Por Federico L. Silvestre |
CRÍTICA URBANA N.9|
«El punto sensible es el punto de ruptura y de liberación de los mecanismos y de las instituciones de todo orden»
Jean-Marc Besse: La sombra de las cosas. Sobre paisaje y geografía,
Madrid, Biblioteca Nueva, 2010, p. 175.
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Da lo mismo de qué se trate, el caso es que cualquiera que se consagra a una obra sabe del más allá de su obra. Sobre el «imposible» que ahí se vislumbra se han dicho cosas interesantes. Blanchot apuntó, por ejemplo, que la noche más oscura del autor nunca es la de los fantasmas. Los fantasmas siempre son algo y no nada. La noche más oscura del autor es la de su propio «afuera». Ese «afuera» es algo paradójicamente íntimo porque, cuando todo desaparece, «todo desaparece» se nos aparece. Pero, por otro lado, ese «afuera» siempre arrecia porque, estando dentro, siempre apunta hacia lo que no se aprehende.
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I. El «afuera»
En la deriva extensa esto resulta más evidente. Sin duda, los estudios visuales, y los del territorio o el paisaje, han hablado largo y tendido de ese «afuera» más empírico. Se trata, en general, del conjunto de elementos que escapan a una imagen o a un espacio político, de todo lo que, o no acaba de entrar en el marco, o no es contemplado dentro del mismo. En el ámbito de la imagen, lo abarcado puede ser variable o invariable —plano fijo o en movimiento—, pero lo importante es que el «fuera de campo» se da por sentado tanto por los campeones de la elipsis —v. gr., Andrei Tarkovski— como por los analistas de lo connotado —v. gr., Roland Barthes—. Y, en el ámbito del arte del territorio o del paisaje, ese «fuera de campo» también se ha frecuentado, tanto por los que apuntan a las franjas, las fronteras y los desplazados —v. gr., Francis Alÿs—, como por los que se demoran en ese hors champ solo sugerido pero ya intuido en el espacio tratado —v. gr., Gilles A. Tiberghien—.
Ocurre que en cualquiera de los casos —tanto en el más íntimo o blanchotiano, como en el más empírico o territorializado— el «afuera» siempre depende de algo que no es, ni lo de fuera, ni lo de dentro, sino de cierta vida que pulula entre ambos. Ahora bien, ¿cabe aplicar semejante idea al ámbito de la arquitectura y el espacio urbano?
II. El «afuera» del proyecto
Empecemos por el «afuera» más íntimo. Hace años publiqué un artículo titulado «Técnicas de representación y proyectos de intervención» (Paisea. Revista de paisajismo, GG, 14, 2010). Aunque con otras palabras, en él ya me preguntaba si había un «afuera» de los métodos de proyección arquitectónica y paisajística. En principio, el artículo parecía acercarse a las posiciones de los defensores de la «cárcel del lenguaje», teóricos según los cuales no hay una «afuera» de la lengua usada o de los códigos de representación manejados, pues son las maneras culturales de referir las cosas las que siempre orientan nuestra creación y nuestra mirada. Al respecto, poníamos varios ejemplos. A partir del Renacimiento se constata la multiplicación y el imperio de las técnicas de representación del espacio en detrimento del proceder más empírico. Arnaldo Bruschi se referirá a la civiltá prospettiva, y parece claro que, de Alberti al siglo XIX, varias generaciones concebirán sus construcciones y ciudades a golpe de perspectiva. Algo parecido ocurrirá más tarde con el ideal pintoresco. Cuando en los siglos XVIII y XIX se extienda ese ideal, la manera de representar imperante pasará a ser la propia de un Lorena o de la pintura de paisaje, por eso, en 1808 Alexandre de Laborde concebirá sus propuestas de transformación de los típicos châteaux y jardines franceses eliminando simetrías claras y partiendo de las masas de árboles y la modulación del relieve. Incluso la OMA habría jugado al juego de auto-condicionarse por las técnicas y métodos de representación más recientes cuando, para el concurso del jardín de la Villette de París de los ochenta del siglo XX, presentó un proyecto de infografías pixeladas inspiradas en la estética de los videojuegos de Arcade.
