Por Pablo Trivelli |
CRÍTICA URBANA N.25 |
Existe la noción que en el ámbito de la administración municipal es donde se dan los mayores niveles de corrupción dentro de la administración del Estado.
No es de extrañar, porque si bien el grueso del espacio urbano es de carácter privado y se mueve en base a estímulos materiales a través del mercado, no es menos cierto que la esencia de la ciudad es lo público. No podría existir una ciudad sin que haya un ente que vele y se haga cargo del bien común, porque la suma de los intereses individuales no hace una ciudad ni conduce a una convivencia posible.
Es un preámbulo necesario porque, si esto es verdad, la acción pública no sólo es esencial para promover el bien común, sino que significa poner límites y restringir el alcance que, legítimamente, puede tener el sector privado. Significa que hay en todos los ámbitos de la vida urbana unas fronteras al quehacer del sector privado.
Surge la corrupción en la administración de las ciudades cuando quienes deben hacer cumplir las normas de convivencia no cumplen con su deber, y quienes deben decidir sobre el destino del gasto y la inversión pública en el territorio no siguen las directrices de las decisiones de gobierno, estimulados por pagos, prebendas de, o compadrazgo, parentesco o amistad con quienes se benefician de esta negligencia. Hay una tensión permanente y generalizada entre los intereses individuales y el interés y el bienestar colectivo.
Son cuestiones de todo orden y en una escala muy amplia. Abarcan desde asuntos poco trascendentes a escala vecinal, como el trazado del recorrido de la locomoción colectiva y la localización de los paraderos, hasta arreglos que pueden generar grandes fortunas, autorizando inversiones inmobiliarias fuera de la normativa.
Son actos administrativos que no significan un involucramiento directo con flujos financieros, con sustracción de dineros públicos, pero que pueden generar grandes fortunas, ya sea por la posibilidad de hacer negocios al margen de la ley o por evasión en el pago de impuestos.
En la medida en que no hay transferencia de billetes y monedas de propiedad fiscal hacia personas fuera de la administración pública en términos ilegales, la cosa puede ser menos evidente y a veces menos escandalosa, pero no menos gravosa.
La corrupción que genera los mayores beneficios privados se registra principalmente en la administración de la normativa que afecta el potencial inmobiliario de predios individuales o conjuntos de predios, lo que puede adoptar distintas modalidades. Por ejemplo, las presiones para ampliar el espacio comprendido por el límite urbano, porque una vez que se ha incorporado esos suelos a la ciudad, el valor de mercado puede ser mucho más alto, generando grandes riquezas, sin que haya mediado ningún esfuerzo productivo ni aporte a la ciudad.
También se generan enormes utilidades cuando se autorizan edificaciones en espacios fuera del límite urbano, por ejemplo, en espacios de borde costero, en lo que se denomina terrenos de playa, porque se invaden, para beneficio privado, espacios que son de uso público. Los beneficios para los desarrolladores inmobiliarios pueden ser muy altos y los proyectos pueden generar escándalos en la medida que son muy visibles, pero eso no cambia las cosas.
Si bien la definición de límite urbano tiene importantes consecuencias pecuniarias para los dueños de los terrenos beneficiados, también lo tiene, en forma más difusa, la lucha por establecer normas de subdivisión predial mínima, de densidad y de altura de edificación en los planes reguladores comunales para así evitar el desarrollo de viviendas sociales, sobre la base del prejuicio que las viviendas sociales generan un impacto adverso sobre los valores de las propiedades en los barrios de su entorno.
La agudización de la segregación socio económica espacial en base a la promulgación de normas de planificación urbana constituye, sin lugar a dudas, un caso de corrupción moral.
En este mismo ámbito se inscriben las normas de subdivisión predial mínima de suelos rurales, que desde hace varias décadas permiten un tamaño mínimo de 0,5 hectáreas, pero no permiten un cambio de uso de suelo, que debe seguir siendo agrícola. Se han generado grandes fortunas. Se crean vastos espacios de desarrollo habitacional en bajísima densidad sin ningún servicio y sin condiciones ambientales sustentables, que imponen una pesada carga a los municipios. Han pasado décadas destruyendo el medio ambiente y las escasas tierras de primera que hay en Chile. Es una ilegalidad generalizada que ningún gobierno ha enfrentado, lo que también constituye un acto de corrupción en la medida que no pone atajo a una cuestión evidentemente ilegal que genera un daño inconmensurable al país.
Es una corrupción de la autoridad que a nadie asusta y a nadie alarma. Esto es así probablemente porque los perjuicios se le hacen al país y no a personas individuales o a instituciones que se vean directamente afectadas. Cuando los daños son sociales, no se percibe lo mismo que cuando le roban a alguna persona específica una especie concreta.
