Por Hugo Vásquez |
CRÍTICA URBANA N.12
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“Las causas que enferman o matan a varias decenas de millones de personas anualmente son diversas: enfermedades crónicas, como las cardiovasculares o el cáncer que dan cuenta de la mayor parte de los problemas de salud en nuestra sociedad, los problemas de salud mental, enfermedades infecciosas, accidentes, entre otras.”
Sin embargo, es importante tener claro que todos estos fenómenos no se distribuyen al azar o de forma homogénea en la población, sino que varían según el grupo al que se pertenezca dentro de la jerarquía social, incluso en aquellos problemas de salud que, aparentemente, “no entienden de clases”. De hecho, existe abundante evidencia científica sobre cómo los grupos más desventajados dentro de nuestra sociedad son quienes presentan peor salud[1]. Por ejemplo, ya existen datos sobre cómo incluso la epidemia de Covid-19, que ha golpeado de forma transversal y rápida a muchos países en los últimos meses, afecta con mayor frecuencia a las clases sociales más bajas, las minorías étnicas y a las personas y territorios con mayor privación material[2].
Por eso es que desde la epidemiología social (concepto hoy de moda, aunque no precisamente por lo social) decimos que una de las mayores epidemias de nuestro tiempo es la desigualdad. Una desigualdad que enferma y mata, básicamente por las enormes diferencias en la distribución del poder y la riqueza. Esto lleva a una exposición desigual de los distintos grupos sociales a condiciones de vida más o menos saludables, lo que genera distintas vulnerabilidades acumuladas a lo largo de la vida de las personas. Entender esto no es menor y ayuda a entender por qué la mayor parte de los factores que afectan la salud del conjunto de la población son factores sociales, políticos y económicos. Estos, conocidos como determinantes sociales de la salud, configuran la realidad material y psicosocial de las personas y, por ende, las posibilidades de bienestar y salud. Dentro de ellos, uno de vital importancia es la vivienda.
Hoy en día es ampliamente aceptada la vinculación entre la vivienda y la salud. De hecho, ya en la época Victoriana es posible encontrar estudios que relacionan las condiciones residenciales, como el hacinamiento y la mala higiene, con problemas de salud tales como la tuberculosis[3]. Y es que la vivienda es el soporte material de la actividad humana, el espacio de protección donde se satisfacen necesidades biológicas y se desarrolla la unidad de convivencia, donde se plasman los procesos de socialización y normalización necesarios en cada sociedad, y posee funciones básicas como tener un domicilio para ser localizado, un lugar para descansar después del trabajo diario, donde guardar las pertenencias, etc. Por esto, no es raro pensar que su ausencia vulnere la vida privada y familiar de las personas, su libertad de residencia y, lógicamente, la salud y el bienestar.
A pesar de esta enorme función social, en sociedades capitalistas como la nuestra, la vivienda se ha considerado más que un derecho, pues una mercancía y un instrumento de inversión, dinamizadora de la economía global. Por ejemplo, en el contexto europeo, son pocos los países que han logrado un parque público de vivienda adecuado. En otros como España, Grecia o Portugal, la oferta de vivienda pública ha sido poco importante o casi inexistente[4], lo cual sumado a varias décadas de políticas públicas que han favorecido la hiper-mercantilización de la vivienda (como la venta del stock público, las exenciones fiscales a la compra y el subsidio a los intereses, la desregulación del mercado financiero y la precarización del alquiler), han precarizado sistemas de vivienda que no responden a las necesidades de la población.
El claro reflejo de esta realidad lo hemos podido observar en el aumento de los desahucios y la pérdida de la vivienda de miles de personas posterior al estallido de la burbuja inmobiliaria el año 2007. Se estima que en EEUU 3,7 millones de acreedores iniciaron procesos de ejecución hipotecaria en 2007 y 2008, aumentando un 325% entre los años 2008 y 2009[5]. El fenómeno se extendió rápidamente a Europa afectando principalmente a los países del sur. El año 2012 la probabilidad de tener que abandonar la vivienda dentro de 6 meses por no poder asumir el pago fue de 14,5% en Grecia, 10,5% en Portugal,10,3% en Chipre y 7,1% en España (un 9,7%, 5,5%, 6,7% y 1% más que en 2007, respectivamente)[6]. En este último país se reportaron 752.663 juicios de ejecución y 657.070 desahucios entre el 2008 y 2018, donde progresivamente el problema se ha ido desplazando desde la crisis hipotecaria a la inseguridad residencial por problemas de alquiler. Por ejemplo, los precios del alquiler en España aumentaron en un 50% entre 2013 y 2019, generando una enorme carga económica a miles de familias.