Efectivamente, no es posible crear desde la nada y, así como el diseño de un programa depende de los sistemas informáticos de codificación que se usen para conformarlo, así el proyecto arquitectónico o urbano está condicionado tanto por las técnicas de representación como por el universo jurídico que lo restringe. Cuando tales técnicas y tal universo se incorporan al modo de trabajar del arquitecto hasta el punto de fomentar cierto tipo de visiones o fantasías iniciales, se vuelve evidente la relación entre esas esferas. ¿Cabe por tanto reducir la creación arquitectónica y urbana a los códigos de los que se parte? En la primera frase del artículo de Paisea ya sugeríamos que no, es decir, ya sugeríamos el «afuera» de tales códigos. Al respecto, empezábamos defendiendo: «la opinión de aquellos que subrayan la libertad de la imaginación del arquitecto y el valor secundario de las técnicas de representación que se utilizan para que el cliente o el constructor entiendan mejor el proyecto de intervención que se propone». Ahora bien, en qué lugar se vislumbraba una salida a las técnicas codificadas, era un tema que allí no tratábamos.
En el ámbito de la literatura, llama la atención la insistencia de la crítica en el hors-oeuvre de, por ejemplo, Franz Kafka. El conjunto de cartas, diarios y apuntes de este escritor es de tal calidad que ha fascinado a propios y extraños. Sin duda, tales notas no fueron redactadas para ser publicadas. Pero la cuestión es que en ellas Kafka se liberaba por completo de las convenciones y avanzaba historietas y registros que apuntaban hacia el «imposible» de su escritura, un más allá mucho más arriesgado que el de sus obras publicadas.
Lo cierto es que el «afuera» de la arquitectura, en parte, recuerda al «afuera» de la escritura. Cuando uno contempla los croquis de Siza o de Constant, se enfrenta a una especie de matriz o génesis total. Sin duda, los tiempos han cambiado, pero algunas tabletas gráficas vienen ahora preparadas con aplicaciones que subrayan esa génesis. No nos referimos a los CAAD (siglas en inglés de computer-aided architectural design), pues estos programas ya nos colocan desde el principio en un mundo tridimensional y ante una serie de opciones demasiado reales. Hablamos de aplicaciones de dibujo mucho más sencillas para las que solo se necesita una pantalla táctil y un lápiz digital. A medida que uno raya la página virtual, estos programas memorizan los pasos. Pasos que, al rato, podemos contemplar reconstruidos en video y a cámara rápida. Es probable que, con el tiempo, estos videos susciten algunos estudios cognitivos sobre los patrones en el trazado de líneas sobre el papel en blanco, pues, evidentemente, la bidimensionalidad impone unos límites, y la anatomía y el ojo humanos, otros tantos. Pero lo importante para nosotros es que, cuando dejamos la herramienta en manos de un arquitecto, y le planteamos la tarea de dibujar en abstracto, enseguida comprobamos cómo el punto de partida solo tiene que ver con el fragmento puro y el gesto rápido. De manera que, lo que realmente (y únicamente) condiciona lo que está pasando, es cada nueva línea o punto que, a continuación, orienta los que se van trazando, resultando el repertorio de opciones ciertamente infinito.
Sin duda, el dibujo del arquitecto y el paisajista profesional siempre es realista y mimético. Si no lo fuera, no cobraría. Pero, aunque en sus obras partan de un sentido claro —pues deben construir una escuela u ordenar un barrio…—, también empiezan jugando con una matriz de la clase que hemos planteado. En «Sobre la idea del niño paisajista» —texto publicado en el libro Paisajes habitados—, me referí a esta cuestión en relación al modo salvaje de dibujar el paisaje de los más pequeños. Al respecto, comparé su técnica torpe y agresiva con la de Cézanne y con la teoría del arte liso o háptico de Mil mesetas. En tales páginas, Deleuze y Guattari se demoraban en el dibujo háptico para oponerlo al estriado u óptico, y esa fue la idea que yo retomé para hacer referencia al dibujo liso o táctil del arte infantil de la primera etapa[1]. El caso es que, a juicio de los franceses, daba lo mismo que la totalidad del lienzo de Cézanne tuviese un sentido mimético u óptico más o menos claro desde el comienzo —al fin y al cabo, visto a media distancia era evidente que se representaba un paisaje—, pues lo cierto es que tales obras se concebían de cerca o hápticamente.
