Por Miguel Anxo Rodríguez |
CRÍTICA URBANA N. 34 |
Nuestra percepción de los monumentos cambió en los últimos años y asistimos a un escenario en el que la ciudadanía crítica y activa defiende el derecho a intervenir sobre el arte público existente.
Un cambio de paradigma está afectando a la idea de arte público, asumiendo un papel mucho más activo para las comunidades en la toma de decisiones. Defendemos que el poder simbólico de los monumentos sigue ahí, incluso se está reactivando, pero ya desde otras coordenadas, con un protagonismo y una consciencia crítica por parte de las comunidades que ataca el tradicional sentido distanciado, casi sagrado, que siempre ha rodeado a estas creaciones.
Los ataques iconoclastas, retirada de estatuas y las intervenciones de los últimos años han situado a los monumentos de nuevo en el centro del debate sobre arte y espacio público. El concepto de monumento venía arrastrando la losa de la incomprensión y falta de enlace entre arte y ciudadanía. Pero en la actualidad el foco se encuentra en otro lado: ya no es la estética, el estilo, el centro de atención de los debates.
El monumento es una obra de arte que se erige como hito urbano, señaliza, ayuda a la reordenación de áreas de la ciudad en proceso de remodelación. Sirve para embellecer el espacio público, y a la vez sirve en las operaciones de transmisión de valores y creación de identidades. Así pues, esta modalidad del arte puesta a la intemperie -en todos los sentidos- es un cruce de caminos de interpretaciones artísticas, urbanismo, y política.
La alusión a hechos o figuras de importancia histórica y política expone a los monumentos a las iras o las mixtificaciones, especialmente en momentos de cambio político radical. La iconoclasia, que históricamente se ha vinculado a las luchas de religión, también se asocia a disputas políticas, y las obras alusivas a políticos o militares a menudo se convierten en foco de los impulsos críticos de los movimientos sociales. La imagen es percibida como representación de las formas de violencia ejercidas desde el poder, manifestación de los dispositivos de control ideológico de regímenes no democráticos, o disfrazados de “democracias formales”.
El carácter abiertamente problemático de los monumentos ha sido señalado por autores diversos. Joseph Leo Koerner afirma que los monumentos se ven no como representación del mal, sino como el mal en sí mismo; y W. J. T. Mitchell llama la atención sobre los estrechos vínculos de la idea de monumento con la violencia: en muchas ocasiones representan a conquistadores y militares, en otras se utilizan como herramienta de imposición ideológica de los grupos dominantes, y finalmente, se pueden convertir también en objeto de actos de violencia en el espacio público, en contextos de fuertes disputas políticas.
La sociedad consciente
La iconoclasia es síntoma de cambios profundos en los procesos políticos y sociales, pero además pone el foco en el papel activo de las comunidades, en su relación con el espacio público. Es un fenómeno viejo que se está viendo reactivado en los últimos años por el empuje del pensamiento crítico y los procesos descolonizadores -la furia desatada del Black Lives Matter-, y que tiene otras derivaciones como la “vandalización”. La retirada de monumentos a partir de procesos negociados con los poderes públicos es otra versión de esta reapropiación del espacio público desarrollada desde las comunidades.
Estas acciones implican un ejercicio de poder por parte de la ciudadanía. Como señala Godofredo Pereira, al profanar un objeto sagrado, el atacante transgrede la ley, pero también se apropia en cierto modo del poder atribuido al objeto venerado. Por otro lado, estas acciones nos hacen conscientes del cruce de miradas y del disenso característico de las sociedades democráticas. Esto ha sido señalado por Rosalind Deutsche en relación con las controversias en torno al arte público en los años noventa: debe haber discusiones y debemos huir de los consensos, es inevitable, como inevitable que el posicionamiento político sea diverso, porque el debate es uno de los síntomas más claros de la democracia.
Cuando en los años finales del siglo XX Deutsche defendía esta necesidad de debate, las ciudades estaban viendo erigirse nuevas obras de arte público promovidas en el marco de políticas de embellecimiento urbano enfocadas a la renovación y la atracción de inversiones y de “clase creativa”. Se buscaba la reactivación económica de ciertas áreas urbanas necesitadas de nuevo impulso para el beneficio de los actores económicos. Manuel Delgado ha llamado la atención repetidamente sobre los intereses que hay detrás de estas políticas de activación del “espacio público” y sobre la “ideología ciudadanista” que se esconde en operaciones que utilizan la cultura como recurso para otro tipo de finalidades.
