Por Cristina Botana |
CRÍTICA URBANA N.22 |
Cuando hablamos de espacio público solemos pensar en lugares como plazas y parques, bulevares y áreas peatonalizadas más o menos monumentales. En las ciudades occidentales estos espacios libres alegorizan el pacto social de derechos básicos y acceso a servicios e infraestructuras que se incluyó en el urbanismo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Bajo esta idea de concesión, las personas usuarias no forman parte de su diseño ni suelen ser protagonistas en el resultado.
La parametrización de cómo debe ser y usarse el espacio público ha relegado a sus usuarias a sujetos pasivos con limitada capacidad para transformar, apropiar y redefinir estos lugares, más pensados para la representatividad institucional.
Asumimos el espacio público como una concesión de suelo organizada por las administraciones públicas y agentes urbanísticos, que podremos disfrutar siempre y cuando cumplamos con el contrato social, con requisitos y valores del estar. Cualquier disidencia en este marco predeterminado implica la expulsión o la proscripción. La dimensión normativa-regulatoria implícita en la gestión del espacio público hace necesario revisar si la premisa de lo público se ajusta a las dinámicas de estos espacios “libres”.
¿Existe el espacio público?
El espacio público es político y estratégico, por tanto será siempre un lugar en disputa. Se supone que en él, como analiza Manuel Delgado[1], se deberían poder apreciar aquellos elementos que nos componen como sociedad y el lugar donde esta se consolida y dignifica. En estos espacios, instituciones y Estados escenifican el mito de la igualdad y la democracia, pretendiendo mostrar que, aun siendo diferentes, formamos parte de ese concepto de ciudadanía donde lo público nos iguala y universaliza. Pero tras este relato, se despliega un lugar de representación de las jerarquías sociales que segrega y ordena a sus habitantes.
Si, en su definición más sencilla, lo público es aquello que pertenece a la colectividad, lo común y compartido por una sociedad, ¿todavía podemos considerar público algo tan normativizado, jerarquizado y vigilado?
Los poderes sociales, políticos y económicos temen a la gente en la calle y su potencial contrapoder[2], prefieren vernos circular o consumir que dar lugar al encuentro, al conocimiento mutuo y la aceptación de la diferencia que conducirían, tal vez, a la organización colectiva. El Estado debe controlar lo que ocurre en el espacio público y poner los medios para evitar que esto suponga una ruptura con el statu quo urbano.
De esta forma, el diseño de los espacios libres dificulta las concentraciones, facilita el acceso rodado y promueve el consumo. Disuade el descanso gratuito con acceso al agua potable y servicios, que es dirigido a los locales de hostelería cercanos. Aquellas personas que no pueden o no quieren consumir o ser consumidos no tienen lugar en el hecho público.
Las administraciones municipales pueden aprobar ordenanzas que regulen no sólo los aspectos cualitativos de estos espacios, también los usos y comportamientos permitidos en ellos. La arquitecturización de plazas-objeto, inertes y hostiles al uso común, la retirada de bancos y servicios o la disposición estratégica de áreas ajardinadas cerradas son algunos de los mecanismos de limitación sobre el espacio público. No es, ni mucho menos, un espacio democrático –tampoco libre o colectivo- en cuanto impide el acceso, la apropiación y la transformación a múltiples grupos de población.
El derecho a detenerse sin ser detenido
Al espacio público se le supone una función de mixtura social que pocas veces se produce. Las barreras invisibles son múltiples, no sólo la edad y las circunstancias sociales, también son culturales, raciales, heteropatriarcales o capacitistas. El análisis de lo que ocurre en un espacio público puede ser revelador si observamos quién no lo usa ni accede a él y sus porqués.
En este espacio no son bienvenidos aquellos cuerpos cuya presencia es percibida como disidente, una enmienda al mito. A todos estos cuerpos marcados se les inhibe de permanecer a la vista, a menudo directamente, con petición de documentos, persecución, señalamiento y violencia; otras veces de manera indirecta, eliminando mobiliario urbano o limitando actividades que no produzcan rentabilidad. La representatividad del poder en el espacio público es leída con claridad por quienes no son bienvenidos en él. Entonces podemos preguntarnos ¿existen otros espacios públicos practicados o experimentados, dónde se encuentran, divierten y relacionan estos grupos otros de personas? Atendiendo a cómo nos distribuimos en los espacios públicos, se constata que habitamos esferas estancas delimitadas por membranas invisibles que permiten eludir, aunque no siempre, el conflicto.
Las teorías del espacio público relacional proponen que éste se define en función de lo que ocurre en ellos. El espacio público, como espacio libre o colectivo, sería entonces aquello que surge de la actividad social sobre un lugar, pensado o no para ello y que genera cohesión, intercambio, comunicación, cuidados… Un vacío urbano, sin uso definido, en el que surgen usos espontáneos, es así transformado en espacio público. En general, la vocación del poder frente a las apropiaciones informales del espacio urbano es de carácter punitivo, restrictivo o violento. La polis –como lugar político- busca ejercer el control sobre lo que ocurre en sus espacios y los canales para la expresividad y la expansión ciudadanas.
¿Quién puede apropiarse del espacio público?
Las pautas urbanizadoras actuales continúan priorizando aspectos como la circulación de vehículos y la privatización del suelo generadora de plusvalías. Son frecuentes las remodelaciones del espacio público que neutralizan cualquier valor colectivo, pensadas para maximizar el valor de las edificaciones privadas que los rodean. Lo público al servicio de lo privado. Algunos de estos proyectos surgen con la intención de quebrar un tejido social problematizado o para expulsar grupos no deseados que, según los intereses privados, devalúan el entorno.