Efectivamente, depende de los casos, pero en general el dibujante de croquis raras veces se sitúa «frente» al cuadro buscando «reconocer» inmediatamente algo en lo pintado, sino que se coloca «en» el gesto, recreándose y ensuciándose con sus manos. Al contrario que el espacio estriado y perspectivo de la vista a media distancia, a diferencia de la composición pensada como conjunto representativo y forjada mediante técnicas más o menos codificadas, semejante diversidad rayada, asumida de cerca y realmente palpada, no se comporta de forma coherente, sino como suma fragmentaria, es decir, como líneas o manchas que cambian de dirección y entran en conflicto. Por supuesto que, como Hubert Damisch apuntaba, esa suma está lejos de la absoluta inconsciencia o falta de voluntad —al respecto, este crítico recordaba que, tras las primeras tentativas a ciegas, el autor de toda obra abstracta siempre tomaba infinidad de «micro-decisiones» formales o cromáticas—. Pero lo importante para el caso es que, se traten de algo involuntario o de algo intencional, tales primeros croquis siempre nos colocan en la esfera del juego abierto y no en la de la representación o el sentido cerrados.
Si en arquitectura no se partiese de ese hors-oeuvre, la arquitectura no sería un arte y los paisajes urbanos resultarían siempre iguales. Pero, como el creador parte de un croquis lúdico y una serie de manchas, conviene reconocer el íntimo «afuera» de toda obra en ciernes, un «afuera» que no necesita esperar al concepto o a lo externo para empezar a forjarse.
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III. El «afuera» de la ciudad
Ahora bien, la arquitectura y el diseño urbano y de paisaje no solo cuentan con ese «imposible» asociable al más allá íntimo que todo autor conoce. La arquitectura y el diseño también apuntan al «afuera» propiamente dicho, al «afuera» situado en lo extenso. Para captarlo basta colocarse en el «imposible» urbano, un «imposible» que, con frecuencia, la literatura y la prensa nos ha hurtado. Piénsese, por ejemplo, en las palabras de Balzac. Decía el autor de La comedia humana que hay en la ciudad «ciertas calles tan deshonradas como puede estarlo un hombre culpable de infamia; hay también calles nobles, calles simplemente honestas, calles jóvenes sobre cuya moralidad el público no se ha formado todavía una opinión; calles asesinas, calles más viejas que la más vieja de las viudas viejas, calles dignas de aprecio, calles siempre limpias, calles siempre sucias, calles obreras, trabajadoras, mercantiles…» (Ferragus). Italo Calvino sin duda acertó cuando, recordando estas líneas, sostuvo que Balzac había sido el primero en intuir la ciudad como lenguaje. Pero el problema de insistir en la idea de la ciudad como lenguaje es que, al hacerlo, olvidamos que la ciudad no es un lenguaje.
Lejos de que la ciudad sea un lenguaje, es cierta literatura —poco abierta a las vaguedades— la que la acota y la codifica, así como el sueño de algunos urbanistas y políticos el que constriñe sus derivas en función de las convenciones que asumen. Ocurre que, al margen de lo que diga cierta semiología o el New Urbanism, la ciudad es mucho más que un conjunto de signos y personas estereotipados o sometidos a un código, por la sencilla razón de que la ciudad es un ente vivo que siempre apunta a un más allá desbordante.
En el verano de 2009 visité el paraíso del New Urbanism, la ciudad de Seaside en Florida. Seaside es una pequeña villa costera surgida de los sueños de un gran propietario, Robert S. Davis. A principios de los ochenta, Davis contrató los servicios de la empresa Duany, Plater-Zyberk & Company para que diseñase el proyecto de la ciudad. Pero fue al pasar por allí y recoger información que me enteré de que Seaside había sido concebida enteramente en relación a un código inquebrantable.
