Por Jerónimo Bouza Vila |
CRÍTICA URBANA N.8
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Algunos de los elementos que definen un marco común a los diversos tipos de conflicto que tienen como objeto el uso, el control o la apropiación del territorio en el contexto de la fase actual del capitalismo son planteados en este texto desde una perspectiva crítica, sin pretensión de exhaustividad y con el único fin de estimular la reflexión y el debate. Y ello en un escenario en el que todas las acciones, individuales o colectivas, y todas las interrelaciones sociales están impregnadas hasta lo más profundo por la racionalidad neoliberal.
La crítica, como método de conocimiento, es un agente transformador de la realidad, un elemento fundamental en todo proceso de insurgencia. Analizar críticamente procesos sociales requiere observar, distinguir y discriminar los hechos, despojarlos y depurarlos de todas las connotaciones, de todas las adherencias interpretativas con que se nos presentan; intuir las conexiones y ensayar explicaciones con unos criterios objetivos que avalen su ejercicio, en un esfuerzo por entender la realidad.
Pero, ¿hacia dónde queremos dirigir esa transformación? Según la dirección que se quiera tomar, la crítica racional estará guiada por unos u otros principios éticos -ya hemos visto en el número 1 de Crítica Urbana que los márgenes de la ética se han ampliado extraordinariamente- y una u otra acción política. Si esos principios son la competitividad, la rentabilidad y la acumulación no necesitamos hacer nada, porque otros lo han hecho por nosotros y así estamos, convertidos en homo oeconomicus en su formato más básico, en “capital humano” disponible para su explotación, rentabilización o deshecho, según los intereses de la clase que controla el sistema.
Pero si queremos poner la crítica al servicio de la emancipación, si los principios que la guían son la justicia, la igualdad y la solidaridad, debemos situarla en una posición ético-política. No se puede pretender una crítica absolutamente objetiva, pues siempre estará elaborada en un contexto determinado y determinante. Esta toma de posición da lugar a una pluralidad de visiones críticas en relación con la circunstancia concreta desde la que se ejerce; por ello, una actitud crítica ante la realidad debe prevalecer sobre el resultado concreto de la crítica, poco relevante desde otras posiciones, cuando no obstáculo importante para concertar una estrategia común.
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Cómo hemos venido a parar aquí
La ingenuidad y desmesura de la euforia ante la caída del muro de Berlín – no empezaban ahí las prácticas neoliberales- fue la clara manifestación de un estado de ánimo -o una mentalidad en ciernes, si se prefiere- idóneo para la intervención y la trasposición del nuevo paradigma económico, ya consolidado en su campo, hacia una racionalidad que impregnara todos los ámbitos de la vida social e individual; lo público y lo privado, la cultura, la ciencia y la educación, el ocio, el deporte, la jornada laboral y las vacaciones, todos los ámbitos fueron invadidos por conceptos propios de la lógica economicista: inversión, rentabilidad, competitividad.
En esa transición se rompen los lazos de solidaridad, la sociedad se disgrega, la masa se convierte en público, el ciudadano en consumidor o en usuario y crecen las tendencias al individualismo. Se comenzó provocando una inflación de conceptos vacíos y corrompiendo las palabras por vaciado, desplazamiento o saturación: libertad, democracia, política, soberanía, sostenibilidad, información, fidelidad, participación; o por sustitución: gobernabilidad -política- por gobernanza -gestión empresarial-, viaje -ocio, conocimiento- por turismo -consumo-, patrimonio -identidad, memoria- por bienes de interés turístico – puesta en valor, banalización, mercantilización-; o por cinismo o engaño: decisiones tomadas por intereses económicos se incluyen en leyes, regulaciones, ordenanzas, reglamentos e incluso en herramientas y mecanismos de gestión, lo que hace casi imposible cualquier avance dentro de la legalidad -y a todo este proceso llaman desregulación-; las leyes rechazan la violencia, pero este estado de cosas ha sido impuesto con violencia y se mantiene con miedo y represión.
Se toman decisiones dentro de la corrección política o se adoptan posturas que tengan una buena consideración o prestigio social si son útiles -rentables- para mejorar la imagen corporativa o para dar mayor competitividad al currículum. Cualquier actividad, individual o colectiva, se plantea como una inversión. Todo el sistema educativo, en suma, está encaminado a formar competidores por los mejores puestos, y no a preparar futuros profesionales que contribuyan con sus conocimientos a una sociedad más justa. Todo ello ha producido una corrosión profunda de la democracia y de las conciencias en torno al hacer democrático.
