Por Carlos Criado y Martín Paradelo
CRÍTICA URBANA N.3
El año 2007 se convirtió en el primer momento en la historia de la humanidad en el cual residían más personas en entornos urbanos que rurales. Las ciudades han sido, a lo largo de la historia, lugares donde la lucha de clases se presenta de manera más sutil. Para ello, la burguesía se ha valido de diferentes técnicas para llevar a cabo un control espacial que se viera reflejado en forma de control social y económico. Los Planes de Ordenación Urbana han conseguido esa aprobación popular necesaria para que la clase dirigente siga “ordenando” el espacio en su propio beneficio.
La necesidad de organizar las ciudades o poblados es tan antigua como los mismos asentamientos humanos. Esta necesidad obedece al interés de autodefensa por parte la clase poseedora de los primeros excedentes, que se forman en la fase de acumulación primitiva del capital y es paralela al desarrollo de la jerarquía social. De hecho, puede decirse que la organización urbana sitúa en el territorio la jerarquía social.
Gran parte de las ciudades actuales mantienen las trazas de antiguos emplazamientos utilizados por los ejércitos o colonizadores cuando llegaban a una zona que pretendían conquistar. Para un mejor control de la zona por parte de los grupos más poderosos, los vacíos de estos asentamientos se disponían con criterios de estrategia militar, de forma que fueran fáciles de vigilar desde un mayor número de puestos con una menor cantidad de hombres. Sin embargo, a medida que nos acercamos al momento actual, el crecimiento y la concentración de habitantes en los centros de acumulación del capital han convertido la organización del espacio en algo más que una mera estrategia de control social. La caída del Antiguo Régimen y la llegada de la Revolución Industrial supusieron un cambio radical de paradigma en el desarrollo humano. La ciudad no escapó a estos “avances” y sufrió alteraciones que dejaban de lado la antigua idea de control fronterizo por medio de murallas. La burguesía comercial da paso a una burguesía industrial que no depende de ese control espacio-militar directo y que necesita la creación de un modelo de ciudad propio de su tiempo y sus intereses. Un claro ejemplo de este proceso se produce en Francia con la llegada de Napoleón III y el Segundo Imperio Francés. El barón Haussmann es contratado para llevar a cabo una remodelación de París que la sitúe al frente de las ciudades modernas del momento[1].
Históricamente, los núcleos urbanos han ido acumulando una cantidad cada vez mayor de recursos económicos y, como consecuencia de esta acumulación, se conforman como espacios centrípetos del capital, ordenando la totalidad del estado-nación en función de los flujos de capital y su rentabilidad y de las estrategias de control social desarrolladas por la clase extractiva. Así, los grandes centros urbanos se han ido nutriendo de movimientos poblacionales en función del mercado de trabajo y que son agrupados en los espacios periféricos de la ciudad. De esta forma son movilizadas grandes cantidades de población rural hacia los centros urbanos, en los que se crean zonas donde la precariedad parece una solución mejor que la miseria a la que están condenados si estas poblaciones permanecen en sus lugares de origen. Gracias a ello, la demanda de soluciones habitacionales, dotaciones, industria y comercio aumenta y los grandes tenedores ven la oportunidad de amortizar el capital invertido en torno a la ciudad. Es así como aparecen los intereses capitalistas en torno a la ciudad. Para conseguir un control total del espacio y la extracción de las plusvalías generadas en torno a éste, la burguesía se sirve del gobierno como Consejo de Administración de sus intereses de clase. De esta manera, toda vez que las figuras totalitarias carecen de aceptación entre la población, se generan herramientas bajo el paraguas de la legalidad que hagan posible esa extracción capitalista por parte de la clase dirigente. Los Planes de Ordenación Urbana son el máximo exponente de este tipo de herramientas de beneficio del capital y de la clase que lo detenta.
Para empezar, cabe mencionar que desgranar un Plan de Ordenación Urbana en unas breves líneas resulta imposible. La división y jerarquización de las distintas leyes que acompañan, regulan o controlan estas herramientas es tremendamente amplia y está llena de ambigüedades que facilitan a los legisladores el control a su antojo. Y aunque su desarrollo adquiere una amplia variedad de formas en los distintos Estados, su objetivo es siempre el mismo. Por tanto, sirvan estas breves líneas para estimular un futuro estudio pormenorizado y activar a aquellas personas que las lean a poner en tela de juicio un elemento que, desde su creación, parece inmutable.