Más brutal es el engaño que se hace a hogares de menores ingresos al vender derechos sobre un lote de terreno, con todas las formalidades de escrituración formal necesarias, haciendo creer que se está adquiriendo un lote de terreno individual. El gestor compra terrenos agrícolas a precio por hectárea y lo vende al valor de un metro cuadrado urbanizado. Inconscientes del engaño, muchos compradores acuden al municipio local reclamando la instalación de agua, alcantarillado y electricidad. Se transforman en una pesada carga para el municipio.
Por muchos años se combatió los loteos que no cumplieran con los requisitos básicos de urbanización (Loteos Brujos) incluso con penas de cárcel; hoy las autoridades están en jaque porque la venta de un derecho sobre un lote es algo legal. Es un fenómeno que se masifica por todo Chile, con nombre y apellido de los autores. Lo más dramático de esta estafa, es que se engaña a hogares de bajos y muy bajos ingresos.
El incumplimiento de las normas de edificación abre otro frente de corrupción. Hay casos de proyectos inmobiliarios fuera de norma de edificación, especialmente la transgresión a los límites de altura y de densidad. Afectan adversamente el asoleamiento y la privacidad de la vida en los predios vecinos, la capacidad de las redes de agua y alcantarillado y la capacidad vial. El público en general no lo detecta hasta que la obra ha avanzado suficientemente para dejar en evidencia la transgresión.
Suele ser muy tarde, porque si bien se puede paralizar la obra e iniciar una indagación, y puede haber sanciones de distinta índole, pero nunca se demuele. Hay siempre un argumento del valor social de lo edificado para defender lo construido. No se conoce que haya habido demoliciones una vez detectada la ilegalidad.
Si se trata de un edificio residencial construido ilegalmente que ya ha sido recibido por la municipalidad, enrolado en el registro de propiedad y vendido, se suele argumentar que los compradores, que por lo general son personas ajenas a la empresa inmobiliaria, pero beneficiarios en último término, actuaron de buena fe al adquirir algo ilegalmente construido. Argumento legítimo, pero falaz, en la medida que se han suscrito promesas de compra, incluso antes de haber iniciado las obras, muchas veces en un clima de antagonismo con la comunidad litigante, que resulta difícil de ignorar. Hay muchos edificios que están vendidos antes de ser recibidos.
Por lo general hay impunidad.
Los pleitos legales suelen ser entre las comunidades locales y las inmobiliarias. Hay en esto un gran desequilibrio de poder y de recursos para litigar en los tribunales. Es un poder sin contrapeso en relación a las comunidades locales, que tienen pocos recursos, muchas veces no tienen cohesión social, y tienen poco aguante en el tiempo para enfrentar una lucha legal de largo alcance. Es más, hay casos en los que la municipalidad se niega a litigar judicialmente con empresas inmobiliarias por miedo a perder un juicio y no tener recursos para pagar una indemnización de perjuicios si fuera el caso.
No es por casualidad que en estos tiempos haya empresas inmobiliarias en que el profesional más importante es un abogado y no un ingeniero comercial o un arquitecto.
La generalización de casos de corrupción genera una pérdida de confianza en el sistema, tal como sucede con la denuncia de delitos comunes. Las personas afectadas ya no creen en la policía y en la justicia y, por lo tanto, no hacen denuncias de hurtos, robos incluso de asaltos porque sienten que igual no se hará justicia.
Por todas estas razones y muchas otras, hay personas que ya no creen en la administración municipal y han perdido la confianza en la fe pública, deslegitimando su existencia al restarse como ciudadanos.
Afortunadamente, hay en la base territorial y en el mundo de las ONG una fuente inagotable de energías de lucha por la democracia y la transparencia en la administración pública.
Nota sobre el autor
Pablo Trivelli Oyazún. Economista de la Universidad de Chile, Ph.D. Economía U. de Cornell. Editor del Boletín de Mercado de Suelo Urbano en Santiago desde 1982, apoyo a organizaciones de hogares sin casa en la búsqueda de terrenos y en materias de políticas urbanas y de vivienda. Profesor Titular Universidad Mayor en Chile y profesor de la Maestría en Economía Urbana, Universidad di Tella, Argentina, desde 1997 hasta hoy. Investigador en temas de organización social del espacio, mercado de suelo urbano y financiamiento municipal. Otros artículos en Crítica Urbana.
Para citar este artículo:
Pablo Trivelli. La corrupción en la vida de las ciudades. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales, Vol.5, núm. 25 Anatomía de la corrupción urbanística. A Coruña: Crítica Urbana, septiembre 2022.