Contramonumentos y nuevo arte público
El siglo XX fue escenario de fuertes controversias en torno a la idea de monumento. Había vivido la eclosión de las vanguardias históricas, un proceso formidable de revolución estética que se manifestó generalmente en obras de tamaño pequeño o mediano, fácilmente transportables, de formas innovadoras, y enfocadas a un tipo de mercado canalizado a través de las galerías. Los monumentos fueron vistos entonces como rémoras de un tiempo viejo, tanto por las formas como por las intenciones.
Las reticencias de muchos artistas de vanguardia a este tipo de trabajos solo se empezaron a romper cuando, después de la II Guerra Mundial, un clima más abierto a la innovación y una necesidad colectiva de rememorar las tragedias vividas, llevó a la creación de piezas de arte público, por lo general regidas por parámetros estéticos no realistas. El arte abstracto o las estéticas postcubistas sirvieron para la creación de memoriales y esculturas dedicadas no a los héroes victoriosos, sino a los caídos, a los vencidos. El contramonumento propone una revisión del concepto a partir de la renuncia al realismo y al triunfalismo, acentuando la clave simbólica y los valores que se transmiten.
Pero la incorporación del arte moderno a través de la escultura pública ha estado por lo general marcada por la distancia, la indiferencia o el rechazo ciudadanos. Las reflexiones de creadoras y teóricas como Suzanne Lacy o Mary Jane Jacobs, en los años noventa, condujeron a la defensa de un “nuevo género del arte público” basado en la participación de las comunidades, la realización de obras de arte a menudo de carácter efímero y su desplazamiento a las periferias. Pero la clave para entender las nuevas derivas del arte público va a estar en lo colectivo de los procesos, y en la centralidad de las problemáticas sociales abordadas.
Activismo, intervenciones y nuevos monumentos
Emerge en el cambio de milenio un arte público colectivo, desarrollado desde la implicación política, y se entiende que el arte tiene aquí una potente carga transformadora. La protesta colectiva se manifiesta a través de formatos híbridos, reactivando el espíritu agit-prop de los revolucionarios soviéticos que quisieron diluir lo estético en la acción política. El siluetazo en la Argentina de los ochenta es un anticipo de estas intervenciones: aparecen siluetas pintadas en los lugares que habían sido escenarios de las desapariciones y la represión, fruto de un trabajo conjunto de artistas y activistas.
El movimiento de protesta creado en Galicia a raíz de la catástrofe del petrolero Prestige (2002-2003) se caracteriza por un despliegue de dispositivos de imaginación radical plasmado en las ropas, las pancartas, tiendas de campaña, música, performances, escenografía teatral, o escenarios móviles. Las propuestas de creadores del colectivo Burla Negra, en el contexto de estas luchas ambientalistas, se mezcló con las intervenciones de cientos de personas desconocidas. Las estatuas o monumentos que presiden las plazas se convierten en ocasiones (María Pita en A Coruña, el general Baquedano en Santiago de Chile, rebautizada Plaza de la Dignidad) en objetos disponibles para ser profanados y reapropiados de modo creativo.
El fenómeno había sido anticipado por Walter Benjamin, cuando se preguntaba si se estaba asistiendo a una estetización de la política o una politización de la estética. Aunque no llegó a desarrollar esta intuición, percibía que la hibridación estaba ahí y que sería difícil diferenciar los ámbitos. En el caso de las acciones político-estético-festivas del cambio de milenio hay que poner el foco en su carácter anti-individualista, derivado de una comprensión colectiva de las luchas. El arte rompe con las premisas que rigen el mercado y el sistema institucional del arte, basadas en la originalidad y la identificación de un “autor”.
Tras estos embates, los monumentos ya son otra cosa, tienen que ser otra cosa. Los objetos instalados, las acciones -también las estatuas retiradas- nos hablan del papel de la colectividad en el diseño y disposición del espacio público. La erección de nuevos monumentos dedicados a personas y colectivos subalternos, y la intervención crítica sobre los que ya están son muestras de este cambio de paradigma.
La nueva monumentalidad es versátil en sus posibilidades formales y asume un cambio en el eje en la interpretación que remite al poder de lo simbólico. De nuevo, los valores pasan a un primer plano, tras las investigaciones formalistas, pero ahora con un cambio de matiz importante: estos valores no van a pretender ser eternos, y va a estar sometidos al escrutinio y la acción de las comunidades.
Nota sobre el autor
Miguel Anxo Rodríguez González. Profesor de la Universidade de Santiago de Compostela, Departamento de Historia del Arte. Investigador principal del proyecto “Performatividad del monumento. Percepción social e intervenciones sobre el arte público en España y Portugal desde 1950” (Generación de Conocimiento, 2023).
Para citar este artículo:
Miguel Anxo Rodríguez. Contramonumentos y resignificaciones. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol. 7, núm. 34, Más allá del pensamiento hegemónico. A Coruña: Crítica Urbana, diciembre 2024.