Por Francisca Márquez |
CRÍTICA URBANA N.22 |
Las esquinas se miran
con sus ojos de barricadas.
Elvira Hernández
Dos años han transcurrido desde que la ciudad de Santiago y el país completo estalló, el 18 de octubre del 2019. Reviso los escritos de esos días: “La ciudad ardió, Plaza Italia, hoy Plaza Dignidad, se llenó de escombros, la ciudad se pobló de gritos, sonidos secos y metálicos que como tambores de guerra saturaron el aire y el paisaje nocturno.
Barricadas encendidas en cada esquina y donde todo sirve, árboles, sillas, rejas, carteles, la ciudad comienza a ser despojada de sus capas, de sus pieles lustrosas y fluorescentes. Sus calles se llenan de escombros, sus esculturas se fisuran, se cubren de lienzos y grafitis y polvo, mucho polvo que cubre la ciudad de edificios espejados, metro moderno, país oasis como pocas semanas antes, señalara el presidente”. Eran registros etnográficos que se hacían al calor del fuego y la evidencia que la ciudad, sus plazas y monumentos perdían la forma irremediablemente. Corrían tiempos de iconoclasia y destrucción.
Hoy recorro las mismas calles, la misma plaza, Plaza Dignidad; y las huellas del vendaval continúan ahí. Pienso que luce tal como debe quedar una ciudad después de la guerra y el bombardeo. El General Baquedano ya no está ahí, apenas su pedestal, vacío, tan vacío que se hace difícil imaginar que allí alguna vez existió algo así como un monumento. En la llamada zona cero abunda el polvo, la grieta, el hollín y el blindaje. No hay farmacias, ni bancos, ni letreros de neón. Ni monumentos. A dos años del estallido, la llamada zona cero – traducción de la expresión inglesa ground zero -, sigue asemejando esa parte de tierra o de suelo que queda debajo de una explosión. Como en toda zona cero, zona de catástrofe y temblor, esa parte de la ciudad de Santiago aun luce los rastros del gesto iconoclasta y antropofágico.
Sin embargo, en la zona cero, algo parece haber cambiado. Del derrumbe y de la grieta, paradojalmente, surgen nuevas formas y materialidades. Formas contra monumentales y conmemorativas en su arte, en su estética y en sus rituales. Formas que, en lugares antes impensados para el espacio público y común, conmemoran y reclaman “el despertar de Chile”. Un espacio contramonumental y performático, que se re-ocupa y adorna en cada fecha simbólica. Y que, a pesar de la pandemia y sus restricciones, una y otra vez, vuelve a transmutarse en un espacio de protesta.
Así sucede con la base vacía al monumento del general Baquedano transformado en un gran pizarrón; con los escombros del metro donde se cultiva el Jardín de la Resistencia; con el pequeño tierral e improvisado jardín florido donde alguna vez se levantó el contramonumento a los pueblos originarios; con la casa de la esquina de Irene Morales transformada en animita y memorial a las víctimas del estallido. No son los únicos nodos que configuran este gran espacio que es la zona cero, pero ellos en su potencia simbólica delimitan esta gran zona cero permitiéndole transitar del derrumbe a la conmemoración.
Desmontar, el pedestal de la victoria
Antes del estallido social el espacio público del centro de la ciudad lucía coloridos jardines a la usanza europea e imponentes estatuas, como la del General Manuel Baquedano (1823 – 1897) . Con la revuelta y los gestos de iconoclasia por parte de movimientos sociales, el derrumbe del monumento parecía inminente. Sin embargo, antes que esto sucediera fue retirado por las autoridades para su restauración y posible traslado a otro lugar, quizás la propia escuela militar.
Tras el retiro del monumento y el posterior blindaje del pedestal vacío, la gran plazoleta vivió una suerte de transmutación en un gran muro-pizarrón. Colorido y victorioso el mural (y el pedestal) adquirieron toda su impronta emancipatoria. Allí cada viernes – al final de la jornada laboral – jóvenes autoconvocados asaltarán el pedestal y sus muros para plasmar las consignas que enuncian y denuncian el carácter colonial y hegemónico del lugar y su monumentalidad; pero también, para celebrar la gesta victoriosa que hace de ese lugar un “espacio tomado”. Gestos iconoclastas de fuerte impronta decolonial, que como en toda América Latina, permiten actualizar la historia patria, para abrir espacio a las memorias y voces silenciadas.
Si el pedestal como parergon y objeto coloca al héroe en un tiempo distante del presente y protegido de los acontecimientos, como advierte el artista chileno Andrés Durán, el pedestal vacío, instala la ausencia y desplazamiento del símbolo militar y patriarcal de la escena de la protesta. Pero como si eso no bastara, recordar, rayar, danzar, ocupar, quemar, desplazar y destrozar hasta el último fragmento del pedestal y sus guardianes, seguirán siendo parte de los rituales de la protesta. Porque aquí la impugnación monumental se desea radical y absoluta; como en una vuelta de mano, la tabula rasa sobre la Plaza también opera.