Efectivamente, en cuanto Duany y Plater-Zyberk se hicieron cargo del proyecto comenzaron a insistir en la necesidad, no sólo de diseñar un plan urbano acorde con los valores de la pequeña e idílica comunidad del gusto conservador del propietario de los terrenos, sino, también, de imponer entre sus habitantes el uso y aplicación de un estricto código. De hecho, dos de los primeros códigos que redactaron estos urbanistas fueron el Urban Code para la ciudad de Seaside, y el Windsor Code para otra localidad de Florida, Vero Beach[2]. Partiendo de un plan inspirado en Atenas y diseñado por Léon Krier, y de ocho «tipos» de construcciones (funciones) claramente definidas, en el Urban Code para la ciudad de Seaside se especificaban las medidas de las calles, la distancia de fachadas, las medidas de aceras circundantes, las proporciones de porches y balcones, el tamaño de sus jardines o espacios anexos, el de los aparcamientos, así como las alturas permitidas[3]. A mayores, se rechazaban las maneras de Gropius y a diferencia del código de categorías universales de Neufert, se apostaba por cierto rural-urban character; un carácter que, en todo caso, no dejaría de demorarse en cierta imagen turística y estereotipada, propia de un mundo de postales.
Con los años ese código parcial –el típico con el que cuenta todo municipio del llamado primer mundo en la actualidad– fue sustituido por otro más estricto y divulgado gracias al empuje del Congress for the New Urbanism, agrupación norteamericana que cuenta con miles de arquitectos y constructores asociados y que, además de criticar abiertamente el modernismo arquitectónico, echa mano de fórmulas con las que muchos ciudadanos se puede identificar rápido. El retorno a cierta idea sesgada de comunidad, el estricto control de los modos de crecimiento de la ciudad y la aplicación del modelo estético mediático –adaptado a la media y procedente de los medios–, han sido las claves del éxito de un programa en el que «built form and landscape form are e mutually dependent»[4].
La formalización más explícita de semejante cruzada aparece encarnada en el SmartCode, un código aplicado por vez primera en Petaluma, California, en 2003, y que ya ha superado la décima versión. En principio, el SmartCode se presentaría como «un código de desarrollo territorial unificado que puede incluir parcelación [zoning], normas de subdivisión [subdivision regulations], diseño urbano, señalización, paisajismo [landscaping] y estándares arquitectónicos básicos». Pero con el tiempo el SmartCode irá más lejos, convirtiéndose a día de hoy en una herramienta para tipificar «hábitats humanos».
Como sabe toda la sociología materialista, cuando en urbanismo alguien defiende un sólido código siempre es en relación a determinados intereses. Ya en el verano de 2009 los anuncios turísticos e inmobiliarios de Seaside no engañaban: aunque Seaside no fuese un condominio explícito como Celebration, en Orlando[5], no por eso dejará de funcionar como «privatopía». El precio medio por habitación en ese momento ascendía a 350 dólares la noche. Muy cerca, en Panama City Beach, era raro que superase los 150; y, un poco más al Este, en Apalachicola, no pasaba de los 250. Resultaba evidente que el tipo de visitas que intentaba atraer el New Urbanism era muy concreto, así como el tipo de inquilinos, siendo imposible encontrar casa propia por debajo de los 499.000 dólares y llegando las más caras a los 4.850.000. Aunque en mi viaje veraniego a Seaside no partía de hipótesis alguna, mi conclusión resultó bastante clara. Si en Seaside las formas arquitectónicas, paisajísticas y urbanas habían sido evidentemente acotadas, la exclusión de ciertas clases incidía en una codificación social mucho menos evidente pero igual de arraigada.
Desde luego, no parece casual que el Príncipe de Gales fuese uno de los que aplaudieron la iniciativa de Davis, Duany, Plater- Zyberk y Krier en Seaside[6]. En todo caso, ¿dónde se quedaba el «afuera» en la arquitectura y el urbanismo que aquí se aplicaba? Evidentemente, el «afuera» no se contemplaba porque, sencillamente, se había coartado su posibilidad antes de que esta comenzase a darse. Por un lado, la apuesta sistemática por el rural-urban character y por las formas convencionales del estilo colonial o clásica impedía escapar a la lógica de la representación, esto es, impedía que el arquitecto y el paisajista se recreasen en el croquis más libre. Y, por otro, la acotación tanto reglamentaria como económica de los límites urbanísticos y sociológicos, limitaba el acceso del New Urbanism a la vida real, esa que pulula y que siempre está más allá.