«Un buen punto de partida para este análisis sería centrarse en el alcance de los procesos de participación y en la capacidad de intervención de la población en estos planes, que es prácticamente nula».
Si el urbanismo no es otra cosa que la apropiación del medio ambiente por parte del sistema capitalista en cuanto que sistema de dominación integral, como lucidamente lo definía Guy Debord en “La sociedad del espectáculo”[2], y si la función sistémica del urbanismo no es otra que servir de decorado del espectáculo (otra vez Debord), es fácil percibir cómo la idea guía y garantía última de esta función del urbanismo son los planes de ordenación urbana. No parece posible, entonces, que una herramienta creada por los estratos más privilegiados de la población vaya a satisfacer las necesidades de las clases más bajas. Más bien el análisis debería intentar revelar hasta qué punto y de qué forma concreta un plan de ordenamiento urbano es una herramienta ideológica de la clase dominante para su reproducción social.
El falso mantra de la participación
Un buen punto de partida para este análisis sería centrarse en el alcance de los procesos de participación y en la capacidad de intervención de la población en estos planes, que es prácticamente nula. De hecho, desde su misma tramitación, que se realiza de oficio por parte del Ayuntamiento (Municipio), hasta su aprobación definitiva, las posibilidades de modificación que tiene la población son realmente limitadas y controladas por la Administración. Si ya de por sí la propia nomenclatura del concepto deja bien clara su intención “ordenadora”, los procesos de información, tramitación y contestación van depurando cualquier tipo de desviación sobre el plan previsto.
En la práctica, los procesos de participación ciudadana en la elaboración de este tipo de planes son absolutamente estéticos, inocuos e inoperantes, y no resulta difícil percibir un sesgo de clase muy evidente en estos mismos procesos. El único contacto real entre dominantes y dominados suele reducirse a charlas informativas a mayor gloria del representante municipal de turno. Por otro lado, se intenta hacer ver como herramientas efectivas de participación la creación de comisiones de estudio que aparecen como mixtas en su composición. Obviando el hecho de los pobrísimos resultados de los estudios de estas comisiones, sería interesante analizar su composición, y a simple vista se vería como, por mucho que se presenten como canales directos de participación de la ciudadanía, queda siempre excluida una parte de no poca importancia precisamente, la clase obrera, y no nos referimos solo a personas que clase trabajadora que formen parte de estos grupos, sino que lo hagan en cuanto que clase obrera. De esta forma es como se marginan hasta la desaparición los fundamentales intereses de la mayor parte de la sociedad, la que además padecerá en exclusiva los resultados de los planes urbanísticos al no tener capacidad de elección sobre su lugar de residencia y trabajo. Los procesos de participación han supuesto la piedra angular que le faltaba a la clase dirigente para seguir legitimando una organización y limpieza del espacio que se acomodara a sus necesidades. Todos estos procesos tienen como objetivo la creación dentro de la ciudad de un nuevo habitante: el ciudadano. El ciudadanismo, como recoge Manuel Delgado en “El espacio público como ideología”[3], es un aspecto fundamental en cualquier programa político. Las herramientas participativas no son más que un mero trampantojo que articulan los espacios públicos buscando esa armonía con el capitalismo ofreciendo a los habitantes una influencia ínfima sobre la producción, la circulación y el control espacial de la ciudad.
Cuestión de clase
A continuación deberían analizarse las funciones reales de estos planes y su alineamiento concreto en el conflicto de clases. No se puede perder de vista que un Plan de Ordenación Urbana (P.G.O.U.) es una herramienta del urbanismo como actividad ideológica, en la medida que es la forma concreta en que se determina el modelo de ciudad que la clase dominante quiere desarrollar. En este sentido, es significativo corroborar cómo, a pesar de la diferencia en su designación y de las siglas que ocupen los lugares de mando en las instituciones públicas en el momento del desarrollo, todos los desarrollos urbanos siguen una lógica capitalista que va en beneficio de aquellos que controlan el suelo. De hecho, la propia ciudad es una estructura que replica la jerarquía social en beneficio de la clase dominante, es a la vez tanto un medio de reproducción social como de producción, en cuanto que usurpa el propio espacio y lo convierte en mercancía.
