Por Daniel Jiménez Schlegl.
CRÍTICA URBANA NÚM 1.
No es casual que el escenario histórico más reconocible del advenimiento y las crisis de la modernidad sean las ciudades. El paradigma parisino de la vieja, insalubre y densa ciudad prerevolucionaria a la nueva capital desventrada en boulevards y extensa por la anexión de los municipios suburbanos. El nuevo París según diseñó Haussmann materializaba la utopía urbana de Napoleón III (higienista, de control de eventuales levantamientos populares y representativa de una hegemonía de clase), sería el símbolo del nuevo poder burocrático centralizado y el modelo urbano a exportar. Centralidad burocrática y de representación de las nuevas instituciones, políticas, culturales y de … clase (la clase que ahora “cuenta” históricamente), la conquista del escenario del centro urbano donde no existe mezcla social de clases. París también como periferia radialmente expansiva al servicio de esa nueva centralidad: para albergar las masas obreras y la actividad industrial y los afectados por el Plan de París, expulsados definitivamente del centro como un residuo del propio Plan.
La ciudad es escenario, no sólo indisimulado sino ya explícitamente diseñado, de las nuevas desigualdades sociales del capitalismo del XIX. La reconstrucción urbana moderna es decisión autoritaria del Estado preocupado por garantizar el espacio burocrático centralizado de la metrópolis colonial y las condiciones espaciales y de movilidad que exige el desarrollo industrial. El proyecto fracasado de la Comuna de París de construir un nuevo espacio urbano a partir de la supresión de las diferencias sociales frente a aquel modelo ya consolidado fue, por otro lado, la reafirmación histórica de la modernidad urbana en el sentido del convencimiento de que a partir de entonces la ciudad es espacio-escenario de rebelión (David Harvey) y, sobre todo, espacio-de-transformación y escenario de la modernidad, esto es, escenario de la permanente ruptura con la tradición, con el pasado. La cuestión que debemos plantearnos entonces es a servicio de quién o qué esa transformación moderna de la ciudad, y quién o qué decide esa transformación y cómo (por qué procedimientos y la legitimidad de éstos), y a qué valores morales responde tal urbanismo.
“La cuestión que debemos plantearnos entonces es a servicio de quién o qué está esa transformación moderna de la ciudad, y quién o qué decide esa transformación y cómo (por qué procedimientos y la legitimidad de éstos), y a qué valores morales responde tal urbanismo”.
Con esta resumida introducción pretendo apuntar algo que resulta a priori obvio: la creación y la transformación urbana moderna (sobre todo) no es moralmente inocente. O dicho de otra manera, la indisociabilidad entre política y ética hace del diseño urbano (la planificación y el modelo de crecimiento, la gestión de los beneficios y cargas urbanísticas, la sostenibilidad ambiental, la gestión del patrimonio histórico, la estética urbana y arquitectónica –el paisaje-,…), un instrumento de poder con efectos que pueden resultar devastadores para la vida de los habitantes, o bien, una oportunidad de satisfacción de sus necesidades en un entorno referencial, de identificación propia y del “buen vivir”.
