Por Alfonso Álvarez Mora |
CRÍTICA URBANA N. 32 |
El conocimiento de la ciudad, como realidad físico-social, la manera de abordar su comportamiento, el papel que detenta como “artefacto” construido, producido, en el marco de las sucesivas “formaciones sociales” a las que debe su razón de ser…etc., todo esto, se ha visto impulsado por nuevas perspectivas analíticas, inexistentes, o ignoradas, hasta muy recientemente, desde que irrumpió en la historia el pensamiento de Marx, mejor dicho, desde que este pensamiento desbanca métodos ancestrales con los que se creía comprender el sentido de aquella.
La ciudad, bajo estas nuevas miradas, deja de ser un lugar donde suceden hechos históricos concretos, escenario, a lo sumo, a manera de “telón de fondo”, con el que arropar lo que en ella tiene lugar, o se representa, para alzarse como un “producto social”, es decir, como un objeto más que se produce, obedeciendo su lógica al, en palabras de Marx, “modo de producción” imperante.
La ciudad capitalista como espacio segregado y desigual
Marx, en este sentido, inaugura una nueva concepción de la historia, situando la realidad de las ciudades, del espacio urbano, en unas coordenadas que las hacen mostrarse como entidades desiguales donde la lucha de clases es su denominador común.
En la producción social de su existencia, nos dice, los hombres entran en relaciones determinadas, necesarias, independientes de su voluntad; son las relaciones de producción. El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real, sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden formas sociales determinadas de conciencia. El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de vida social, política e intelectual en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina la realidad; por el contrario, la realidad social es la que determina su conciencia”[1].
Es, por tanto, desde el referente-concepto “modo de producción” como podemos entender el recorrido histórico que nos ha llevado hasta nuestros días. Y ello es así porque, según expresaban Marx y Engels,
“…al producir sus medios de vida, el hombre produce indirectamente su propia vida material. El modo cómo los hombres producen sus medios de vida depende, ante todo, de la naturaleza misma de los medios de vida con que se encuentra y que se trata de reproducir. Este modo de producción no debe considerarse solamente en cuanto es la reproducción de la existencia física de los individuos. Lo que son estos individuos coincide, por consiguiente, con su producción, tanto con lo que producen como con el modo cómo lo producen”[2].
Matiz fundamental éste que nos inmiscuye en el porqué de las diferencias que separan a unas épocas históricas de otras. Las distintas sociedades, “formaciones sociales”, que se han sucedido a lo largo de la historia, nos han legado una serie de “productos”, la ciudad entre otros, cuyas manifestaciones como tales no expresan tanto una forma final concreta, un objeto sin más, como una manera de proceder a su creación, a su producción. Todo producto encierra una forma productiva, un procedimiento seguido para conformarlo, un “modo de producción”. Y es esto lo que distingue a unas sociedades de otras.
Si nos fijamos, por ejemplo, en las sucesivas formas urbanas ortogonales, a manera de ”cuadrículas”, que se han expresado a lo largo de la historia, desde las primeras ciudades proyectadas en Mesopotamia, Egipto, en la cultura Etrusca, Grecia y Roma, las “bastides” medievales, ciudades de colonización en América, las nuevas ciudades del XVIII, hasta llegar a los Ensanches de Población construidos en el siglo XIX y a nuestra realidad más inmediata, ¿podríamos decir que estamos ante un mismo fenómeno urbano que no ha hecho más que repetirse a lo largo de la historia?. Si sólo nos fijamos en la forma urbana final, en el objeto producido, todas estas ciudades parecen obedecer a una misma lógica, pero si nos interesamos en cómo se han producido las distintas “cuadrículas” observaremos diferencias sustanciales entre unas y otras. Es el cómo se han producido lo que las distingue, no el producto final, no lo producido como tal. Estas consideraciones nos van a permitir un entendimiento de la ciudad que va más allá del análisis que merece, o desmerece, su forma final, enfrentándonos, sobre todo, al reto que supone concebirla como un “producto social histórico” que obedece a un “modo de producción” concreto. La “conciencia” de la ciudad, si cabe expresarse de esta manera, está determinada por la realidad social en la que se inserta, obedeciendo su lógica a los procesos productivos que sostienen a aquella
Lo que son las ciudades, por tanto, es resultado de su proceso de producción material, muy distinto de lo que, hasta ahora, se sigue denominando como “desarrollo urbano”. Una cosa es describir el recorrido histórico que identifica la construcción formal de nuestras ciudades, aunque atendamos a la dialéctica extensión-renovación, lo que nos permitiría conocer, en el mejor de los casos, su “lógica morfológica”, una “historia urbana” medida en términos formales, una cosa es esto, decimos, y otra muy distinta entender la ciudad como un objeto más que se produce y con el que los individuos se realizan como sujetos de su existencia. Distinguir lo especifico de una ciudad, por tanto, debe consistir en diferenciar, en su conjunto, aquello que ha permitido que se produzca de una manera y no de otra. Es la traslación que hacemos del pensamiento de Marx cuando aseveraba que:
“Lo que distingue a las épocas económicas unas de otras no es lo que se hace, sino el cómo se hace, con qué instrumentos de trabajo se hace. Los instrumentos de trabajo no son solamente el barómetro indicador del desarrollo de la fuerza de trabajo del hombre, sino también el exponente de las condiciones sociales en que se trabaja”[3].
