Por Rober Amado |
CRÍTICA URBANA N.26 |
–Papábamos amianto. Lo pa-pá-ba-mos.
Juan Manuel Pérez Valcárcel enfatizaba cada sílaba mientras gesticulaba con los brazos en alto y repiqueteaba el suelo con los zapatos marcando el ritmo a un año de morir por no poder respirar. Porque le cuesta. Está sentado en el sofá del salón de una pequeña casa de las llamadas viviendas de la Bazán, barrio obrero de la ciudad portuaria de Ferrol.
El gorgoteo constante de la máquina de oxígeno reverbera por las cuatro paredes. El aire que le llega a la nariz inunda las partes todavía sanas de unos pulmones que parecen recauchutados, mustios, acorchados, abotargados por el amianto. Este material tóxico mató a su hermano Ramón, que apodaban el Veneno, de asbestosis y mesotelioma en el año 1988 pero, a diferencia de él, se lo reconocieron. Valcárcel tiene 75 años y asbestosis, y se ha pasado el último lustro batallando con la empresa Navantia en los juzgados para que le den lo que le corresponde.
–No sirve de mucho el dinero, no te creas– afirma apesadumbrado– ahora ya no puedo dar un paseo sin fatigarme, y eso no se paga con nada.
Les han quitado lo mejor del último tercio de sus vidas. Nadie les avisó de su toxicidad. Cristóbal Carneiro, el que fue primer presidente de la Asociación de Afectados por el Amianto en Galicia (AGAVIDA) durante siete años, que perdió a su padre por un cáncer por amianto, dice que algunos trabajadores cuentan que los sacos en los que venían las mantas tenían las etiquetas cortadas. En ellas venía la información de su toxicidad. Los responsables tenían que saberlo, y nadie hizo nada. La máquina de oxígeno es como una lavadora puesta todo el rato. Y Valcárcel, que le llaman así porque Pérez era un apellido muy común, baja los brazos y suspira en alto.
–Toda una generación al carajo.
Algunos no cumplían los quince cuando tocaron el astillero por primera vez. Llevaban pantaloncitos cortos y zapatos que tenían que durar todo el año cuando entraron en la empresa que daba de comer a todo Ferrol. No tenían dinero para pagarse una carrera. Eran proyectos de hombre destinados a convertirse en mecánicos, soldadores, electricistas, carpinteros, bomberos, montadores, caldereros, pintores, tuberos, delineantes, torneros, plomeros o calafates. En obreros del naval, en definitiva. Trabajar intramuros, dentro, como se decía entonces, era la mejor de las opciones. En una ciudad que separaba a sus gentes entre aquellos que se ganaban el jornal dentro del astillero y los que lo hacían fuera, ahora, esa misma ciudad observa cómo una generación entera, que la alimentó del éxito hasta agotarlo, se muere antes de tiempo.
En los talleres recibían formación durante cuatro años. En todos ellos las mantas de amianto estaban presentes desde el comienzo. Veían cómo cosían las mantas para hacer cojinetes y forrar válvulas o motores, hacer mamparos de planchas de madera o metal y poner entre ellas mantas de amianto, o ver a los soldadores o los electricistas cubrir cables o tubos para protegerlos de los cambios bruscos de temperatura para que no estallasen las uniones. Esa formación equivalía al bachillerato superior y, si valían, salían de allí como operarios de tercera. Los que no, iban para peones. Estarían, así, toda su vida montando, aislando y reparando barcos. Nadie les avisó de que ese material con el que trabajaban cambiaría por completo el final de su historia.
Casi la totalidad de aquellos diez mil trabajadores, entre fijos y contratas, de las empresas Bazán y Astano de Ferrol -hoy Navantia- se expusieron al polvo de amianto en el trabajo. ”Al menos uno de cada diez desarrollará una enfermedad mortal de aquí al 2020”; esto lo decía Carlos Piñeiro, médico experto en la materia. Este doctor descubrió, en la década de los 90, casos de asbestosis aguda en trabajadores retirados que habían forrado con amianto los túneles de la base naval de A Graña. Tosían sangre. Carlos podía ver a simple vista las fibras impregnadas. Casi tres décadas después, Ferrol ostenta uno de los índices más altos de tumoraciones por exposición al amianto de Europa.
Es una enfermedad cruel y rara que puede llegar a esperar cincuenta años para desarrollarse. Algunos de los afectados son incapaces de comprender su situación. Como Ramón Capotillo, que no ha cumplido los 65, encargado de hacer las revisiones de seguridad en los barcos sin protección alguna. Ramón pasó de una fibrosis pulmonar, una enfermedad considerada benigna que provoca restricción respiratoria, a una asbestosis o un mesotelioma en menos de dos años. Cuando se lo dijo el oncólogo, no es que no se lo creyera, es que no tenía ni idea de lo qué le estaba hablando. Hace cuatro días podía hacer 80 largos en la piscina. Hace dos, tenía un solo pulmón que le condenaba a fatigarse al subir unas escaleras. Hoy es un número más que engorda la lista de fallecidos por el amianto.