No es difícil entender esta afirmación si comprobamos cómo en un Estado como el español la mayor parte de los casos de corrupción derivan de operaciones urbanísticas. Tanto la clasificación del suelo (urbano, urbanizable, no urbanizable…) como la calificación (uso del suelo: dotación, residencial, industrial…) sirven para determinar espacios donde debemos llevar a cabo nuestras actividades diarias. En las grandes ciudades, los desplazamientos hasta el centro de trabajo están claramente delimitados por la clase social a la que se pertenece y el lugar de residencia al que se tiene acceso. En otras poblaciones de menor extensión, se producen también estas diferencias en aspectos tan remarcables como el acceso a los centros urbanos. Esa “ordenación” delimita las fronteras geográficas de las distintas clases y organiza el espacio de forma que los contactos entre ellas sean mínimos.
Los Planes de Ordenación Urbana beben de las bases teórico-científicas de las “ciudades ideales” buscando la consecución de una ciudad disciplinada cuya pacificación permita la creación de una sociedad cohesionada y elimine así lo urbano[4]y el conflicto de sus espacios públicos. Las ordenanzas municipales que acompañan el desarrollo de los Planes de Ordenación Urbana suponen la estructura auxiliar adicional para delimitar la actividad permitida en el espacio público. Así, una vez “ordenado” el espacio en función de los intereses económicos de la clase dirigente y la clase capitalista, las funciones del propio espacio quedan subordinadas a dichos intereses.
Autogestión del espacio
Si recordamos “El derecho a la ciudad”[5]de Lefebvre, encontramos la idea de que para recuperar la ciudad existe la necesidad no solamente de un aumento en la calidad de vida urbana sino, también, una capacidad colectiva de creación y organización de los espacios por aquellos que lo habitan. Para esto, es necesario olvidarse de las herramientas de control, gestión y organización que la burguesía creó para poder controlar el espacio. Es necesario negar la utilidad y la vigencia de los Planes de Ordenación Urbana y desarrollar herramientas propias que permitan a la población la recuperación de la ciudad para su uso colectivo. Hay que recordar que el espacio es una producción social dirigida por los aparatos de reproducción de la ideología dominante, y por lo tanto elaborada en fuertes condiciones de alienación. Si se pretende revertir los efectos socialmente nocivos de la urbanización alienada, la clase obrera debe construir sus propias herramientas de producción espacial y enlazarlas con todas sus instituciones de emancipación, pues como señalaba el propio Lefebvre en “La producción del espacio”[6], cualquier proceso emancipador debe incluir y focalizarse en la producción del espacio, la estructura territorial de explotación y reproducción, espacialmente controlada, del sistema como conjunto.
Debemos elaborar nuevas herramientas de lectura de la ciudad que se conviertan en formas de resistencia a la homogeneidad que propulsa la ciudad como contenedor determinado por la mercancía. Lefebvre señala la posibilidad de leer la ciudad como un texto vivo que puede ser vivido en la práctica de manera que se supere y subvierta la estrategia de homogeneización que el plan urbano intenta imponer por medio del control de la vida del individuo a través de la separación de los espacios de vivienda, ocio y trabajo y la conducción obligatoria, dirigida y rutinaria a través de ellos. Esta idea de juego espacial imaginativo, puesta en relación con el ejercicio lúcido y antimetafísico de la imaginación instituyente de la que hablaba Castoriadis en “La institución imaginaria de la sociedad”[7], es de suma importancia para desarrollar verdaderas formas de inclusión y participación, si bien estas solo serán desde las nuevas instituciones que surjan de ese ejercicio de la crítica e imaginación. Tal vez así nuestras ciudades dejen de ser el depósito execrable de la miseria y podamos empezar a vivirlas como espacios de esperanza, que decía David Harvey.
[1] Harvey, David (2008) París, capital de la modernidad. Akal: Madrid
[2] Debord, Guy (1967) La sociedad del espectáculo.
[3] Delgado, Manuel (2011) El espacio público como ideología. Catarata: Madrid
[4] Lo urbano entendido como ese contrapuesto a la ciudad construida, esa creación colectiva de los habitantes que no se hace tangible y que determina el espacio bajo la definición de Lefebvre.
[5] Lefebvre, Henri (2017) El derecho a la ciudad. Capitán Swing: Madrid
[6] Lefebvre, Henri (1974) La producción del espacio. Capitán Swing: Madrid
[7] Castoriadis, Cornelius La institución imaginaria de la sociedad. Barcelona: Tusquets Editores, 1975
Para citar este artículo: Carlos Criado y Martín Paradelo. Herramientas políticas de control urbano. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.1 núm.3. A Coruña: Crítica Urbana, noviembre 2018. |