Por Rosa Méndez |
CRÍTICA URBANA N.22 |
O Ferrol, 8 da mañá 10/3/1972
Erguéstesvos cedo aquel día
/o costume do traballo/
mañá cediño pra facernos coa vosa morte
Uxío Novoneyra
Hablar de la ciudad en su conjunto es ir más allá de lo visible y construido. La ciudad toma su forma tras la historia que a lo largo de los siglos, incluidas décadas recientes, le han ido aportando sus habitantes, especialmente en aquellos momentos concretos de especial interés para sus vidas.
No hay dos ciudades iguales, como no existen personas idénticas ni vidas similares. Podremos hacer referencias a órdenes, estilos, arte semejante… Pero habrá de ser la intrahistoria la que al cabo determine la singularidad de los espacios que han ido protagonizando buena parte de la vida de cada uno de sus moradores.
En todo ello ocupará un lugar de especial referencia la percepción, comprendida como interpretación de sensaciones y significados que nos van asaltando cuando transitamos calles, disfrutamos plazas y otros lugares comunes. De ahí que conocimiento y experiencias vayan acumulándose a través de los años y en distintas generaciones que han sido capaces de envolver sus presentes con ese celofán/legado, que habrá sido la referencia de partida. Así pues, cada ciudadano lleva consigo una sutil y personal interpretación de la ciudad; una percepción basada, en gran medida, en ese legado inicial: un patrimonio compartido que, con matices diferenciados, proviene de una urdimbre común. De este modo, cada cual se enfrenta a la ciudad material/construida y a esa otra aprehendida y captada a través la historia común, la memoria propia y esas distorsiones que, aun siendo de carácter social, influyen de un modo u otro en la delimitación simbólica y afectiva que individualmente otorgamos al entorno.
Ya abundaba John Ruskin en el siglo XIX acerca de la importancia de la memoria, el poder, la verdad, la belleza… como elementos cuya incidencia ha de tenerse presente a la hora de abordar una teoría de carácter moral relacionada con el arte y la arquitectura. Posicionamiento que habría de llevarlo a la defensa de la pátina, comprendida ésta como parte esencial de la completitud del monumento, preservando su autenticidad a lo largo del tiempo. Así, el paso del tiempo y la ruina debían ser considerados en toda su extensión como algo bello y valorable, tras los que se ocultaba no sólo un edificio vivo con sus arrugas y desperfectos, sino que además esa imagen nos debería trasladar, sin concesiones-maquillaje, al momento concreto de su construcción, siendo en ese punto donde encontraríamos los verdaderos significados sociales, históricos y artísticos de la misma. Todo un conjunto de apropiaciones presentes de realidad pasada e historia relatada -sin ambages o ambigüedades- destinado a generaciones futuras. No fueron pocos quienes acusaron a Ruskin de romanticismo; ignorando visiblemente cuánto se oculta tras este reivindicador movimiento artístico.
Ferrol y sus cicatrices
Partiendo de todo ello y pasando a la ciudad que nos ocupa: Ferrol, estamos frente a un territorio cuya carga histórica-escrita se reduce hasta el momento al conocimiento de apenas tres siglos; anteriormente a estos, son pocos los estudios que hayan hecho hincapié en sus periodos medieval, antiguo o prehistórico. La villa de marineros -que en el siglo XVIII dio paso, por encomendación directa de la Corona, al Ferrol militar y constructor de navíos- se fue diluyendo, del mismo modo que este Ferrol posterior al XVIII se fue conformando, a través de estudios y publicaciones, en un espacio “glorioso” de baluartes, castillos, astilleros, maestranzas, diques, muros, foso, muelles, grúas, talleres… Como si nada anterior hubiese existido o sucedido, ni apenas algo ajeno al interior de amurallamientos militares fuese digno de presencia moral o científica. Un Ferrol incompleto, inadmisible y de contestables aires de grandeza. De este modo, la ciudad discutiblemente Ilustrada fue anclándose en esa seudohistoria que, de un modo u otro, se fue agazapando con fuerza en la memoria común y percepción de sus habitantes; quedando una buena parte de estos distanciados de importantes hitos de carácter social y cultural que a lo largo de las décadas se fueron entretejiendo en ese otro devenir: más humano y apenas referenciado en plazas, calles y monumentos.
