Por Luis Fernández; Nacho Collado |
CRÍTICA URBANA N.27 |
Las ciudades se enfrentan a un desafío histórico. Hasta ayer, toda urbe imaginaba como condición de su futuro una expansión constante, en una suerte de carrera sin fin y sin sentido hacía el infinito. Crecer era el único mecanismo válido para prosperar: unos para acumular riqueza, otros para redistribuirla. La sola idea de limitar y detener esta progresión al vacío, venía a ser considerada una aberración.
Todo ello, a pesar de que, desde hace ya un tiempo, se entendía que hacía falta ordenar y limitar el desarrollo para evitar que unos crecieran a costa de otros. Esta idea se advertía, por ejemplo, en el prólogo de la primera ley del suelo española de los tiempos “modernos”, aprobada en 1956, durante la dictadura, y que entendía que “la acción urbanística ha de preceder al fenómeno demográfico, y, en vez de ser su consecuencia, debe encauzarlo hacia lugares adecuados, limitar el crecimiento de las grandes ciudades y vitalizar, en cambio, los núcleos de equilibrado desarrollo, en los que se armonizan las economías agrícolas, industrial y urbana, formando unidades de gran estabilidad económico social.” Sobre esto es interesante leer al profesor José Luis Oyón y la influencia de la CNT y el anarquismo en el urbanismo de posguerra.

Imagen cedida per Cris Centeno.
El expansionismo de las ciudades y los desequilibrios territoriales
Es la historia de un fracaso. Uno que ha llevado a un crecimiento desorbitado de las ciudades y el hormigón, totalmente desligado del aumento poblacional y de las necesidades de sus habitantes. Y que ha acrecentado, más si cabe, los desequilibrios territoriales y las desigualdades en la relación campo-ciudad. La mencionada ley del régimen del suelo de 1956 ya reconocía los problemas que generaba el expansionismo urbano en relación con la escala humana, que requiere de proximidad, y para con la agricultura. “La irradiación desmesurada del perímetro de extensión de las ciudades, en las que al construirse arbitrariamente se crean superficies de urbanización desproporcionadas e inasequibles para los limitados recursos económicos disponibles para su financiación; la especulación del suelo, que malogra toda ordenación urbana, sustrae prematuramente terrenos a la agricultura”. Pero las lógicas liberalizadoras que trajeron consigo los años ochenta y noventa, unidas a la posibilidad de grandes beneficios económicos en periodos de tiempo relativamente cortos, introdujeron en el debate público la idea de que el suelo era un recurso más. Una mercadería capaz de concentrar y permitir la expansión necesaria para el flujo del capital.
La ley 6/1998, conocida como la “ley Aznar del suelo” dio pasos en este sentido al facilitar las condiciones para recalificar el suelo como urbanizable. La premisa era la de “todo es zona de construcción salvo que se especifique lo contrario”. Si bien la normativa no tuvo tanto impacto como el querido por el legislador, ya que invadía la competencia en materia de urbanismo de las comunidades autónomas, sí que acabó por facilitar la reconversión de muchas hectáreas de suelo. Además, esta tendencia ya se reflejaba en las diferentes normativas territoriales como en la del País Valenciano. Es significativo que fuera en este territorio, que se convirtió en paradigma de grandes expansiones urbanas a costa del territorio, donde se creara la figura del Agente Urbanizador.
El modelo tuvo consecuencias en la configuración urbana. Enormes expansiones que destrozaban los vínculos territoriales de las ciudades con su entorno. Barrios nuevos sin ningún tipo de identidad sobre antiguas zonas de huerta. Zonas de altas torres, ajenas a las dinámicas urbanas, del transporte, los servicios, o del comercio de barrio provocaron una vida anti-urbana dentro de la ciudad. Coche, centro comercial y gimnasio. Una vida alejada de los principios que Mumford o Henri Lefevbre contemplaban como singularidad de la urbanidad: la creatividad, la interconexión y la festividad. Además, si históricamente las ciudades se habían configurado como espacios dependientes de su entorno, hoy la relación es de sometimiento. A la total terciarización de las primeras, la imposición monopolística de los precios a los productos primarios, la ocupación de tierras para la industria y las grandes infraestructuras de conexión entre metrópolis ahora debemos añadirle otro factor. La inaplazable lucha contra el cambio climático también deberá soportarla el mundo rural, para permitir el extraordinario, e insostenible, consumo energético. La sustitución de las fuentes energéticas se pretende realizar a costa de las zonas agrícolas que habrán de ver cómo se instalan grandes superficies de plantas fotovoltaicas.
El decrecimiento de las ciudades. Las zonas periurbanas como espacios de oportunidad
En todo este proceso, las zonas rurales periurbanas se han visto muy perjudicadas, al convertirse en una suerte de “no-lugares”, desvinculadas del territorio y de su historia rural. Un «cajón de sastre» donde depositar todos aquellos usos o actividades no deseados de las áreas urbanas (Camos Ramió, 2013). Grandes centros comerciales, macropolígonos industriales; o zonas residenciales, cerradas o semicerradas, fueron desarrollándose en estos espacios sin más criterio que el rápido beneficio económico.
Efectivamente, estos espacios periurbanos son especialmente sensibles porque sufren particularmente la presión urbanística (precio elevado del suelo, fincas abandonadas y sin cultivar, usos del suelo ilegales, etc.). No obstante, se trata de un espacio de oportunidad para reconectar el vínculo urbano-rural. Son, también, espacios naturales que tanto desde el derecho interno como el comunitario y el internacional, vienen reconociéndose por su valor ecológico y social, demandando especial protección en la planificación urbanística. El especial valor “fronterizo” de estos espacios, los convierte en estratégicos para conformar, como define el arquitecto Santiago Hernández, una línea del frente al proceso urbanizador, que ponga freno al consumo de suelo rural, ayude a mejorar la compacidad urbana (Hernández Puig, 2016). Un freno al consumo de suelo rural que ayude a mejorar la compacidad urbana y suponga un lugar de entrada en la ciudad de elementos tradicionalmente característicos de los entornos rurales.