París 1968. Otra vez. El paradigma sesentayochista parisino cuestiona radicalmente la vigencia del modelo decimonónico de ciudad que persiste y debe cambiarse. Persisten estructuras políticas y sociales y de clase que han hipertrofiado aquel modelo: la guetización de las periferias urbanas y centros históricos degradados; el mercado especulativo del suelo con la consiguiente precarización del derecho a una vivienda digna; la lógica keynesiana del crecimiento ilimitado reflejado en un crecimiento industrial nunca visto con consiguientes flujos migratorios masivos alojados en las expansivas periferias urbanas; la hipoteca -asumida como una irremediable fatalidad-, de la industria del automóvil –ya omnipresente- condicionante del diseño de la ciudad; la hipoteca de las grandes infraestructuras de transporte y energía, etc. Todo ello con unos costes sociales y ambientales que el advenimiento del nuevo Estado asistencial y su compromiso de universalización de los derechos humanos (sobre todo el de la igualdad), y las nuevas políticas redistributivas, nacidos tras las Guerras Mundiales, prometía superar. Las generaciones de postguerra, las minorías oprimidas, reafirman con movilizaciones, con su revolución cultural, la necesidad de que el poder político público haga cumplir esos compromisos universales, que el renacimiento igualitario surgido tras el desastre de la guerra sea efectivo. Por esa época Henry Lefevbre publica su famoso ensayo “El derecho a la ciudad”, con la reivindicación de que los ciudadanos puedan decidir sobre ella, tener su control, como propuesta contra el modelo urbano capitalista que entiende el territorio, la expectativa del aprovechamiento urbanístico, como una mercancía más en manos del mercado. Un derecho a construir la ciudad “desde abajo”, como espacio político y como producto colectivo, y un espacio para la vida colectiva y no para las necesidades del capital. El ciudadano es el protagonista de la ciudad que él mismo construye en su proceso vital y por ello la necesita como espacio posible del “buen vivir”.
… la Comuna de París fue la reafirmación histórica de la modernidad urbana en el sentido del convencimiento de que, a partir de entonces, la ciudad es espacio-escenario de rebelión.
Ética, urbanismo y derecho
La carga ética del urbanismo a partir de estos planteamientos se convierte en un presupuesto rector del mismo. El “Estado social y democrático de derecho”, asume compromisos explícitos en su pacto político y social con la ciudadanía y juridifica parte de aquellos presupuestos éticos: la función social de la propiedad, el urbanismo como una función pública donde las administraciones (también con potestades urbanísticas) “sirven con objetividad los intereses generales” y, por tanto, garantizan el cumplimiento de los principios rectores del urbanismo (crecimiento sostenible, menor edificabilidad en caso de discrepancia, mayor protección patrimonial, reservas y estándares de espacios y equipamientos públicos, participación de la colectividad en las plusvalías generadas por la actuación urbanística, procesos participativos en la formación del planeamiento, etc), y de los derechos vinculados a ellos (derecho a una vivienda digna –con políticas de vivienda pública-, a un medioambiente adecuado, a la salud, a la educación, al descanso y al ocio, a disfrutar del patrimonio histórico-arquitectónico, etc.). Ante esos compromisos cabe plantearse a partir de la experiencia histórica en el urbanismo desde el mayo francés a la actualidad, si el “derecho a la ciudad” lefevbriano se ha visto más o menos cumplido, mediando la crisis del modelo de Estado asistencial
Mi experiencia como abogado especializado en urbanismo en Barcelona y en la defensa de diferentes movimientos vecinales frente a determinados proyectos urbanos desmienten en muchos casos tal cumplimiento de aquellos compromisos. En muchos casos se produce por tanto una insatisfacción ética respecto del actuar urbanístico de las autoridades, o lo que es lo mismo, la quiebra en determinados casos de la “justicia” urbanística. Hay que advertir, sin embargo, que la política y la ética urbana, al incorporarse en los compromisos constitucionales y legales se han juridificado y, por tanto, en la práctica se han convertido en elementos reducidos al análisis jurídico por autoridades y técnicos, y “secuestrados” del poder decisorio ciudadano[1]. Judicatura y administración pública urbanística, como garantes de la legalidad y del interés público, son los protagonistas en la legitimación de las decisiones urbanísticas. Decisiones indiscutibles desde el punto de vista del juego normativo y de la decisión interpretativa de la autoridad, cuyo resultado implica la validez (jurídica) y la legitimación de una operación de transformación urbanística en muchas ocasiones alejada de aquellos compromisos ético-urbanísticos (principalmente y de partida, de un compromiso efectivamente democratizador y que materialice también efectivamente las necesidades reales de los ciudadanos).