Por su parte, la investigación científica y el conocimiento están absolutamente determinados por los planes de investigación que cuentan con recursos, que son los que interesan a la clase dominante. Todo lo demás, no interesa y no se financia, o no se difunde, o se inserta en un circuito críptico y autorreferente o, simplemente, se elimina. Las estructuras de poder y conocimiento resultantes configuran un sistema o marco de saber (episteme, en el sentido que Foucault da a este término), que no solo impide entender la realidad fuera de ese marco, sino que conforma también una acrítica subjetividad colectiva en la que se impone -y se acepta- la servidumbre. Es esa cara menos visible del neoliberalismo que, en palabras de Wendy Brown, “toma la forma de una racionalidad rectora que extiende una formulación específica de valores, prácticas y mediciones de la economía a cada dimensión de la vida humana”[1]. Y no solo es la cara menos visible, sino también más peligrosa, por cuanto los efectos perniciosos de esa racionalidad seguirán teniendo consecuencias devastadoras sobre la democracia, aunque se cambien o se reviertan políticas neoliberales concretas. Ese es el verdadero triunfo del neoliberalismo; ese es el verdadero peligro.
Esa racionalidad que rige toda acción humana no puede ocultar la evidencia de la injusticia y la desigualdad, ni la crítica fácil, pero paraliza ante la acción. El anticapitalismo surge y se desarrolla dentro del capitalismo, y está imbuido de toda su lógica, enredado en su telaraña, desconcertado e incapaz de articular una estrategia para el cambio; ni individual ni colectiva ni institucionalmente, ya que el estado nación, que alguna vez pretendió ser una “unidad de destino en lo universal”, hoy no es más que una sucursal del mercado mundial.
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En busca de la estrategia perdida
Una de las consecuencias historiográficas más notorias de la revolución industrial es que hizo evidente el papel de la lucha de clases como motor del cambio social. Actualmente, no se puede plantear una lucha liderada por la clase obrera organizada, ni por ningún otro sujeto histórico que nos libere de la dominación. Tal vez el feminismo, por su universalidad, por su apertura y audacia ideológica y por su capacidad movilizadora, podría articular esfuerzos muy diversos y encabezar un proceso de cambio real y profundo. El ecologismo y las luchas por la preservación del planeta y sus recursos, los movimientos urbanos, la defensa de los derechos humanos y los movimientos identitarios son otros tantos frentes abiertos para desafiar las actuales prácticas regresivas. Pero quizás es ya tarde para una lucha en trincheras aisladas, dadas las profundas interrelaciones entre todas ellas: naturaleza -en toda su amplitud- y sociedad -en toda su complejidad- son indisociables.
Dado que casi todos los movimientos emancipadores son “interclasistas” según el paradigma vigente, sería necesaria una reestructuración de las clases sociales a partir de la reelaboración del propio concepto de clase en la sociedad actual, en la que la frontera entre explotadores y explotados -un territorio donde la ficción atenaza a la realidad- es muy difusa, inestable y movediza. Un largo camino que, sin duda, hemos de recorrer. Pero, mientras tanto, la búsqueda de una estrategia común entre los diversos frentes, dejará fuera a una parte importante de los que solo quieren paliar los efectos más negativos del capitalismo. Como primer paso, todos los movimientos deberán despojarse de dos miedos: el miedo al pluralismo crítico, es decir, la aceptación de otras visiones críticas generadas a partir de realidades -geográficas o ideológicas- diferentes; y el miedo a perder “seguidores”, ese miedo que, por otra parte, tiene atenazados a los partidos de la izquierda institucional, incapaces de plantear cualquier cambio que pueda representarles una pérdida de votos y alejarlos del disfrute de las parcelas de poder en las que lograron instalarse a tan alto precio.
De todos los movimientos emancipatorios citados, nos detendremos muy brevemente en los relacionados con los conflictos identitarios, tanto por su permanente actualidad, como por las suspicacias que despiertan a babor y estribor. Y que, sin embargo, pueden ser elementos clave de regeneración democrática y de articulación del internacionalismo -no puede haber internacionalismo sin naciones- para salir del capitalismo.|
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Internacionalismo democrático contra cosmopolitismo global
Parece muy difícil, en estos momentos, articular un movimiento global que pueda neutralizar el poder de los oligopolios que controlan -financiera, económica y militarmente- el planeta, que han desvalijado la soberanía de los estados nacionales -y de los organismos internacionales- y han sometido la política a la economía: los poderes económicos imponen sus decisiones a los órganos de gobierno supranacionales, dominan el acceso a los recursos financieros y expolian los recursos naturales. Todo ello sucede en una globalidad difusa; combatir ese poder es luchar con un enemigo invisible en un espacio inexistente.
Pero hay otros caminos. Uno de ellos es el internacionalismo forjado a partir de la solidaridad de naciones soberanas y democráticas. La democracia, como la revolución, se construye desde abajo, por una sociedad concreta en un territorio determinado. No hay democracia global, aterritorial. Las naciones son el marco de la democracia y el internacionalismo su mecanismo de expansión. Cuantas más naciones democráticas y soberanas haya, más posibilidades de liberarnos de la actual servidumbre.