La progresiva desposesión de lo común en la ciudad-mercado se manifiesta en la distinción clara entre las apropiaciones legitimadas que privatizan lo público, en forma de terrazas, plazas de aparcamiento, publicidad y áreas de consumo, frente a las expresiones ciudadanas que son perseguidas. Estas últimas van desde el comercio y arte callejeros o protestas antisistema no autorizadas hasta prohibiciones de juego infantil, ocio, deporte, expresiones culturales o amamantar en público.
Más allá de las ordenanzas municipales de cada ciudad existe un código que regula y limita los mecanismos de apropiación del lugar público. La represión de toda expresión que cuestione el poder político-económico se integra como un valor de supuesto interés general para la ciudadanía, que termina asumiéndolo como propio. Un ejemplo de esto es el amplio consenso social para considerar los grafiti y las pintadas como actos vandálicos que degradan lo común. Sin embargo, pocas veces se profundiza en los significados implícitos en ellas[3] y en su valor como medio de comunicación efímero y libre del arbitraje institucional o los medios de comunicación. Los mensajes callejeros suelen transmitir una parte del sentir ciudadano y pueden resultar un registro útil del estado emocional de un lugar, en su sentido más amplio. A veces revelan el desapego y el sentimiento de abandono de un barrio o las luchas internas por el control del espacio. Otras, el mensaje avala protestas consensuadas y se integra en las luchas urbanas comunes.
A pesar de todo, y aun reconociendo su valor expresivo, es necesario reflexionar sobre cómo estas apropiaciones informales, como parte del hecho público, continúan siendo esencialmente masculinas. Un caso excepcional es el movimiento anarquista y feminista Mujeres Creando[4], que emplea el grafiti como instrumento de apropiación de las calles bolivianas y de lucha por la soberanía de los cuerpos.
Las paredes hablan cuando las instituciones no escuchan. A veces expresan simplemente el deseo de ser visto cuando se es intruso. Son voces urbanas con sus propios códigos que casi siempre son interpretadas como vandalismo, como una apropiación indebida del espacio de un todos excluyente. Pero, ¿qué pasa cuando las instituciones deciden formalizar estas expresiones urbanas? ¿siguen siendo apropiaciones ciudadanas espontáneas o pierden su valor subversivo? Tal y como plantea Carro (2019) si este lenguaje pasa a formar parte del repertorio formal de la ciudad, sería lógico que estuviese sujeto a ciertos límites. Ejemplo claro es el rechazo que producen los grafitis en lugares de reconocido valor patrimonial.
Reconocimiento social y apropiación institucional
La ciudad-mercado sabe cómo neutralizar la subversión. En ocasiones, el reconocimiento social a determinadas obras callejeras puede desplazar la reacción institucional desde la represión hacia la apropiación y capitalización del arte. Por ejemplo, cuando este verano aparecieron una serie de mosaicos anónimos en diversas paredes de la ciudad de A Coruña (Galicia), el gobierno local adoptó una política de borrado sistemático. La respuesta ciudadana provocó la proliferación de estos mosaicos y una campaña en redes sociales ridiculizando la reacción municipal.
Estos mosaicos anónimos, que representaban un elemento simbólico reconocido para la ciudad, conectaron con la memoria colectiva y llegaron en un momento en que todas sentíamos el impulso de recuperar las calles, reclamar el espacio público negado durante tantos meses de confinamiento y restricciones. Recientemente el ayuntamiento ha anunciado su intención de convertir estos mosaicos en patrimonio de la ciudad. Enunciada desde el poder, esta estrategia anula su carácter clandestino y lo distancia de la acción ciudadana informal, apropiándose de aquello que puede suponer una contestación a su hegemonía y desactivando su potencial transgresor.
Para pensar si existe el espacio público, cabe preguntarse si lo “público” surge cuando las instituciones no interfieren o si es producto de esta tensión entre el lugar experimentado/apropiado y el lugar planificado.
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[1] DELGADO, Manuel. El espacio público no existe. Artículo publicado en la revista Barcelona metrópolis contemporánea (abril-junio 2011). Recuperado de: http://manueldelgadoruiz.blogspot.com/2012/02/el-espacio-publico-no-existe-articulo.html
[2] BORJA, Jordi. Prólogo al libro Espacios públicos, género y diversidad. Geografías para unas ciudades inclusivas. Recuperado de: https://www.jordiborja.cat/prologo-al-libro-espacios-publicos-genero-y-diversidad-geografias-para-unas-ciudades-inclusivas/
[3] Sobre este tema resulta interesante la lectura del artículo de Iago Carro (Ergosfera): La comunicación informal en la ciudad: ¿sueñan los grafitis con ser pintadas? Texto incluido en el libro La fiesta, lo raro y el espacio público (2019). Versión completa disponible en: http://www.ergosfera.org/archivo/grafitis_pintadas.html
[4] Más información en su página web: http://mujerescreando.org/
Nota sobre la autora
Cristina Botana es Doctora arquitecta por la UDC y máster en Ciudad y Urbanismo por la UOC, con la especialidad de Políticas públicas y Derecho a la ciudad. Desarrolla su investigación sobre la segregación urbana y los asentamientos precarios en relación al modelo urbano hegemónico. Comprometida con el derecho al hábitat desde una visión feminista y antirracista. Colabora en diversos espacios de acción-investigación urbana y es miembro del Equipo asesor de Crítica urbana.
Para citar este artículo:
Cristina Botana. El espejismo del espacio público. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.5 núm. 22 Espacio público, espacio en conflicto. A Coruña: Crítica Urbana, enero 2022.