En este sentido, hay que considerar un factor determinante en el juego legal que transforma la justicia ética, reivindicativa, directamente ciudadana, en justicia legal institucionalizada. Y ese factor es la compleja, entrelazada y autorreferencial hipertrofia normativa en materia urbanística que supone además en la práctica una reinterpretación restrictiva o de matiz de aquellos compromisos rectores. Es decir, la existencia de una “letra pequeña” por parte de un derecho flexible y enormemente cambiante que facilita la propia estructura normativa y administrativa[2]: modificaciones puntuales del planeamiento, proliferación abusiva de planeamientos especiales, ordenanzas reguladoras de condiciones de edificación con especificidades, una doctrina jurisprudencial que matiza el contenido de aquellos principios rectores, etc… Y sobre todo unas prácticas urbanísticas que cuestionan aquellos compromisos, pero que sin embargo no están explícitamente prohibidas, en tanto que los efectos de esas prácticas no han sido recogidos por el derecho urbanístico ni han sido considerados por las autoridades judiciales. Así, por ejemplo, la colonización abusiva de determinados usos en el territorio (por ejemplo el monocultivo turístico de los centros históricos), la gentrificación o expulsión de los vecinos a la periferia y su substitución por nuevos moradores con un perfil socio-económico diferente como consecuencia del mercado incontrolado del suelo, la pérdida del comercio tradicional, la protección relativa del patrimonio, el impacto paisajístico de la arquitectura “de autor”, las consecuencias de una planificación sin considerar como decisivos los resultados de los procesos participativos, etc. etc.
El derecho, pues, puede garantizar la legalidad y la legitimidad (y la validez) jurídica de la operación urbanística transformadora. Pero se trata de un sistema muy limitado para garantizar el objetivo ético lefevbriano del derecho (como reclamación) a la ciudad entendida como espacio común del “buen vivir”.
El derecho es instrumental y como tal “sirve” además a quien dispone de las capacidades económicas e intelectuales, a quien disponga de un poderoso capital relacional, que habitualmente no está en manos de colectivos vecinales, de minorías oprimidas de las ciudades. La lectura y comprensión acerca del funcionamiento del derecho “realmente practicado” (Alejandro Nieto) no puede hacerse en cualquier caso dentro de la estructura formal del sistema jurídico mismo, sino concibiéndolo como un instrumento destinado a gestores del derecho y dentro de un sistema de repartos de poder, donde el poder político no es enteramente autónomo del poder económico. En este contexto la lectura crítica del derecho urbanístico frente a la aspiración de la materialización de los compromisos éticos ha de hacerse también como instrumento al servicio del poder económico y, por tanto, no neutral a pesar de lo que proclame formalmente.
Poder económico y urbanismo
Hemos vivido y estamos viviendo incluso en momentos de aparente bonanza económica una situación de emergencia socio-económica permanente, latente en muchos casos bajo una capa de medidas asistenciales más o menos efectivas y en otros casos despierta, con la adopción de medidas extraordinarias y de excepción respecto del cumplimiento de los objetivos del pacto político (la garantía del cumplimiento de los compromisos): la primacía del pago de la deuda recogida en la reforma del art. 135 de estabilidad presupuestaria de la CE 1978, aprobado en 2011, es un ejemplo claro de sacrificio de presupuestos destinados a políticas sociales o medioambientales si con ellos se supera el límite de déficit marcado por Europa.
“El derecho es instrumental y como tal ‘sirve’ a quien dispone de las capacidades económicas e intelectuales, a quien disponga de un poderoso capital relacional, que habitualmente no está en manos de colectivos vecinales, de minorías oprimidas de las ciudades.”
Lo cierto es que la experiencia de las crisis cíclicas del capital que colocan al Estado en una permanente posición de alerta y de avaricia en cuanto a medidas para reducir las desigualdades, coloca a la ciudadanía bajo un paraguas angustioso del “buen funcionamiento” de la economía como el principal y primordial objetivo. Un objetivo para el que vale la pena los sacrificios, según proclaman las élites que no van a sacrificar nada suyo. La excepcionalidad económica lo impregna todo. Ha colonizado hasta los rincones más recónditos de nuestras vidas privadas y ha desplazado al fin a la política del campo de las decisiones (tanto ciudadanas como de los representantes políticos). Pero no olvidemos que la excepcionalidad económica es la del modelo capitalista de mercado impermeable a cualquier cambio de paradigma que cuestione la maximización del beneficio privado como objetivo y motor económico. Y esa maximización del beneficio privado no es en la práctica compatible ni con el “bien común” ni con los compromisos ético-políticos recogidos en nuestras constituciones.