Hubo de ser un cineasta de indudable talento, el director de origen australiano Peter Weir, el que, tras pasar un verano por Seaside, pudo soñar El Show de Truman (1998). Efectivamente, la ficción de Weir sobre la telerrealidad y el simulacro fue filmada en un lugar muy, muy real llamado Seaside. Pero antes de las explícitas críticas de esa película, fueron los situacionistas o los miembros del grupo Stalker los que se levantaron contra esa concepción de la arquitectura, el urbanismo y la sociedad opuestos al «afuera» que aquí intentamos reivindicar. Toda la trayectoria del arquitecto y urbanista italiano Francesco Careri, uno de los componentes del grupo Stalker, ha girado en torno a este asunto. No solo se trata de que el urbanismo deba apostar, menos por el código, y más por el arte de la costura. Es que únicamente desde una arquitectura sensible para con el «afuera» del proyecto y el «afuera» de lo real, se gana la capacidad de integrar la vida de la auténtica ciudad.
Digamos que la apuesta peripatética del profesor de la Escuela de Arquitectura de la Università Roma Tre —la misma que ya se exponía hace años en Walkscapes—, no solo tiene que ver con llevarse a los alumnos a pasear y ver paisajes. De lo que se trata es de llegar a esos lugares a los que las clases acomodadas nunca van, es decir, de llegar a los márgenes-marginales de la ciudad. Como ocurre con el «afuera» más íntimo del momento creador, este otro «afuera» no siempre está en la periferia. Solo los espacios hipercodificados impiden la entrada del «afuera» exterior y la emergencia del «afuera» interior. De hecho, lo que descubrieron Careri y sus alumnos en sus rutas por Roma fue algo parecido a lo que Gilles Clément llevaba reivindicando para las plantas desde hacía una década: que, a veces, los mares ignotos de la gran ciudad estaban dentro de ella, en las riberas abandonadas de los grandes cauces, en los polígonos industriales olvidados, en las cunetas de carreteras y vías férreas, en los lugares donde se asentaban los rumanos…
Partiendo de ahí, no extraña que los últimos proyectos de Careri, más que consistir en planificaciones a gran escala, hayan derivado hacia la construcción más humilde de refugios o casas precarias, hasta el punto de llegar a exclamar, ante un perplejo auditorio de biempensantes, que lo que más le había sorprendido de convivir con los gitanos era lo barato que resultaba construir una casa de dos alturas: una de esas por las que la gente se hipoteca de por vida[7].
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IV. El paisaje es el «afuera»
Fue Bachelard el que insistió en que solo el pensador ingenuo se obceca con la perfecta geometría de lo de dentro y lo de fuera. La pareja fuera/dentro juega el papel de primer mito, uno de esos que se forjan en la infancia y que nuestra cultura fomenta. Pero lo cierto es que el «afuera» habita en todas partes siendo lo único capaz de ponerlas en contacto. Pensando en estas cosas, fue Nancy el que insistió en la paradójica profundidad de las áreas de contacto. La piel, como el suelo o la frontera, es el lugar en el que todo se juega. Frente a esa afirmación, la ontología de antaño estaba obsesionada con lo mismo que el viejo urbanismo, a saber, con la esencia separada de la existencia, con lo profundo alejado de la superficie, con la plaza central a distancia de las murallas. Pero Nancy nos enseña a verlo todo de otro modo. El ser de la cebolla solo es una suma de pieles, y hoy sabemos que, como fruto de una larga evolución, nuestro cerebro también. Poco importa que en la cebolla o el cráneo el «afuera» naciente se sitúe abajo, pues, se trate de nuevas pieles, de nuevas neuronas o de nuevas sinapsis, lo más profundo resulta igual de efímero que lo que en el agua acaece en superficie.
