. Hay esperanza.
Los movimientos sociales pautan la agenda transformativa que formará parte de la solución, necesitamos tomar buena nota. La emergencia de valores como la igualdad, la justicia y la sostenibilidad ya es un hecho, y los agentes implicados en la producción del espacio tenemos un imperativo ético de promover una innovación responsable y de hacer estos valores explícitos. La capacitación profesional que otorga el poder de toma de decisión en la producción del espacio conlleva un acto de gran responsabilidad en el que, por obvio que parezca, debiere anteponerse el interés común y colectivo de las personas. Se propone un necesario equilibrio que coincide con los valores que la imaginación social del movimiento feminista ha desafiado en las últimas décadas, también en el ámbito de la arquitectura. El cuidado del medio, el cuestionamiento al estándar de habitante universal que ha monopolizado el diseño, la procura de una movilidad más sostenible que atienda al cuidado, la mezcla de usos, la creación de espacios seguros, no homogenizadores y flexibles, la accesibilidad, la previsión de redes de equipamientos para la vida, la rehabilitación de los espacios degradados, etc., son tan sólo algunas de las demandas que, de pleno derecho, se vienen reivindicando desde unos cada vez más ensanchados márgenes. Se trata de una llamada a contemplar la sociedad en su diversidad y situar, de una vez por todas, el sostenimiento de la vida en el centro. En definitiva, anteponer el valor del cuidado de los espacios de la vida, para que los espacios también cuiden a las personas.
El espacio construido tiene una dimensión temporal añadida; los valores con los que construimos hoy condicionarán las sociedades futuras que habitarán en él, del mismo modo que habitamos espacios que ya no se adaptan a las necesidades presentes de las personas. El cambio de prioridades o importancia relativa de estos valores, y como estos son conceptualizados y trasladados en normas y requerimientos de diseño, parece que está en proceso. Pero probablemente hemos construido demasiado, y tengamos sobre todo que arreglar lo que ya está hecho. Estamos en un escenario aparentemente favorable para el cambio, siendo plenamente conscientes de que los cambios sociales son un camino imperfecto. Aquí lo heredado, que es mucho, sin duda tiene mucho de decir. La dimensión temporal del espacio físico recrudece el problema. ¿Vale la pena enfrentarse al conflicto?
Quizás no se trata de hacer el mejor sistema, sino un sistema mejor para la mayoría. Una lucha que aspire al progreso —más allá del perfeccionismo paralizante—, también en la producción de espacios para la vida. Y, con mayor o menor fortuna, el cambio en la jerarquía de valores se irá abriendo camino en forma de renovados artefactos, arquitecturas, espacios urbanos e infraestructuras en los que la vida de las personas ocupe el lugar central. Sin duda, entrarán en conflicto con los valores prioritarios de la sobreacumulación, las desigualdades vigentes y los sectores más reaccionarios. Quién sabe si también con posibles valores futuros.
Sea cual sea el producto, nos veremos compartiendo el camino. Seguro que vale la pena continuar la senda de las predecesoras. Comencemos a andar.
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Referencias
Batya Friedman y David G. Hendry, Value Sensitive Design: Shaping Technology with Moral Imagination. Cambridge, London: The MIT Press, 2019.
Henri Lefebvre, La producción del espacio. Madrid: Capitán Swing, edición original de 1974; 2013.
Josep María Montaner, Después del Movimiento Moderno: Arquitectura de la segunda mitad del siglo XX. Barcelona: Gustavo Gili, edición original de 1993; 1997.
Yayo Herrero, «Miradas ecofeministas para transitar a un mundo justo y sostenible», Revista de Economía Crítica, 16 (2013), 278-307.
Zaida Muxí Martínez. Mujeres, casas y ciudades. Más allá del umbral (Dpr-Barcelona: Barcelona, 2018).
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Nota sobre las autoras
María Novas. Doctoranda, Programa de Doctorado en Arquitectura, Universidad de Sevilla. Investigadora invitada y profesora de práctica, Chair History of Architecture and Urban Planning, TU Delft. Investigadora independiente, Dexenero.
Sofía Paleo. Arquitecta, Universidade da Coruña. Investigadora independiente, Dexenero.
Para citar este artículo: María Novas; Sofía Paleo. El feminismo y la producción de espacios para la vida. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.3 núm. 11 Mujeres y ciudad. A Coruña: Crítica Urbana, marzo 2020. |