Por Antonio Buj |
CRÍTICA URBANA N.15
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Como escribe Italo Calvino, las ciudades son un conjunto de muchas cosas: lugares de trueque, no sólo de mercancías, sino también de palabras, de deseos, de recuerdos, de memorias. También, como se sabe, de contagio fácil con los patógenos: desde la Gran Peste de la Atenas de Pericles en el verano de 430 a.C., con un tercio de sus habitantes muertos, a los miles de fallecidos en las megalópolis actuales por el coronavirus SARS-CoV-2, causante de la llamada COVID-19.
Esta última acapara, a día de hoy, la atención de todos los medios de comunicación, en especial desde que la Organización Mundial de la Salud la declarara pandemia a principios de marzo de 2020. La COVID-19 ha trastocado la vida de todas las ciudades del mundo, de manera especial la de las más globalizadas por la economía, el comercio y, sobre todo, por el turismo.
No sólo la pandemia de la COVID-19 genera daños. Cientos de enfermedades infectocontagiosas se manifiestan hoy en el mundo. Las más letales son la tuberculosis, el paludismo y el sida, que suman anualmente millones muertos. El dengue, la fiebre tifoidea, la fiebre amarilla, el ébola, el virus Zika, el cólera, entre muchas otras patologías, matan y lastran el destino de miles de millones de personas en todo el planeta. Sólo la viruela, una de las epidemias más letales en el pasado, ha sido oficialmente erradicada. A este triunfo parcial se debe añadir la diferencia sustantiva entre lo que se conoce hoy sobre las enfermedades infectocontagiosas y lo que se sabía hasta hace poco más de cien años sobre las mismas, momento en que se institucionalizó la microbiología médica. A pesar de las detalladas observaciones del historiador Tucídides, todavía no se ha podido concretar si la Gran Peste ateniense fue provocada por la viruela, la fiebre tifoidea o por la peste bubónica. El coronavirus SARS-CoV-2 fue identificado como un virus peligroso al poco de manifestarse en la ciudad china de Wuhan, a finales de 2019.
La COVID-19 es el último desafío pandémico al que se enfrentan las ciudades y el mundo en general. El futuro augura más retos de este calibre. Analicemos algo del pasado. En el siglo XIX, la pandemia de cólera sirvió para cuestionar y transformar la ciudad, en especial la nueva urbe industrial, la del hacinamiento intramuros y del suburbio. Esa enfermedad generó miedo y angustia durante todo el siglo: se sabe de ricos huyendo de las zonas afectadas -un clásico-, o asistidos en sus domicilios, antes que ingresar en los hospitales de entonces, espacios para los más miserables; también de autoridades amenazando con pena de inhabilitación a médicos que huían de las poblaciones contagiadas. La ciudad decimonónica se tuvo que rediseñar. La COVID-19 ha generado igualmente miedo y angustia, pero también una democratización del conocimiento científico médico como nunca antes se había producido. Hoy el hospital es una institución nuclear para el cuidado sanitario de ricos y pobres. Es cierto que estos últimos han sido los más golpeados por la pandemia, pero existe la conciencia de que a esta plaga solo se la combate colectivamente. Una institución global como la Organización Mundial de la Salud nos lo recuerda cada día.
La crisis de la COVID-19, junto a otros retos de hoy, como el del cambio climático, el calentamiento global o la contaminación, deberán servir para reconfigurar la ciudad del futuro. El cólera encontró un caldo de cultivo perfecto en los espacios físicos de hacinamiento urbano, aunque su rápida expansión se asoció al incremento del uso de los sistemas de transporte introducidos por la revolución industrial; la rápida propagación de la COVID-19 en lo que llevamos de 2020 hay que achacarla, en buena medida, al proceso de globalización exponencial de las últimas décadas. Un camino que, por otra parte, no tiene vuelta atrás.