El “obrero libre”
Junto al concepto de “modo de producción”, y al entendimiento de los “hechos sociales” atendiendo a cómo se han producido, lo que confirma el papel preponderante de aquel en la elaboración de una nueva filosofía de la historia, otro referente fundamental a tener en cuenta es aquel que establece las condiciones, también, históricas, para que se dé el capital. “El capital, nos dice Marx, sólo surge allí donde el poseedor de medios de producción y de vida encuentra en el mercado al obrero libre como vendedor de su fuerza de trabajo, y esta condición histórica envuelve toda una historia universal. Por eso el capital marca, desde su aparición, una época en el proceso de la producción social”[4]. La aparición del “obrero libre” implicó un hecho previo de desposesión de sus primitivos instrumentos de trabajo artesanales, lo que se tradujo en una destrucción de las estructuras gremiales para las que resultaba imprescindible la posesión, por parte del artesano, de dichos instrumentos. La realidad del artesanado preindustrial, en los tiempos anteriores al desarrollo de la manufactura, condicionó una concreta forma de trabajo, un “modo de producción feudal”, en la que resultaba imprescindible una identificación precisa entre “fuerza de trabajo” y “medios de producción”. En estas circunstancias, por tanto, no existía la mano de obra libre, es decir, lo que va a exigir, más tarde, la existencia del capital. Y esto es así, según Marx, porque con la mano de obra libre, mediante esa “fuerza de trabajo” como mercancía que se vende, comienzan a incubarse las condiciones para que se produzca la “plusvalía”, es decir, la parte alícuota de trabajo no pagado, algo imprescindible para que se reproduzca el capital. Y si la existencia de la mano de obra libre es una condición para que se desarrolle el capital, las consecuencias que tal hecho histórico va a tener en la configuración de la ciudad van a ser determinantes. Queremos decir con esto que entender la “ciudad capitalista” implica comprender esa disociación histórica, y ello, no sólo por lo que supone la presencia de un nuevo sistema económico que, en cualquier caso, va a condicionar su comportamiento, sino, fundamentalmente, por las repercusiones espaciales que se van a derivar de dicha disociación.
La ciudad capitalista no puede adoptar, en este sentido, más que una forma, aquella que hace de la “segregación socio-espacial” su razón de ser, respondiendo, de esta manera, a lo que Marx pensó a propósito de la exigencia que demanda el capital para hacer posible su existencia: Separación de la “fuerza de trabajo” de los “medios de producción”. Dichas categorías, como decíamos, aparecen, inseparables e identificadas, desde aquellos tiempos inmemoriales que se remiten a procesos productivos de tipo gremial, reuniéndose en un único acto de producción material, y marcando las pautas de un proceso productivo en el que los poseedores de los instrumentos de trabajo y los que los utilizan eran los mismos.
Por entonces, estos artesanos, que aparecen como poseedores de sus instrumentos de trabajo, acceden a su liberación renunciando, mediante un acto de desposesión histórico, a la posesión de aquellos. Compran su libertad a cambio de asumir su nueva situación como mano de obra libre, como asalariados. Hecho histórico crucial que marcó un punto de inflexión de enorme importancia para comprender, entre otras cosas, las repercusiones que un proceso semejante ha descargado sobre la concepción de las estructuras socio-espaciales que se impondrán a partir de entonces. Indiferenciación socio-espacial, mezcla, complejidad, categorías, todas ellas, propias de formaciones sociales que hacen de la ciudad el asiento de todos, el espacio recreado como obra, concebido y exigido como necesidad, poseída, por tanto, de un valor de uso, se verán seriamente afectadas hasta su liquidación. El capital, nacido al amparo de la separación citada, exigirá una nueva organización socio-espacial en la que la ciudad, entendida como obra, declinará ante el invasor que ha penetrado, sutilmente, cual si de un Caballo de Troya se tratase, para mostrar que sólo sembrando la destrucción y la muerte se puede consolidar la nueva sociedad en ciernes.