Es una imagen que muchos repiten cuando se les pregunta por su trabajo. Entre aquellos mamparos cobrizos, sorteando recovecos, cables, tablones y otros compañeros, veían, cuando un haz de luz atravesaba el habitáculo, las partículas de aquel polvo dulzón que se les pegaba como harina al buzo. Había alguno que hacía la broma y decía que aquello parecía una sauna. Otros, en las veladas, en aquellas interminables horas extras perdidas de madrugada entre turnos de trabajo en las que, oficialmente, nadie dormía, las pasaban jugando a las cartas o durmiendo. Y lo hacían sobre las mantas de amianto. Mantenían bien la temperatura, eran calentitas dicen. Otros, en los descansos, llegaron a arrancar pequeños jirones de tela de amianto, darles forma para después tirárselos a la cara a algún compañero. Ese aire apenas se renovaba ya que los habitáculos eran pequeños y casi estancos. Las fibras de amianto, además, flotan en el aire durante horas, se inhalan y permanecen en los pulmones. El sistema linfático las filtra hasta la pleura y allí necrosan con el tiempo. En el peor de los casos se puede desarrollar un mesotelioma, un cáncer de pleura. En una población normal, estándar, se da un caso de este cáncer por millón de habitantes por año. En Ferrol, según Carmen Diego, la neumóloga jefa del hospital Arquitecto Marcide, en la unidad de asbestosis encontramos fácilmente, en esta zona de menos de 200 mil habitantes, más de cinco casos al año.
Los afectados se sienten ninguneados, apartados. Apenas aparecen en las cifras oficiales. Hasta 2010 el número de afectados reconocidos en Galicia por la Xunta era inferior a mil. El aumento ha sido considerable si tenemos en cuenta que en 2002, cuando el problema saltó a la esfera pública, no se tenía ni un solo afectado reconocido. Este subregistro no es más que la punta del iceberg. La gran mayoría de los asociados han tenido y tienen problemas con varias entidades públicas y privadas en el largo peregrinaje de su reconocimiento, y si alguna vez se paga alguna indemnización, suelen ser las viudas las encargadas de cobrarla. Trabas con la administración, con el INSS, con las mutuas, con las aseguradoras, con la propia Navantia. Casos con graves afectaciones pulmonares con partes extirpadas de pulmón que son considerados aptos para una vida normal, negativas de la empresa a aceptar el convenio que deja plazas heredadas a familiares directos, aseguradoras y mutuas que escurren el bulto para decir que no van con ellas, juicios en los que se vierten opiniones dolorosas… Es el talón de Aquiles que se les ha quedado grabado a fuego.
Tras casi un centenar de juicios perdidos, las empresas siguen negando la evidencia. Hay quien no quiere saber, hay quien no quiere ni oír hablar del tema. Se preguntan desde cuándo lo sabían. La aseguradora Musini, hoy Mapfre, ya firmaba cláusulas en el año 86 en las que no cubría daños a trabajadores por enfermedades profesionales relacionadas con los pulmones. Porque esa generación se va en inhalaciones descompasadas. No solo los casi trece mil que, según estimaciones de AGAVIDA, llegaron a trabajar en los astilleros en su punto álgido. También se van aquellos que nunca lo pisaron.
Amalia Vázquez vivía en una casita en el Ponto, a kilómetros de distancia de la zona fabril. Pasaba los días en un salón pequeño, mirando la tele. Una de las baldas de la estantería que tenía al lado estaba abarrotada de cajas de medicamentos. Tenía puesta esa lavadora que nunca acaba porque no podía respirar sin ayuda ni un solo momento. Se había acostumbrado al zumbido de la máquina. Amalia rompe la monotonía dándole sorbos a una botellita con agua.
–Es que este aire me seca la garganta– dice con una voz menuda, llevándose a la boca unas manos en las que tiene grabado el mapa de trabajo de décadas en sus arrugas. Décadas de ahuecar un buzo que llegaba blanco, como cubierto de harina, y salía azul oscuro a base de cepillo y agua. Su marido, fallecido, trabajaba dentro. Empezó con una fibrosis pulmonar que derivó con el tiempo en una asbestosis. Amalia tenía los ojos pequeños, que se humedecían cuando pensaba en los suyos, en su marido, y en ella.
–No me extraña que la gente que sufre haga lo que sea.
Fue la primera mujer con una enfermedad por exposición al amianto en Ferrol. A ella le dijeron que no había nada que hacer, que no le iban a dar un duro. Le quedaba ánimo para reír. Recordaba a su marido cuando se ponía histérico viendo el fútbol y movía las manos haciendo aspavientos. Hay que tirar adelante, eso lo tiene claro. Como ella, como todos ellos. Con lo que sea. Aunque cueste respirar.
Nota sobre el autor
Rober Amado. Sociólogo y fotoperiodista. Ferrol, 1985. Ha escrito dos libros, uno sobre los afectados por el amianto en el sector naval de Ferrol (Peregrinos del Amianto, 2015) y otro sobre el cáncer de mama (La cicatriz que seremos, 2018). Durante doce años trabajó como periodista freelance en medios como El País, El Mundo, Interviú, Gara, La Voz de Galicia, Condé Nast Traveler y la revista T Mag del New York Times en español. Ha colaborado con ongs como Cruz Roja o Down Coruña en diversos programas de sensibilización, así como actividades de voluntariado, desde cursos de periodismo o edición fotográfica como la elaboración de cortometrajes, revistas o programas de radio. Actualmente trabaja en el astillero de Ferrol como estibador. Escribe en sus ratos libres. El próximo trabajo va sobre las enfermedades mentales.
Para citar este artículo:
Rober Amado. Peregrinos del amianto en Ferrol. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.5 núm. 26 Hábitat y salud. A Coruña: Crítica Urbana, diciembre 2022.