Por Álvaro Sevilla-Buitrago |
CRÍTICA URBANA N. 38 |
Durante el siglo XIX Gran Bretaña vio proliferar una constelación de proyectos de “vuelta a la tierra”, iniciativas de grupos que se desvinculaban voluntariamente de la vida urbana para fundar comunidades relativamente independientes en el campo. Respondiendo a los cambios sociales y males que aquejaban a las clases trabajadoras en la ciudad industrial, el movimiento continuaba, bajo nuevas formas, una larga tradición de resistencia contra la expulsión de los estratos populares del medio rural.
Estas comunidades alternativas funcionaron como utopías concretas. Con una vocación explícita de trascender el orden establecido, sus fundadores aspiraban a vivir y trabajar en un entorno más natural y menos restrictivo, convencidos de que esto liberaría la bondad inherente al ser humano en beneficio de todos, promoviendo la cooperación sobre la competencia como motor de transformación social. Las iniciativas combinaban la nostalgia por formas de vida perdidas en dinámicas de desposesión capitalista con una visión orientada a una futura sociedad liberada. La evocación romántica de comunas medievales donde se integraban elementos de la vida urbana y rural o la imagen de autonomía del artesano y el pequeño campesino en sus trabajos sirvieron como poderosos emblemas para imaginar un porvenir alternativo.
La intensificación de los procesos de urbanización y las penurias asociadas a las Guerras Napoleónicas alimentaron estos proyectos desde principios de siglo. Junto a objetivos más modestos como la reivindicación de huertos para familias trabajadoras, encontramos en esta época iniciativas más ambiciosas como las impulsadas o inspiradas por Robert Owen. Su experiencia práctica comenzó con la transformación del enclave manufacturero de New Lanark, al sur de Escocia, donde mejoró significativamente las condiciones de vida de sus trabajadores. Pero su idea más influyente fue el esquema para la creación de “aldeas cooperativas”, una respuesta al problema del desempleo y la pobreza que inspiraría la fundación de varias decenas de asentamientos en Gran Bretaña y Estados Unidos, algunas promovidas por él mismo o por sociedades formadas con su apoyo.

Queenwood College, Harmony Hall.
A pesar de las dificultades financieras y legales a las que se enfrentaron, enclaves como Harmony Hall (1839), en Hampshire, lograron un éxito importante en la forja de economías alternativas, aplicando formas de agricultura intensiva y demostrando que se podían obtener buenas cosechas de suelos difíciles. De hecho, la prensa burguesa veía estos resultados satisfactorios —antes que las ideas políticas de los colonos— como auténtica amenaza al orden dominante. Owen no estaba solo en la imaginación de este tipo de soluciones. Sus propuestas fueron en ocasiones criticadas por pensadores coetáneos con un enfoque más radical. El reformador irlandés William Thompson, por ejemplo, calificó sus esquemas de paternalistas y desarrolló planes alternativos para comunidades ideales con viviendas y servicios para 2.000 personas en el medio rural, con un fuerte énfasis en la autonomía de los pobladores y la salud, la educación y los equipamientos colectivos al servicio de los trabajadores. Según Thompson la proliferación de estas comunidades cooperativas serviría de plataforma para la progresiva disolución del Estado y la desaparición del capitalismo.
Otra de las corrientes que nutrió el proyecto de vuelta a la tierra fue el movimiento cartista. Frustrado con las vías parlamentarias, un sector del cartismo canalizó sus energías hacia iniciativas más autónomas a mediados de siglo. Una de las más ambiciosas fue el Chartist Land Plan, un programa de comunidades rurales promovido por la Co-operative Land Company. Esta extraordinaria organización, que llegó a tener 20.000 accionistas y 70.000 suscriptores en su apogeo, buscaba generar beneficios económicos y sociales fundamentales al reintegrar a los trabajadores industriales en el campo. El motor de la iniciativa fue Feargus O’Connor. Para él la tierra era el patrimonio del pueblo, arrebatado por los ricos. Su visión implicaba la creación de comunidades de unas 125 familias, con casas individuales vinculadas a aproximadamente cuatro acres de tierra, dotadas de instalaciones comunitarias como escuelas, bibliotecas y centros de salud. O’Connor defendía que este modelo de pequeñas comunidades podría mantener una población de 300 millones de personas. El concepto mismo de formar una compañía con acciones y beneficios, el énfasis de O’Connor en la pequeña propiedad y el asentamiento de familias en parcelas privadas fueron considerados contrarios al socialismo por algunos, incluido un sector importante del movimiento cartista.
