Por Joan Nogué |
CRÍTICA URBANA N. 33 |
No hace demasiados años, y poco después del libro seminal del geógrafo Yi-Fu Tuan, “Topophilia”, la geógrafa Doreen Massey publicaba otro libro bajo el título “Geography Matters!” que sería un auténtico revulsivo. He ahí dos pequeñas muestras, entre otras tantas, de un cambio de paradigma social y cultural en el que ya nos hallamos inmersos de lleno.
El cambio se inició, tímidamente, hace unas pocas décadas y ha ido cogiendo impulso en los últimos años, y esto se detecta de forma clara simplemente observando cómo están cambiando las relaciones que la gente mantiene con los lugares. El modelo de crecimiento y los valores sociales imperantes hasta hace muy poco se ven cuestionados por nuevas actitudes ante el trabajo, ante los recursos naturales, ante el lugar. Se reclama una vida más completa, más llena de sentido, en la que el individuo sea el dueño de su destino, controle su propio tiempo, se alimente de forma más sana y viva una existencia en plenitud. Asistimos, en efecto, a un reencuentro, a un redescubrimiento del lugar y, en este proceso, el mundo rural está adquiriendo un papel muy relevante. Se está manifestando una nueva territorialidad que se expresa a través de una nueva mirada al territorio, de un reencuentro con el lugar a través de nuevas e imaginativas fórmulas por parte de una sociedad civil que no tiene ningún problema en reconocer la importancia que tiene vincular las emociones a los lugares y a los paisajes. La experiencia humana del espacio y del lugar no sólo no ha perdido relevancia, sino que ha ido a más.
Habíamos olvidado que la vida es, en esencia y al mismo tiempo, espacial y emocional. Interactuamos emocionalmente y de forma continuada con los lugares, a los que imbuimos de significados que retornan a nosotros a través de las emociones que nos despiertan. La memoria individual y colectiva, así como la imaginación, más que temporales, son espaciales. Las categorías geográficas básicas que se aprenden en la escuela, o las que utilizamos en nuestra vida cotidiana, conllevan asociaciones emocionales. Experimentamos emociones específicas en diferentes contextos geográficos y vivimos emocionalmente los paisajes porque estos no son sólo materialidades tangibles, sino también construcciones sociales y culturales impregnadas de un denso contenido intangible, a menudo sólo accesible a través del universo de las emociones.
No es casualidad que aparezcan a diestro y siniestro tantas iniciativas, proyectos y estrategias que vinculan lugar y creación. En mi opinión, la razón de fondo que lo explica es la emergencia de un nuevo paradigma y el fin de una determinada manera de entender nuestro entorno, de gestionarlo y de relacionarnos con él. La modernidad nos indujo a pensar que el espacio geográfico era sólo un espacio geométrico, casi topológico, y que los lugares eran simples localizaciones fácilmente identificables en nuestros mapas a partir de un sistema de coordenadas que nos marcaba su latitud y longitud. Y ahora nos damos cuenta de que esto no es exactamente así, sino que el espacio geográfico es, fundamentalmente, un espacio existencial, conformado por lugares cuya materialidad tangible está teñida, bañada de elementos inmateriales e intangibles que convierten a cada lugar en algo único e intransferible.
Lo sabíamos. El mundo siempre había sido así y los lugares siempre se habían vivido de esta manera, pero en las últimas décadas lo habíamos olvidado. Ahora, por fin, lo estamos redescubriendo. Estamos reaprendiendo que los lugares son los puntos que estructuran el espacio geográfico, que lo cohesionan, que le dan sentido. El lugar proporciona el principal medio a través del cual damos sentido al mundo y a través del cual actuamos en el mundo. Los seres humanos creamos lugares en el espacio, los vivimos, los imbuimos de significado y generamos sentido de lugar. Nos arraigamos y nos sentimos parte de ellos. Los lugares, a cualquier escala, son esenciales para nuestra estabilidad emocional porque actúan como un vínculo, como un punto de contacto e interacción entre los fenómenos globales y la experiencia individual. En los lugares vivimos un tiempo y un espacio concretos; habitamos, en el sentido heideggeriano del término, una porción de la superficie terrestre, de dimensiones y escalas muy variadas.
En este proceso de reinvención del lugar el mundo rural está adquiriendo un protagonismo impensable hace pocos años. Efectivamente, estamos asistiendo a la emergencia de nuevas ruralidades y de nuevas vocaciones territoriales que convierten lo rural en un entorno cada vez más diverso, más plural, más plurifuncional, más transversal, más innovador, más creativo, más desacomplejado, más protagonista. Este dinamismo cuestiona de raíz alguno de los pilares de nuestro imaginario colectivo, en concreto el que asocia el mundo rural a la permanencia, la inmanencia y la salvaguarda de determinados valores ligados al pasado y a la tradición. La innovación, la creatividad, el cambio y la transformación siguen asociándose mayoritariamente y casi exclusivamente a la ciudad.