El problema global de la inseguridad residencial, fuertemente determinado por la especulación del binomio inmobiliario-financiero, ha generado un rápido aumento de situaciones que interfieren con el desarrollo normal de la vida personal y familiar que, a su vez, repercuten gravemente en la salud y bienestar de las personas afectadas. Numerosos estudios científicos publicados a la fecha nos muestran cómo, por ejemplo, aquellas personas afectadas por problemas de asequibilidad, juicios de ejecución y desahucios tienen significativamente mayor frecuencia de problemas de salud mental como son los trastornos del ánimo (depresión y ansiedad), el estrés post-traumático y los suicidios. Una investigación llevada a cabo en Suecia con alrededor de 22 mil personas reportó que quienes habían sido desahuciadas, tenían 4 veces más probabilidad de cometer suicidio comparadas con quienes no habían estado afectadas[7], lo cual se repite de forma similar en otros países como EE. UU., Reino Unido y España[8].
Esta estrecha relación con la salud mental no es extraña, y es que quienes padecen de inseguridad residencial refieren cómo el no poder proyectarse en su lugar de residencia y, por ende, planificar su vida, les hace vivir en una especie de limbo que favorece sentimientos de incertidumbre, miedo sobre el futuro y sensación de pérdida de control sobre la propia vida[9]. Además, en sociedades donde se ha híper-mercantilizado la vivienda (y la vida), el tenerla asegurada es un signo de estatus asociado al ser “un ciudadano o ciudadana ejemplar”. En este contexto, no es extraño que el perder la vivienda o el tener problemas para asumir los costos de un contrato de alquiler o hipoteca genere sentimientos de vergüenza, culpa, fracaso personal, discriminación y estigma. Junto a ello, la inseguridad residencial también puede conducir a un deterioro de la red social y de las relaciones familiares. Perder la vivienda, o estar obligado a mudarse a otro sitio por no poder asumir los costos, muchas veces significa también perder a la comunidad y las diferentes redes de apoyo construidas en el barrio.
Como si no fuera suficiente con los problemas de salud mental, también sabemos que la inseguridad residencial tiene efectos negativos sobre la salud física. Mayores tasas de mortalidad prematura, trastornos crónicos como la hipertensión y sobrepeso, lesiones producto de violencia machista y maltrato infantil, entre otras, son más frecuentes entre las personas afectadas. Las causas que podrían explicar esto, además de los mecanismos psicosociales de producción de enfermedad ya mencionados, son diversas. Una de ellas se relaciona al rol de la vivienda como elemento central en la configuración de la realidad material y social de las personas. No sólo por su importancia en términos de protección, privacidad u otras de sus funciones básicas, sino también porque su costo representa un elevado porcentaje de los ingresos del hogar, siendo probablemente el mayor gasto fijo en la economía familiar o personal. Esta situación se intensifica en los grupos de menores ingresos. Por ejemplo, según datos de la OECD, en el Estado Español alrededor de un 75% de los hogares en alquiler del quintil de menores ingresos gasta más de un 40% de sus ingresos mensuales en vivienda[10]. Esto puede llevar a que cuando las personas afronten problemas económicos y el consecuente riesgo de no poder pagar la vivienda, prioricen los recursos disponibles en esta dimensión postergando otras. Estas estrategias de compensación del gasto generan un efecto dominó que se traduce en menos recursos destinados a otras necesidades materiales aumentando la probabilidad de inseguridad alimentaria, pobreza energética, deterioro físico de la vivienda y otros tipos de privación material que acabarán afectando negativamente en la salud.
Por último, otra de las causas que podrían explicar la relación entre la inseguridad residencial y los problemas de la salud es la adopción de conductas poco saludables, que en muchos casos emergen como estrategias de afrontamiento (coping). Así, estudios realizados en distintos contextos reportan una mayor probabilidad de consumo problemático de alcohol (principalmente en hombres), tabaquismo, sedentarismo, dietas poco saludables o automedicación de psicofármacos entre las personas afectadas[11], todo lo cual aumenta la probabilidad de desarrollar enfermedades cardiovasculares, cáncer u otras. De hecho, es bien sabido cómo el entorno social y material (como aquel influenciado por los problemas de vivienda) puede modificar las conductas relacionadas con la salud mediante el establecimiento de normas (formales e informales), el control social, facilitando o no la adopción de ciertas conductas, reduciendo o aumentando el estrés y limitando la capacidad de decisión individual. Culpabilizar, entonces, a las personas por adoptar conductas que pueden afectar su salud sin poner la atención en los entornos que favorecen dichas conductas es no haber entendido nada. Y es que comprender y hacernos cargo de la determinación social de la salud y la enfermedad de la población es clave si queremos construir sociedades más sanas para todos y todas.