Sin embargo, los persistentes esfuerzos de O’Connor atrajeron el apoyo de otros grupos, incluyendo colectivos vinculados a la innovación agrícola. El primer asentamiento, O’Connorville (Hertfordshire), fue creado en 1846, seguido por Lowbands y Snigs End (Gloucestershire) en 1847, y Great Dodford (Worcestershire) en 1848. El programa fue abortado prematuramente tras la disolución forzosa de la Co-operative Land por orden del Parlamento. La trayectoria posterior de las comunidades fue desigual. Los colonos eran a menudo agricultores inexpertos, pero algunos asentamientos salieron adelante y se convirtieron en comunidades independientes y prósperas con cosechas abundantes. El patrimonio de estos enclaves se ha conservado parcialmente y la importancia histórica del plan es ampliamente reconocida, influyendo en episodios posteriores como las luchas de la “Revuelta del Campo” en la década de 1870, o las propuestas de la Land and Labor League y la Land Tenure Reform Association, que abogaban respectivamente por la nacionalización de la tierra o la creación de un patrimonio público de suelo agrícola para fines sociales. Más allá de estos vínculos, el Chartist Land Plan dejó una marca indeleble como una lección práctica sobre el potencial y límites de la reforma agraria basada en comunidades a pequeña escala.

Imagen y plano de la finca O’Connorville, Heronsgate, Hertfordshire, Inglaterra.
Poco después, el prominente intelectual John Ruskin fue artífice de otra importante experiencia de retorno a la tierra. Conocido popularmente por su labor como escritor y crítico de arte, Ruskin se retiró en 1871 al Distrito de los Lagos, al noroeste de Inglaterra, para fundar la Guilda de San Jorge. La organización pretendía fomentar una ética de sencillez y suficiencia entre los trabajadores, desafiando el espíritu consumista de la ciudad industrial a través de una vida reflexiva y ajustada a los ritmos de la naturaleza, con una incipiente concepción ecologista. Para tal fin la Guilda adquirió tierras para el cultivo y apoyó negocios que renunciaran a procesos industriales, incluyendo el rechazo explícito de combustibles fósiles en favor de la energía eólica e hidráulica y la artesanía. Una de las iniciativas más relevantes fue la colonia de Totley, a las afueras de Sheffield, en la que Ruskin se involucró personalmente. La organización compró una granja de trece acres en 1876. La gestión de la colonia fue cedida a un grupo de trabajadores —zapateros, herreros, etc.— que habían dejado la ciudad con la intención de crear una comunidad cooperativa. Los colonos se dedicaban a cultivar frutas y verduras para el mercado local. De nuevo, la experiencia tuvo un éxito limitado. A pesar de que los proyectos más ambiciosos de Ruskin quedaron parcialmente sin realizar, sus esfuerzos persistentes dejaron una huella positiva en el paisaje y las comunidades locales.