Y, sin embargo, es precisamente en el mundo rural donde se hallan algunas de las iniciativas más innovadoras y creativas en ámbitos tan diversos como los de la generación de energías renovables autogestionadas, la lucha contra el cambio climático, la agroecología, las nuevas formas de participación ciudadana y de gobierno del territorio, las reinterpretaciones de lo que habitualmente se entiende por desarrollo local, la emergencia de redes alternativas de producción y de consumo, la creatividad artística en el sentido más amplio de la palabra y un largo etcétera de actividades, proyectos e iniciativas mixtas, híbridas, poliédricas y, por ello mismo, difíciles de encasillar. Sin embargo, todas ellas comparten un rasgo común: han escogido conscientemente el entorno rural para llevarlas a cabo. Dicho de otro modo: los lugares elegidos no son un simple escenario, sino un actor de primera línea. Tanto es así que las personas que encabezan esta renovación no sólo han optado por vivir y trabajar en estos lugares, sino que forman parte decididamente del lugar: ‘son lugar’. Y esta comunión con un lugar elegido a conciencia les da los instrumentos necesarios para re-significar ese lugar, para imbuirlo de nuevas significaciones que contribuyen -y mucho- a rehacer el imaginario colectivo.
Por mucho que nos movamos y nos desplacemos, por más que viajemos, por más globales que nos sintamos, seguimos experimentando la necesidad existencial de identificarnos con un lugar determinado, o con muchos a la vez y de distintas escalas. Nunca he creído en la expresión ‘ciudadano del mundo’, entendida como la no pertenencia a ningún lugar. Se es ciudadano del mundo ‘desde un lugar’. Experimentamos, vivimos y amamos a otros lugares a partir de un marco referencial local concreto, tangible, que no es ni mejor ni peor: simplemente, ‘es’. Y, a diferencia de lo que algunos piensan, este ‘retorno’ al lugar no significa volver inevitablemente a formas premodernas de identificación territorial, tal y como es interpretado este fenómeno por parte de una sesgada forma de entender el cosmopolitismo, muy mediática por otro lado.
Entender el retorno al lugar de esta manera sería, en efecto, nefasto y peligroso. No podemos volver al lugar en clave de repliegue por impotencia frente a un mundo inseguro e incierto. No se trata de volver a espacios microsociales impregnados de lógicas tribales y corporativas. No se trata, metafóricamente hablando, de levantar murallas de nuevo en nuestros pueblos y ciudades. No es eso. El retorno al lugar que ahora se está produciendo va en una dirección totalmente contraria a la anterior. Se trata de un retorno en clave progresista y crítica en busca de nuevas formas de vida y de organización social.
La vieja dualidad campo-ciudad se ha visto superada por las radicales transformaciones estructurales a las que hemos asistido y estamos asistiendo últimamente: el reconocimiento político y social -ahora sí- de un cambio climático que nos aboca al abismo, la ineludible transición energética, la reivindicación cada vez más extendida de una alimentación sana que acerque productor y consumidor, la digitalización del conjunto de la sociedad y la generalización en el uso de internet, el cuestionamiento de la democracia representativa y la reivindicación de una auténtica democracia directa y participativa, la exigencia de nuevas formas de gobernanza de los lugares y de los espacios de la vida cotidiana, un cambio cultural extraordinario que apuesta por la geocreatividad, etc., etc. Todas estas y otras muchas son transformaciones estructurales y transversales, en el sentido de que afectan a fondo al conjunto de la sociedad y del territorio.
Esto no significa que hayan desaparecido las diferencias entre el campo y la ciudad. Lo que ha sucedido es que a todos y a todas, vivamos donde vivamos, nos afectan estas transformaciones. Sin embargo, las diferencias entre el espacio rural y el urbano están ahí y no quedan circunscritas sólo a cuestiones tan evidentes como la menor densidad de población o la fisonomía del paisaje, sino que van bastante más allá. No tienen sólo que ver con el mejor o peor acceso de unos y otros (rurales y urbanos) a servicios y equipamientos, sino que son de carácter existencial, vital. Que la vieja dualidad campo-ciudad se haya diluido en muchos sentidos no significa que sea lo mismo vivir en un sitio o en el otro.
Son precisamente las transformaciones estructurales y transversales que citaba hace un momento las que han incrementado las relaciones e interacciones campo-ciudad, tanto a título individual como colectivo. Los nuevos pobladores del campo provienen mayoritariamente de la ciudad, con la que siguen manteniendo el contacto. Asimismo, los productores autóctonos (y no sólo de productos agrarios) establecen lazos directos con los consumidores urbanos. Por otro lado, desde el sector cultural, aquellos que han optado por desplegar su creatividad en el mundo rural, tarde o temprano trasladarán el resultado de su proceso creativo a la ciudad, cerrando así el círculo. Y así sucesivamente.
En definitiva, está emergiendo una nueva mirada hacia los lugares, hacia el territorio, que es mucho más integral, mucho más transversal, que quiere dialogar con los paisajes de la vida cotidiana y quiere involucrarse en su gestión. Una nueva mirada que aspira a reforzar el sentimiento de pertenencia a la comunidad y a incrementar la autoestima por el lugar. Y el arraigo a un lugar y el sentimiento de pertenencia que se desprende de ello es un paso previo y fundamental para el activismo cultural y social.
Nota sobre el autor
Joan Nogué. Catedrático de Geografía Humana de la Universidad de Girona y exdirector del Observatorio del Paisaje de Cataluña. Colabora habitualmente con la Asociación de Micropueblos de Cataluña. Coautor, junto con Rosa Cerarols, del libro “L’altre món rural. Reflexions i experiències de la nova ruralitat catalana” (Tigre de Paper, Barcelona, 2022).
Para citar este artículo:
Joan Nogué. El poder del lugar. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol. 7, núm. 33, Memoria y ciudad. A Coruña: Crítica Urbana, septiembre 2024.