Separación que se manifiesta, con todo rigor, en la ciudad capitalista. Es en ella, en efecto, donde se muestra, en su magnitud más depurada, el resultado espacial de dicha separación, condición sine qua non para que el capital se reproduzca, haciendo de una simple, aunque eficaz, división técnica del espacio, los lugares productivos por un lado, las zonas comerciales por otro, los lugares de ocio acá, los barrios residenciales acullá…etc., haciendo de esta división técnica, decimos, el mecanismo que desemboca, inexorablemente, en una división social. La ciudad segregada se justifica por razones técnicas, pero se realiza como una realidad socio-espacial segmentada, dividida, enfrentada.
La “ciudad segregada”, en efecto, abre el camino que conduce al enfrentamiento social por el hecho de que unos se sienten desplazados, mientras otros ejercen como poseedores; ciudad, por tanto, que no garantiza una hipotética “cohesión social”, ya que un “modelo urbano” como el que aquella representa no puede evitar la confrontación entre grupos sociales implicados con intereses distintos. La paradoja para el capital, sin embargo, es que no puede evitar la “segregación urbana” si desea mantener el negocio inmobiliario. Ambas categorías se necesitan, segregación y negocio, conformando un todo único que podríamos asimilar al dicho popular “divide y vencerás”, ya que se alzan como mecanismos que distribuyen la “renta urbana”, la diversidad de promociones inmobiliarias que se reparten por el conjunto de la ciudad, evitando la mezcla que implicaría confusión espacial y, con ello, indeterminación inmobiliaria. Pero, una realidad espacial como la que describimos no sólo es el caldo de cultivo donde fructifica el negocio. Es, también, su tumba, ya que un mundo tan complejo pensado para explotar acaba, en efecto, explotando, allanando el camino que conduce al recrudecimiento de la lucha de clases. El capitalismo incluye sus propias contradicciones, su posible desaparición y, con ello, la ciudad que lo asiste, la “ciudad producto”.
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Notas
[1]. Marx, Prefacio a la Contribución a la Crítica de la Economía Política, Londres, enero de 1859. Edición Española, Alberto Corazón Editor, Serie Comunicación.1970.
[2]. Marx y Engels, La Ideología Alemana. Escrita antes del “Manifiesto”. Edición en castellano de Ediciones Pueblos Unidos de Montevideo (Uruguay) y Ediciones Grijalbo, S.A, de Barcelona.1970).
[3]. Marx, El Capital. Crítica de la Economía Política. Volumen I, Sección Tercera “La Producción de la Plusvalía Absoluta”. Capítulo V, “Proceso de Trabajo y Proceso de Valorización”. I El Proceso de Trabajo. Edición del Fondo de Cultura Económica, México, 1946. Octava reimpresión, 1973.
[4]. Marx, “El Capital. Crítica de la Economía Política”. Volumen I, Sección Segunda, “La Transformación del Dinero en Capital”. Capítulo IV, “Cómo se convierte el Dinero en Capital. 3.Compra y venta de la fuerza de trabajo”. Edición del Fondo de Cultura Económica, México, 1946. Octava reimpresión, 1973.
Nota sobre el autor
Alfonso Álvarez Mora es arquitecto, 1972, por la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid. Doctor Arquitecto, por la Universidad Politécnica de Madrid,1976. Catedrático de Universidad, desde 1984, y Director de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Valladolid, desde 1993 a 1996. Fundador y ex Director del Instituto Universitario de Urbanística y de la Revista “Ciudades”. Ha sido nombrado, de por vida, Profesor Emérito Honorífico de la Universidad de Valladolid.
Para citar este artículo:
Alfonso Álvarez Mora. La criticidad irrevocable en el pensamiento de Marx. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales. Vol. 7, núm. 32, Lecturas para el pensamiento crítico. A Coruña: Crítica Urbana, junio 2024.