La crisis económica de la década de 1890 alimentó una poderosa oleada de nuevas comunidades, buena parte de ellas inspiradas por filosofías radicales. El movimiento constituía una reacción contra la percepción del fracaso del sistema capitalista, azotado por contradicciones ineludibles. Aunque presentaban una acusada heterogeneidad ideológica, los colectivos socialistas, comunistas y anarquistas que impulsaron este revival rural compartían la convicción fundamental de que una sociedad basada en la cooperación comunal era infinitamente preferible a una dominada por el Estado — y buscaban soluciones concretas a través de iniciativas descentralizadas, el abandono de la ciudad y la revitalización de actividades agrícolas y artesanales. Las colonias de Clousden Hill (1895), cerca de Newcastle, o Purleigh (1896), en Essex, constituían buenos ejemplos de esta nueva fase. Inspiradas respectivamente por las ideas de Piotr Kropotkin y Lev Tolstoy, se trataba de comunas basadas en la propiedad colectiva del suelo y dedicadas al cultivo intensivo y la manufactura tradicional. Los proyectos de esta época experimentaron también con arreglos económicos alternativos. Algunos prescindieron parcialmente de la moneda convencional, priorizando el intercambio interno y el comercio con enclaves similares a través del trueque y vales de trabajo. También era frecuente en este tipo de experiencias el énfasis en el cuidado del entorno, la dieta vegetariana y otros cambios en la vida cotidiana como aspecto ineludible del regreso a la Naturaleza.

Colonia Libre Comunista y Cooperativa de Clousden Hill.
Como en casos anteriores, el porvenir de estas comunidades fue diverso — buena parte de las mismas solo sobrevivió unos cuantos años. Su experiencia, sin embargo, constituye un rico archivo de luchas y visiones para una vida colectiva alternativa en entornos en buena medida autogestionados. También la oleada de comunidades anarquistas y socialistas de finales de siglo tuvo repercusiones duraderas en el imaginario colectivo, algunas inesperadas. Al inicio de Ciudades del mañana Peter Hall conecta la formulación de la idea de ciudad-jardín por Ebenezer Howard a la tradición intelectual anarquista, sin mencionar los vínculos más o menos directos que este autor tuvo con algunas de las experiencias antes referidas, a veces a través de amistades estrechas. Privado de la dimensión política más explícita de estos movimientos, el concepto de ciudad-jardín reformularía el afán de vuelta a la tierra para convertirse en el paradigma más influyente en el urbanismo progresista de la primera mitad del siglo XX. Sus principios alimentarían algunos de los programas de ordenación del territorio más ambiciosos en Europa, como la creación de new towns en Gran Bretaña. Sería burdo y cínico considerar estas políticas herederas directas de las iniciativas socialistas y radicales del siglo precedente. Pero algunos de los episodios más honestos y respetables del urbanismo posterior serían difíciles de imaginar sin aquellos precedentes. Puede que sea motivo tenue para la esperanza. Pero también, sin duda, un aliento del pasado que nos interpela a continuar esa tradición de luchas y creatividad colectivas.
Bibliografía recomendada
Albritton, Vicky y Albritton Jonsson, Fredrik (2016) Green Victorians: The Simple Life in John Ruskin’s Lake District, Chicago: University of Chicago Press.
Chase, Malcolm (2003) “‘Wholesome Object Lessons’: The Chartist Land Plan in Retrospect”, The English Historical Review 118: 59- 85.
Hardy, Dennis (1979) Alternative Communities in Nineteenth Century England, Londres: Longman.
Linehan, Thomas (2012) Modernism and British Socialism, New York: Palgrave Macmillan.
Nota sobre el autor
Álvaro Sevilla-Buitrago es catedrático de urbanismo en la Universidad Politécnica de Madrid. Su trabajo presta especial atención a la influencia de la urbanización, el diseño y las políticas urbanísticas en las dinámicas de cambio social. Es autor de más de cincuenta publicaciones, entre las que cabe destacar su libro Contra lo común: una historia radical del urbanismo (Alianza, 2023).
Para citar este artículo:
Álvaro Sevilla-Buitrago. Regreso a la tierra. La tradición rural-comunitaria en la Inglaterra del siglo XIX. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol. 8, núm. 38, Conquistas ciudadanas. A Coruña: Crítica Urbana, diciembre 2025.