La filosofía del paisaje urbano podría sacar algunas ideas de esas profundas superficies porque, se trate de efímeras neuronas, de capas en barbecho, o de márgenes rururbanos, tales «afueras» no son códigos o esencias, incluso tampoco lenguajes. Por un lado, se manifiestan en la vida íntima del soñador de edificios y paisajes, que dibuja desde el puro tanteo de sus gestos y sus precarias sinapsis formas libres sin las que la arquitectura no sería arte. Pero, por otro lado, también afloran en la vida urbana de los márgenes, de las nuevas estigmergias o de los internos eriales[8].
Los códigos de representación y las leyes proyectadas desde los centros urbanos, ejercen de diques de contención. Funcionan como una arbórea corteza invertida, una corteza medular que desde la gran plaza central —con sus ayuntamientos, academias y tribunales— intenta imponer cierto ser o identidad al gran todo. Si la comprensión de la idea de paisaje ha chocado recientemente con alguna dificultad, ha sido con la que impone esa corteza porque buena parte de los especialistas en paisaje ha acabado asociando el paisaje con tal identidad, esto es, con cierto carácter urbano perfectamente codificado. Pero los poetas y los artistas, así como los desplazados y los marginales, nunca han asociado el paisaje con semejante idea. Si el paisaje urbano solo fuese lenguaje y código, el paisaje urbano solo atraería a juristas y asustados. Es la vida viva en su eterno errar y su inevitable error —es decir, en su foránea exposición—, la que siempre deviene paisaje.
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[1] Ya en 1925 Bakushinskii se inspiró en la distinción de Alois Riegl entre lo óptico y lo háptico para diferenciar dos procesos y dos etapas del dibujo infantil. Según esta teoría, cabía discernir los procesos «dinámico-táctiles» o «táctiles y motrices» y los procesos de percepción y visión, pues si el niño con los años tendía a ser más y más visual, el pequeño en su tierna infancia se demoraba en lo activo, lo táctil y la motricidad.
[2] V. VV.AA.: Views of Seaside. Comentaries and Observations on a City of Ideas, New York, Rizzoli, 2008, pp. 60-63.
[3] V. VV.AA.: Views of Seaside, Op. cit., 2008, pp. 25-29 y 45-49.
[4] V. Elizabeth Moule; Stefanos Polyzoides: «The Street, the Block and the Building» en Peter Katz (ed.): The New Urbanism. Toward an Architecture of Community, New York, McGraw-Hill, 1994, p. XXIV.
[5] A diferencia de Celebration, Seaside no tiene muros o barreras que cierren el paso a todos los entes extraños. Sobre Celebration, véase, de Matt Thomas: «Celebration, USA: The First Sign of What Will Be America’s Homogeneous Landscape» en The Journal of American Culture, 30, 2, Junio 2007, pp. 187-197.
[6] V. His Royal Highness, Prince of Wales: «Thoughts on Seaside» en Views of Seaside, Op. cit., 2008, pp. 56-59.
[7] Nos referimos a los asistentes al seminario Paisatges refugi celebrado, gracias al Observatori de Paisatge, en la Cripta de la Colonia Güell, el 13 de diciembre de 2018. Previamente, Careri ya provocó el mismo tipo de perplejidades hace años en el seminario Paseantes, viaxeiros e paisaxes, Santiago de Compostela, CGAC, 2007.
[8] V. Federico L. Silvestre: «Ruïnes a l’inrevés i poètiques del (des)fer» en (Des)fer paisatges, Olot, Observatorio del Paisatge, 2019, pp. 56-82. Se puede consultaren red: http://www.catpaisatge.net/fitxers/publicacions/desfer/desfer.pdf
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Nota sobre el autor
Federico L. Silvestre es profesor de Estética e Historia del Arte en la Universidad de Santiago de Compostela. Colaboró con “El estado mental” y es autor de los libros El paisaje virtual (2004), Os límites da paisaxe (2008), A emerxencia da paisaxe, (2009) .Micrologías (2012), Los pájaros y el fantasma (2013) y Culos inquietos, infinitos asientos (2018).
Para citar este artículo: Federico L. Silvestre. Sobre el «afuera» del paisaje urbano. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.2 núm. 9 El paisaje. A Coruña: Crítica Urbana, noviembre 2019. |