El cólera es una enfermedad bacteriana intestinal que se transmite por la ingestión de agua o alimentos contaminados por heces o vómitos de pacientes infectados por el bacilo Vibrio cholerae. La persona atacada puede morir en cuestión de horas. La tasa de letalidad excede el 50%; con tratamiento apropiado, esa tasa es menor del 1%. A día de hoy siguen muriendo personas por cólera. El coronavirus SARS-CoV-2 se trasmite por el aire y puede provocar patologías respiratorias agudas y neumonías graves en humanos. Las personas más afectadas suelen tener patologías previas. No existen tratamientos específicos a día de hoy. Las medidas preventivas son la mascarilla, la limpieza de manos recurrente y el distanciamiento social. Hasta el presente, y en espera de una vacuna o un tratamiento adecuado, lo más efectivo para parar la propagación de la enfermedad ha sido aplicar cuarentenas a la población.
En el siglo XIX, millones de personas perecieron como consecuencia de la combinación de cólera, hacinamiento y desconocimiento científico. Esto último era así a pesar de la ya importante red de médicos higienistas, críticos con la falta de salubridad de la ciudad industrial, pero adheridos a las teorías antiguas sobre las enfermedades. La teoría telúrica sobre las epidemias afirmaba que el mal venía de la tierra. La eléctrica, que dependía de las condiciones atmosféricas. La ozónica, que era causada por la falta de ozono en la atmósfera. En general, hasta casi finales del siglo XIX se habló de los llamados miasmas como causantes de las epidemias. Estos eran originados por la descomposición de cadáveres y elementos orgánicos, o por las emanaciones de los enfermos. Esas concepciones tenían su fuerza en la tradición. La idea de que la enfermedad se transmitía a través del aire envenenado venía de la medicina griega del s. III a.C. También se recurría, en los sectores socialmente más conservadores, a la idea del castigo divino o a la de la crisis moral de la sociedad para justificar la enfermedad.
Esas fueron algunas de las concepciones que sirvieron para explicar, a mitad del siglo XIX, la aparición del cólera en Londres, el centro económico del mundo. La capital del imperio británico tenía por aquellas fechas 2,4 millones de habitantes. La primera vez que el cólera llamó la atención en el mundo occidental fue hacia 1817, aunque desde el siglo XVI los navegantes portugueses en el Índico habían descrito la sintomatología de la enfermedad. El foco endémico del cólera se encuentra en la zona meridional del valle del Ganges. Sólo entre 1817 y 1860 se calcula que fallecieron más de 15 millones de personas en la India británica por la enfermedad, y más de 33 millones entre esa última fecha y los inicios de la Primera Guerra Mundial. En Gran Bretaña hubo tres oleadas importantes de cólera en el siglo XIX. La primera, de 1831-1832, mató a más de 30.000 personas. La segunda, en dos etapas, 1848-1849 y 1853-1854, mató a casi 100.000 personas. La última tuvo lugar en 1865-1866, con más de 15.000 víctimas, un tercio de las cuales ocurrieron en Londres.
En España, las oleadas fueron algo más tardías pero los efectos igualmente devastadores. La primera comenzó en 1833 y no desapareció hasta 1835. Las cifras más optimistas hablan de más de cien mil muertos, aunque algunos las triplican. Sólo en Madrid murieron unas cinco mil personas. Las medidas anticoléricas aplicadas en toda Europa, también en España, incluían cordones militares en torno a las ciudades infectadas, cuarentenas, expulsión de mendigos y vagabundos, y expedición de certificados sanitarios. Ante la inutilidad de las mismas, se propusieron medidas de higiene personal y de limpieza de los espacios públicos, que tampoco resultaron efectivos. La siguiente oleada empezó en 1853 y duró varios años, con más de 200.000 muertos. Sólo en Barcelona se contabilizaron 5.657 muertes. La última oleada importante, iniciada en 1883, y activa hasta 1885, provocó unos 120.000 fallecimientos, de los cuales casi cinco mil en la ciudad de Valencia. En esos años, Robert Koch descubrió el vibrión colérico, pero la explicación microbiológica acerca del origen del cólera no fue unánimemente aceptada. Hasta el descubrimiento de las sulfamidas y los antibióticos no se pudo luchar eficazmente con el bacilo colérico.