El campo del derecho, tal como lo hemos explicado más arriba, y el campo del derecho urbanístico en particular, no escapan a la colonización de la excepcionalidad económica normalizada. De ello no resulta difícil deducir que la excepcionalidad del derecho “flexible”, el vaciamiento en la práctica del contenido de aquellos compromisos, responde en muchos casos a las exigencias del sistema económico, a su lógica mercantil y resulta, por tanto, el principal obstáculo para la aludida “justicia ética” en urbanismo, en la construcción de la ciudad como espacio común del “buen vivir”.
El caso de Barcelona, sobre todo desde su candidatura a albergar los JJ.OO de 1992, ha sido paradigmático. La transformación que requería la ciudad ha consolidado una práctica urbanística capitalizada por las decisiones de técnicos y funcionarios en un diálogo eficaz entre autoridades, grandes propietarios e inversores, totalmente ajenos en muchos casos a las reivindicaciones vecinales, y al amparo de un marco legal favorable: la posibilidad de atraer capital privado para las promociones urbanísticas mediante modificaciones del planeamiento general y aprobación de instrumentos especiales de planeamiento y gestión ad hoc a los efectos de excepcionar las limitaciones de ordenación del plan general y facilitar como sea la materialización total de un aprovechamiento privado resultante de esas excepciones, con políticas de transferencia de techo, etc., y que han acabado por transformar radicalmente el paisaje o el patrimonio histórico y por enterrar las reivindicaciones vecinales (por ejemplo, el skyline del frente marítimo de Barcelona en la promoción del Fòrum, los casos del hotel Barceló Raval de la Rambla del Raval, el hotel Vela (W Barcelona) en el puerto de Barcelona, el hotel de Núñez y Navarro en la calle Rec Comtal, el proyecto –por ahora paralizado- del hotel Praktik de diez plantas en Drassanes, el reciente Espai Barça en el barrio de les Corts, etc). Con la atracción del beneficio privado se busca financiar costes de urbanización, equipamientos y zonas verdes que, en el caso de Barcelona, además se muestran claramente insuficientes desde el punto de vista de las demandas vecinales y a costa de un impacto y una transformación del paisaje y del sistema de vida de los barrios, aparte de los efectos colaterales de la gentrificación, destrucción patrimonial o la escasa política social de vivienda. En el caso o “modelo” Barcelona, como vemos en los ejemplos citados, además se ha sucumbido al negocio turístico y el “derecho a la ciudad” de los vecinos se ha esfumado en beneficio de una política urbana dirigida a favorecer la implantación prioritaria de usos destinados a esa industria.
“Se establece una práctica en la que no existe aparentemente límite alguno para el beneficio privado (regulado por el mercado), mientras que se determina claramente el límite de las cargas urbanísticas”
Con la ingeniería jurídico-urbanística la propia Administración contribuye a alcanzar argumentos legales a los efectos de liberalizar al promotor de excesivas cargas urbanísticas como cesiones o gastos de urbanización, reservas de vivienda de protección oficial o los estándares de zonas verdes y equipamientos. Además, en dichas operaciones se establece una práctica en la que no existe aparentemente límite alguno para el beneficio privado (regulado por el mercado), mientras que se determina claramente el límite de las cargas urbanísticas, confundidas (por la poca claridad normativa y jurisprudencial al respecto) con una vaga participación suficiente de la comunidad en las plusvalías generadas.