A pesar de toda la evidencia disponible, los desahucios, el sinhogarismo, los aumentos desmedidos en los precios del alquiler, la expulsión de vecinos producto de la gentrificación u otros ejemplos de inseguridad residencial, siguen afectando día a día, de forma silenciosa e ignorada, la salud de gran parte de la población. Esta otra “epidemia”, menos mediática, pero que igualmente enferma y mata, seguirá allí mientras no se adopten políticas públicas valientes que aseguren el derecho a una vivienda adecuada.
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* Las ilustraciones de este artículo han sido extraídas del libro Voces y Miradas. Inseguridad Residencial y Salud, producido por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) de Barcelona y editado por la Agència de Salut Pública de Barcelona, 2018.
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[1] Comisión para Reducir las Desigualdades Sociales en Salud en España, 2012; Marmot et al., 2008; Navarro and Benach, 1996; Phelan et al., 2010; Rose and Marmot, 1981.
[2] Yancy CW. COVID-19 and African Americans. JAMA. Published online April 15, 2020. doi:10.1001/jama.2020.6548
[3] Bonnefoy, X. (2007). Inadequate housing and health: an overview. International Journal of Environment and Pollution, 30(3/4), 411–429. https://doi.org/10.1504/IJEP.2007.01481
[4] Rolnik, R. (2018). La Guerra de los Lugares: la colonización de la tierra y la vivienda en la era de las finanzas. Barcelona, España: Descontrol Editorial.
[5] Realtytrac. (2015). Realtytrac 2015 year end US foreclosure market report. Retrieved May 23, 2016, from http://www.realtytrac.com/news/foreclosure-trends/realtytrac-2015-year-end-u-s-foreclosure-market-report/
[6] The Foundation Abbé Pierre – Feantsa. (2015). An overview of housing exclusion in Europe. Paris. https://doi.org/10.1097/00003465-200601000-00007
[7] Rojas, Y., & Stenberg, S. (2015). Evictions and suicide: a follow-up study of almost 22 000 Swedish households in the wake of the global financial crisis. Journal of Epidemiology and Community Health, 70(4), 409–413
[8] Coope, C., Gunnell, D., Hollingworth, W., Hawton, K., Kapur, N., Fearn, V., … Metcalfe, C. (2014). Suicide and the 2008 economic recession: Who is most at risk? Trends in suicide rates in England and Wales 2001-2011. Social Science & Medicine (1982), 117, 76–85.
Fowler, K. a, Gladden, R. M., Vagi, K. J., Barnes, J., & Frazier, L. (2015). Increase in suicides associated with home eviction and foreclosure during the US housing crisis: findings from 16 National Violent Death Reporting System States, 2005-2010. American Journal of Public Health, 105(2), 311–316.
Mateo-Rodríguez, I., Miccoli, L., Daponte-Codina, A. et al. Risk of suicide in households threatened with eviction: the role of banks and social support. BMC Public Health 19, 1250 (2019). https://doi.org/10.1186/s12889-019-7548-9
[9] Conceptos relacionados con la pérdida de la seguridad ontológica.
[10] .Salvi del Pero, A., Adema, W., Ferraro, V., & Frey, V. (2016). Policies to promote access to good-quality affordable housing in OECD countries (OECD Social, Employment and Migration Working Papers No. 176). Paris. https://doi.org/10.1787/5jm3p5gl4djd-en
[11] Vásquez-Vera, H., Palència, L., Magna, I., Mena, C., Neira, J., & Borrell, C. (2017). The threat of home eviction and its effects on health through the equity lens: A systematic review. Social Science & Medicine, 175(2017), 199–208. https://doi.org/10.1016/j.socscimed.2017.01.010
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Nota sobre el autor
Hugo Vásquez es médico salubrista y epidemiólogo social. Investigador del Grupo de Vivienda y Salud de la Agencia de Salud Pública de Barcelona y del Institut de Recerca Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, principalmente en el ámbito de la inseguridad residencial, la gentrificación y sus efectos en salud.
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Para citar este artículo: Hugo Vásquez. La inseguridad residencial. Otra epidemia que amenaza nuestra salud. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.3 núm. 12 Derecho a la vivienda. A Coruña: Crítica Urbana, mayo 2020. |