Buen ejemplo de todo ello, entre otros muchos, podrían ser los trágicos sucesos ocurridos en el año 1972, cuyo recuerdo urbano se limita a un sencillo monumento situado en un espacio descontextualizado y cuya humilde funcionalidad apenas es más que una pequeña rotonda distribuidora de tráfico. Cuando dicha escultura-monumento debería percibirse como el gran homenaje de una ciudad a los trabajadores que aquellos 9 y 10 de marzo se pusieron en pie para defender sus derechos laborales frente a un poder injusto, dictatorial y violento aún en sus últimos estertores. Un movimiento de perfil obrero que, no hemos de olvidarlo, llevaba aparejado también un posicionamiento firme de carácter político cuya finalidad no era otra que incidir en el desgaste continuado de un Régimen insostenible en todas sus vertientes.
Somos muchas las personas que guardamos aún en la memoria lo ocurrido, del mismo modo que sabemos los nombres de quienes fueron tiroteados, algunos hasta la muerte, o quienes sufrieron la ingente represión posterior por haber defendido lo que creían justo. Pero es cierto también que existen todavía quienes dan la espalda a aquella realidad, como si el pasado fuese una puerta a la desmemoria colectiva; quizás porque es más sencillo arrellanarse en un cómodo presente sostenido por un patrimonio colectivo que a nada compromete, enmarcado entre los siglos XVIII al XX.
Pero ¿cómo defender el patrimonio de la memoria sin atender a una realidad que aún conservamos en nuestro interior? ¿Cómo afianzar la identidad de una ciudad si dejamos al margen una serie de hitos que han presenciado distintas generaciones siendo la alternativa identificarnos con lo que nos ha venido dado a través de visiones parciales de nuestra historia?
El pedestal del Monumento al 10 de Marzo de 1972 ha de estar anclado en la dignidad de aquellos trabajadores que ese día salieron a las calles a defender sus puestos de trabajo y un futuro que creían justos y cuya defensa acabó con dos muertos a manos de la policía del Régimen: Amador Rey y Daniel Niebla; junto con alrededor de cuarenta obreros heridos, algunos de gravedad … Fueron más de cuatro mil trabajadores expulsados violentamente y perseguidos por las calles, arropados por la solidaridad de miles de ferrolanos que, sufriendo el miedo en el interior de sus viviendas, comprendían y hacían suyas sus reivindicaciones. El 11 de marzo fueron enterrados Amador y Daniel, acompañados por el silencio sobrio y cómplice de una huelga general que abriría las puertas a más huelgas y manifestaciones en toda Galicia. A todo ello ha de sumársele un continuo número de detenciones, persecuciones y amenazas de despido a miles de trabajadores. Y fue por cuánto significaron estos hechos en Ferrol, que el 10 de Marzo sería declarado Día da Clase Obreira Galega.
Volviendo al monumento que recuerda a las víctimas y al conjunto de trabajadores que aquel once de marzo salieron a las calles, es completamente necesario y urgente que su instalación recupere el lugar original donde estos hechos tuvieron lugar: el centro de la plaza contigua y cuyo nombre no podría ser otro que Praza do 10 de Marzo. Y todo ello con el fin de volver a resignificar ese espacio, dotándolo de un sentido que se ajuste a la memoria de los hechos y recuperando la dignidad de los mismos, acallada durante cinco décadas. Redundado todo ello en un Ferrol ejemplo de la lucha y heroísmo de sus trabajadoras y trabajadores, en defensa de su dignidad laboral y profesional, al tiempo que detractores de un Régimen incalificable. Un Ferrol que el sector obrero ennobleció, ganándose el posterior reconocimiento y admiración de quienes fueron sus testigos en una gran parte de los rincones del Estado.
Para finalizar, no puedo menos que hacer nuevamente hincapié en que nuestro alrededor nos afecta íntimamente, al tiempo que nos transforma; de modo que los espacios urbanos compartidos pueden convertirnos en ciudadanos sumisos o ciudadanos libres. Modo éste último que puede redundar en la forma de hallar la justicia social a través del entorno. Porque la ciudad nos está hablando a través de unas cicatrices que inicialmente fueron las heridas abiertas de sus habitantes. De ahí que debamos luchar por un modelo ético de ciudad: libre, justa, cierta y transparente en los significados que transmita, utilizando para ello la veracidad histórica indiscutible.
Nota sobre la autora
Rosa Méndez Fonte. Investigadora y docente. Doctora en Humanidades. Socia de Mérito de la Asociación Española de Gestores de Patrimonio Cultural. Ex concejala de Patrimonio histórico de Ferrol. Especialista en Patrimonio y Sociedad (UDC).
Para citar este artículo:
Rosa Méndez. Por una ciudad comprendida. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.5 núm. 22 Espacio público, espacio en Conflicto. A Coruña: Crítica Urbana, enero 2022.