Asimismo resulta capital apuntar que toda operación urbanística requiere el beneficio del interés público que, en manos de la potestad discrecional planificadora de una Administración pública colonizada por el poder económico privado, deviene una justificación llena de ambigüedades aunque suficiente como para legitimar cualquier operación que le interese. De esta manera el interés privado y el interés público se confunden y basta la corrección jurídico-formal de la operación como para justificar su existencia y legitimar la operación. La estructura jurídica evita así que las consideraciones de ética urbanística de la ciudadanía contaminen la supuesta legalidad de la operación.
Espacios necesarios para la ética urbana
Por consiguiente, el principal obstáculo para que la propuesta lefevbriana pueda alcanzar algún éxito, es la dificultad de un sistema jurídico-administrativo que no deja espacios a que las decisiones ciudadanas respecto el espacio común del “buen vivir” sean materializables. Y ello, según explica la práctica, desde el momento en que entran en conflicto esos intereses éticos de la ciudadanía y los intereses económicos privados. En este sentido, resulta muy positiva la experiencia de trasladar proyectos de transformación urbana, no a la mera participación ciudadana sino a la colaboración efectiva. Colaboración que extiende el proyecto a ámbitos de necesidades que van más allá de lo netamente urbanístico, recogiendo este proyecto necesidades, inquietudes y propuestas plurales, y propias del demos, sobre el espacio común [3]. Si el derecho permite y tutela esos espacios, la ciudadanía los ocupará y podrá exponer y decidir sobre su propio entorno urbano, haciendo valer la ética de la “justicia” urbana.
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[1] La “juridificación” comporta en nuestra tradición dar cuenta del valor legítimo y legitimador del derecho sin tener que recurrir a soluciones metajurídicas como la moral o la sociología, por ejemplo. Nuestro sistema es, en este sentido, de corte kelseniano (Hans Kelsen, teórico del Derecho, 1881-1973). Es decir, el Derecho concebido como “un esqueleto argumental (un sistema jerarquizado y autoreferente) destinado a presentar al derecho como una estructura formal que se explica como jurídica desde sí misma, sin recurrir a ingredientes sociales empíricos ni a rasgos ideológicos o morales de tipo alguno; una teoría “pura” para dar cuenta del derecho en estado “puro”. (LAPORTA, Francisco; Entre el Derecho y la Moral. México: Fontamara, 1995, p. 14). La validez del derecho depende de si la norma ha sido creada conforme el procedimiento previsto por otra norma válida y así, sucesivamente, ascendiendo por esa estructura normativa hasta la Constitución, norma primaria y “depósito de validez jurídica de toda la pirámide normativa” (op. cit. p. 15).
[2] Podemos distinguir un derecho “rígido”, poco cambiante, sustantivo y genérico que incorpora los aludidos compromisos ético-políticos de la ciudadanía con el Estado (principios, derechos, garantías y libertades fundamentales y sociales y ambientales), recogidos en Declaraciones Universales, Tratados internacionales y Constituciones nacionales, de un derecho “flexible”, adaptable, cambiante, circunstancialmente reinterpretable, de aprobación más sencilla y rápida, contingente… (leyes de rango inferior, Reglamentos, decretos, órdenes, …), que matiza, restringe el ámbito y las condiciones de aplicación de la norma “rígida” en función de las decisiones políticas de cada momento, en un proceso que definiría como deconstrucción del derecho por el derecho, tremendamente funcional en períodos de crisis, sobre todo, del capital.
[3] Pensamos en la interesante propuesta de colaboración ciudadana “km-ZERO” para la transformación de las turistificadas Ramblas de Barcelona liderado por la exconcejal del distrito Itziar González (https://www.barcelonarchitecturewalks.com/tag/km-zero/ y http://ajuntament.barcelona.cat/lesrambles/sites/default/files/171122_dossier_kmzero.pdf).
Para citar este artículo: Jiménez Schlegl, Daniel. El derecho a la ciudad. Unas reflexiones sobre “ética urbana”. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales núm.1. A Coruña: Crítica Urbana, julio 2018. |