La salud pública se convirtió en uno de los temas urbanísticos del siglo XIX y, de manera especial, el cólera fue uno de los responsables de la transformación de las ciudades. Esta enfermedad adquirió una reputación de golpear indiscriminadamente, un mito que exacerbó los miedos en Europa a lo foráneo, y acentuó los comportamientos irracionales. En el París de 1832, cuando la ciudad fue asolada por esta plaga, sus habitantes se defendieron tapándose la boca con pañuelos blancos, color que les parecía especialmente protector. Esa falsa protección no evitó trece mil muertes. Frente a la COVID-19 también se han manejado teorías telúricas y actitudes irracionales, en forma de negacionismo de la enfermedad o en las maneras de combatirla. Especialmente dañino es que esos comportamientos vengan de líderes políticos de grandes potencias. Esa actitud suele ir acompañada de la arrogancia destructora del medio natural y del negacionismo del cambio climático, del calentamiento o de la pérdida de la biodiversidad del planeta. Todos ellos son factores que ponen en peligro el futuro de la humanidad.
El parón mundial provocado por la COVID-19 ha servido para cuestionar, una vez más, el modelo de desarrollo capitalista, basado en la depredación del medio natural y asentado en escandalosas divergencias sociales y regionales. La nueva pandemia del COVID-19, al igual que las otras enfermedades infectocontagiosas, deben ser combatidas y, sobre todo, prevenidas. Hay que cuestionar también un modelo productivo que está llevando al planeta a unos niveles de degradación nunca vistos, y con resultados muy mejorables: a fecha de hoy, por ejemplo, unos 3.000 millones de personas no disfrutan de servicios sanitarios básicos como inodoros o alcantarillas. Otra batalla fundamental es la que se debe librar contra la barbarie de la ignorancia, madre de todas las xenofobias. ¿Cómo hacer todo eso desde la ciudad? La urbe ha sido y es el motor de la creatividad, de la innovación, de la tolerancia, de la generación de riqueza. La ciudad, sin embargo, no es un cuerpo uniforme. Llamamos ciudad a concentraciones humanas de pocos miles de personas y a otras de decenas de millones, aunque tienen un denominador común: son los lugares de la circulación libre de ideas y de personas, especialmente en los tiempos de internacionalismo, momentos en los que han tenido lugar los mayores avances de la humanidad. La pandemia del coronavirus ofrece una gran oportunidad en ese sentido.
Más allá de la coyuntura del COVID-19, el gran desafío de la ciudad actual es, sin duda, su renaturalización, es decir, su redefinición como espacio verde para llevar una vida sana tanto física como emocionalmente, y su reconfiguración, una vez más, como el espacio de la convivencia, tal como era alentada ya en la obra del griego Homero. Más logos y menos ignorancia, castigo supremo de los hombres, en acertada expresión de Emilio Lledó (Fidelidad a Grecia. “Lo bello es difícil” y otras ideas que nos enseñaron los griegos, Madrid, 2020).
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Nota sobre el autor
Antonio Buj Buj (Barcelona,1957) es doctor en Geografía Humana por la Universidad de Barcelona. Ha publicado numerosos artículos sobre temas relacionados con el higienismo, el Estado y los riesgos naturales, los riesgos epidémicos y las plagas de langosta. Su último libro se titula “Plagas de langosta. De la plaga bíblica a la ciencia de la acridología” (Barcelona, 2016). Desde su creación, ha sido colaborador habitual de la Red Geocrítica Internacional (http://www.ub.es/geocrit/red.htm).
Para citar este artículo: Antonio Buj. La ciudad y las epidemias. La COVID-19, el último desafío. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.3 núm. 15 Coronavirus: impacto urbano y territorial. A Coruña: Crítica Urbana, noviembre 2020. |