Estos lugares podrían proveer multitud de servicios y beneficios para la ciudad. Se trata de lugares que pueden albergar una importante biodiversidad de fauna y flora, sirven para hacer frente a posibles inundaciones y a aumentos de la temperatura provocados por el cambio climático, hacen de sumidero de carbono y contrarrestan la contaminación atmosférica. Además, podrían proveer de alimentos y de biomasa a la población, así como de recreo y contacto con la naturaleza en las propias ciudades. Su protección se enmarca dentro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible y de la Agenda Urbana. Ahora bien, debe promoverse igualmente el desarrollo de actividades tradicionalmente rurales, fomentando una ruralización de la economía urbana, de forma que las ciudades dejen de ser entornos exclusivamente terciarizados. Diseminar los lugares de producción, y reintroducirlos en los entornos urbanos, es una acción fundamental para crear ciudades resilientes en un contexto de decrecimiento y escasez energética.
Una ciudad común y autoresponsable
En definitiva, las zonas periurbanas deberán jugar un papel muy importante en el decrecimiento de las ciudades. Primero, limitan su crecimiento, y después, introducen elementos del campo en la ciudad. Esto, ayudaría a reducir el recorrido de los productos de consumo primarios y el impacto de la ciudad sobre las áreas rurales alejadas, y también, a una reconexión con la naturaleza en favor de sus habitantes. Un ejemplo de buenas prácticas, en este sentido, es la Ley de huerta valenciana, aprobada en 2018 y que ha dado lugar al Plan de Acción Territorial de la Huerta Valenciana, que establece un marco de protección a una zona de huerta declarada Patrimonio Agrícola Mundial[1] y localizada, principalmente, en zonas periurbanas.
En todo caso, ruralizar las ciudades no consiste únicamente en proteger espacios que “evoquen” los elementos más atractivos del campo. Las ciudades tienen que responsabilizarse y asumir, en la medida de lo posible, la autogestión de sus recursos, reduciendo al máximo sus externalidades más negativas, y evitar exportar sistemáticamente al campo o a los entornos periurbanos, sus elementos más dañinos. Esto significa, por ejemplo, cubrir de forma sostenible sus necesidades energéticas en forma de autoconsumo. Las ciudades han sido tradicionalmente consumidoras de grandes recursos energéticos, pero han “externalizado” la obtención o generación de esta energía a los entornos rurales. La evidente solvencia que está demostrando la producción energética de las renovables y la eficiencia de insolación de las localidades mediterráneas abren una ventana de oportunidad ecológica, responsable y común. En este sentido, las comunidades energéticas son un instrumento de transformación socioeconómica con mucho potencial, clave para afrontar un decrecimiento igualitarista. Recursos energéticos asequibles bajo principios de democracia, sostenibilidad y descentralización. Una forma de acceso a servicios energéticos participado por la ciudadanía, en el cual los propios consumidores son dueños de sus recursos energéticos, localizados próximos a sus residencias. Una vía hacia la ciudad rural.
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Notas
[1] Espacio agrícola y pesquero con 1.200 años de antigüedad, la Huerta de Valencia -conocida como la «Horta» en valenciano- ha sido incluida en el registro de Sistemas Importantes del Patrimonio Agrícola Mundial (SIPAM), gestionado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación Agricultura y la (FAO).” http://www.fao.org/news/story/es/item/1252990/icode/
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Referencias
CAMOS RAMIÓ, M. “Agricultura periurbana: percepció des del dret”. En ROCA TORRENT, A I CRISTINA TOUS DE SOUSA, C (coordinadoras), Percepcions de l’espai agrari periurbà. Girona, Fundació Agroterritori, 2013.
HERNÁNDEZ PUIG, S. “El periurbano, un espacio estratégico de oportunidad.” En Biblio3W, Revista bibliográfica de geografía y ciencias sociales. Vol. XXI, núm. 1.16. 25 de mayo de 2016. Universitat de Barcelona, 2016.
Nota sobre los autores
Luis Fernández Alonso és soci treballador de la cooperativa El Rogle. Desenvolupa tasques d’assessorament, mediació i investigació social en diversos àmbits però especialment en qüestions d’habitatge i dret a la ciutat. És graduat en Dret per la UNED i Llicenciat en Sociologia per la UV. Va estudiar un màster de Política Social i Mediació Comunitària a l’Institut de Govern i Polítiques Públiques de Barcelona. El Rogle forma part de l’equip de assessors de Crítica Urbana. Més articles de l’autor +
Nacho Collado Gosàlvez és advocat, investigador i soci d’El Rogle, Mediació Recerca i Advocacia, una cooperativa valenciana dedicada a la defensa del dret a l’habitatge i a la ciutat. Té Màster de Ciutat i Urbanisme (UOC) i altre en mediació. Estudia filosofia a l’UNED i desenvolupa un doctorat a la Universitat de València. Participa a diversos col·lectius pel dret a la vivenda i a la ciutat, com Entrebarris, a València. El Rogle forma part de l’equip de assessors de Crítica Urbana. Més articles de l’autor +
Para citar este artículo:
Luis Fernández y Nacho Collado. Las ciudades y su adicción al crecimiento. ¿Es posible una ciudad sin crecimiento y expansión? Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol. 6 núm. 27 Hábitat y Decrecimiento. A Coruña: Crítica Urbana, marzo 2023.