La presión, la opresión y la represión son los mecanismos, siempre bien engrasados, con que el sistema cuenta para evitar la recuperación de la de la libertad y la democracia. No hace falta alejarse mucho para observar cómo funcionan estos mecanismos. En España hay dos casos recientes, a diferente escala, que lo muestran claramente. El primero de ellos se inició hace cuatro años, cuando numerosas candidaturas ciudadanas, al margen de los partidos tradicionales, ganaron las elecciones municipales en numerosas ciudades, entre ellas las dos más importantes del país. La presión de la casi totalidad de los medios de comunicación fue permanente y agobiante desde el primero hasta el último día, de la misma forma que los obstáculos financieros y económicos interpuestos por las administraciones y el bloqueo político de los partidos, tanto de la oposición como de sus presuntos aliados. Si a ello se añade la inexperiencia de estos grupos en la gestión pública, quizás habría que valorar mejor la tarea realizada y no renunciar a esta vía.
El segundo caso refiere a los intentos de creación de un estado propio en Cataluña, de recuperación de la soberanía nacional[2]. Un proceso que se intentó por la vía del diálogo y el respeto a las instituciones del Estado español, que fue desoído durante años y duramente reprimido, con todos los mecanismos de que dispone el Estado, cuando, finalmente, se optó por la desobediencia pacífica. Y ello ante la total indiferencia activa de las instituciones supranacionales y los organismos internacionales.
Como hemos dicho más arriba, las leyes se han ido elaborando meticulosamente de manera que todos los caminos hacia el cambio democrático están cerrados. Es verdad que la ley del talión no está incluida en las legislaciones actuales, pero las respuestas de las potencias occidentales a las (presuntas) agresiones de los países periféricos se le parecen mucho y aun la superan con creces. La desobediencia civil y la insumisión pacíficas son cauces perfectamente legítimos para transitar por esos nuevos caminos, aunque los desobedientes e insumisos sean minoría: la ideología dominante es la ideología de la clase dominante.
Estos dos ejemplos muestran que el camino de conquista o reconquista de la soberanía no será nada fácil, por lo que ha de contar con la movilización conjunta y la solidaridad de otros movimientos emancipadores.|
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Mientras tanto
Esta visión de la realidad puede parecer pesimista. Pero en realidad no lo es tanto. Hasta ahora, todos los imperios, por potentes que fuesen, han ido cayendo, tanto por la propia corrosión interna como por el empujón final de fuerzas externas. En estos momentos comienzan a vislumbrarse ambas fuerzas: por una parte, Estados Unidos solo puede mantenerse en una permanente huida hacia adelante, expoliando más, agrediendo más, mientras una gran parte de su deuda pública está en manos de China; su caída podría ser tan estrepitosa como la de la Unión Soviética. Sería una inconsciencia no estar preparados para ese momento, como tampoco lo estuvimos en 1989.
Por otra parte, y aun siendo verdad que la riqueza del planeta está en muy pocas manos, nunca había sido tan grande la diferencia numérica entre explotadores y explotados. Es necesario que estos, en algún momento, se den cuenta de que la desigualdad, la dramática desigualdad instalada en nuestras ciudades y territorios, no es una catástrofe natural, sino que se debe a procesos socioeconómicos que se pueden revertir. Y esa toma de conciencia ya está sucediendo, a pesar de la ofensiva generalizada del sistema. Se trata de aceptar la pluralidad de visiones críticas, de análisis, de teorías críticas que son fruto del contexto en que se realizan y dan lugar a una pluralidad de luchas emancipadoras; de buscar estrategia común para una auténtica construcción democrática fundamentada -no eliminando- ese pluralismo. El acriticismo puede conducir a la unidad de pensamiento y acción; la crítica, por su propia naturaleza crea pluralidad.
Libertad, democracia, son procesos que están siempre en construcción, no un estado definitivo que pueda ser alcanzado. Recuperar la soberanía para las naciones y los estados -que no tienen hoy otra función que la gestión intermedia de las directrices de los bloques (EEUU, UE, Japón) y la represión- es el fundamento para esa construcción. Siempre vigilando que los desequilibrios entre necesidades, potencialidades y recursos financieros disponibles no sean utilizados por burguesías locales para acceder a la gestión del estado sin intermediarios.
Imaginar propuestas originales y novedosas o crear nuevas formas de resistencia o de lucha harán más fácil el camino. Pero tampoco hay que partir de bases totalmente nuevas. Somos seres históricos y todo nuestro futuro hemos de construirlo sobre nuestra experiencia, sobre nuestra identidad, sobre nuestra cultura. Como siempre. Como en todas partes.
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[1]. BROWN, Wendy. El pueblo sin atributos. Barcelona: Malpaso Ediciones, 2016, p. 35.
[2]. No hay una definición de nación universalmente aceptada. En este contexto, entendemos por nación una comunidad cultural históricamente construida, con sentido de identidad y vocación de autonomía, comúnmente vinculada a un territorio con personalidad geográfica.
Nota sobre autor
Jerónimo Bouza es antropólogo, ha estudiado y publicado sobre temas urbanos e historia de la ciencias. Participa activamente en movimientos ciudadanos y es miembro del equipo editorial de Crítica Urbana.
Para citar este artículo: Jerónimo Bouza Vila. De la crítica a la acción. Una estrategia para la insurgencia. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.2 núm.8 Conflictos territoriales II. A Coruña: Crítica Urbana, Septiembre 2019. |