Contramonumento, la descolonización
Junto al proceso de desmonumentalización en el espacio de lo público, surgen iniciativas de contramonumentalidad. En efecto, un mes después del estallido, una agrupación de artesanos indígenas, el Colectivo Originarios, levanta un contramonumento a los pueblos originarios en la recientemente rebautizada Plaza Dignidad. Tres son las esculturas o tótem de madera que se instalan a cielo abierto para reivindicar la lucha por la autonomía y reconocimiento de los pueblos originarios: al norte el Chamán de Tilama de la cultura diaguita; al sur dos figuras del pueblo Selk´nam; y en el centro una escultura Domomamüll, mujer mapuche. Las tres esculturas miraban hacia el Palacio de la Moneda y daban la espalda al General Baquedano. En un madero tallado era posible leer “Genocidio”. A los pocos días de instalado el contramonumento, un grupo de extrema derecha intentaba quemarlos. Los artesanos repararon las esculturas con placas de metal y un mástil con una wenufoye (bandera mapuche) fue instalado en el lugar por los jóvenes de primera línea. Declarada la pandemia del Covid-19, la madrugada del 19 de marzo del 2020, las tres esculturas de madera fueron arrancadas por el municipio de la comuna de Providencia. Solo dos meses alcanzaron a estar las esculturas de maderas en Plaza Dignidad. Sin embargo, su paso por el paisaje de la protesta y el epicentro de la revuelta social permitieron instalar la memoria de las culturas ancestrales, la reivindicación de un Estado plurinacional, y una conciencia social empecinada en entablar diálogos difíciles.
Plantar, tercer paisaje
La construcción de un jardín entre los escombros del metro a un mes del estallido nace como una iniciativa de un grupo de vecinas y vecinos de un barrio aledaño a Plaza Dignidad. Es en ese contexto que se propone hacer una guerrilla gardening en el acceso principal al metro Baquedano; un zócalo transformado en un cúmulo de escombros en cuyo centro aún se reconocía una jardinera. En los muros, grafitis y carteles denunciaban la represión, la tortura, los muertos y mutilados. Era un lugar destruido, un campo de batalla. Sembrar el jardín en la vertiginosidad de la revuelta se volvía un desafío. La toxicidad del lugar producto de las bombas lacrimógenas y agua contaminada lanzadas por las fuerzas especiales de la policía, los decidió a sembrar plantas nativas y medicinales. Las plantas nativas entendidas como un símbolo de resistencia por cuanto son plantas adaptadas al clima de la ciudad; pero también como un gesto para la recuperación de la identidad del paisaje de la precordillera y hacer eco de las muchas demandas medio ambientales. Las plantas medicinales, por su parte, permitirían recordar aquellas prácticas populares, campesinas y ancestrales para reparar las heridas, mutilaciones y muertes que la represión dejaba tras de sí. En cada planta, un cartelito con el nombre de uno o más muertos, completaba el homenaje a los caídos en la revuelta.
En el jardín se expresa así el ideario del tercer paisaje definido como una sutura en un paisaje agreste y urbano; “una sutura que acoge a la diversidad ecológica y que perturba los principios del paisajismo domesticado de la planificación urbana dominante” (Clément, 2014). Un jardín que irrumpe en el caos del escombro y la devastación de un paisaje que, en esa misma destrucción, se transforma y vuelve más genuino en relación con su realidad climática, las estaciones del año y el proyecto de sociedad que se desea construir. Un jardín hecho en medio de la revuelta, de manera colectiva, que buscará integrar a los actores del entorno, y que por tanto no dejará de cambiar en el tiempo. Lejos de pensarse como un jardín museo o estático este jardín en medio del centro histórico y de la protesta, buscará hasta contribuir a la transformación del paisaje de lo público y lo común.
Conmemorar, las ánimas
La noche del 27 de diciembre del 2019, Mauricio Fredes, maestro yesero, murió por inmersión luego de caer a una fosa tras una fuerte represión a los manifestantes por las fuerzas policiales. Desde ese día, en esa esquina una colorida animita será resguardada las 24 horas por jóvenes de la primera línea. Banderines del popular equipo de fútbol Colo Colo, restos de bombas lacrimógenas, antiparras, monedas y flores plásticas eran algunas de las muchas ofrendas que rodeaban a la animita. Ofrendas con la que los vivos piden favores para sobrellevar la vida en este mundo, en este caso la revuelta y resistencia; mientras que la animita por su parte pide ayuda para poder llegar al cielo. Sin embargo, durante los primeros días del confinamiento por la pandemia Covid19, la animita fue destruida por las autoridades. Aun así, al poco tiempo, la animita reapareció, trepando y encaramándose por los muros de la vieja casona de esa misma esquina. Ella se transmutaba así en un imponente memorial donde se fueron plasmando los rostros de las demás víctimas del estallido, de los presos políticos del estallido y también – a modo de contagiosa solidaridad -les jóvenes de la comunidad LGTBQ+ violentamente asesinadas. Un memorial para recordar que cuando alguien muere inesperadamente y de manera violenta, las ánimas no pueden descansar, vagan con tristeza por el lugar y se aparecen cada cierto tiempo para exigir justicia. Tal como ocurre con el jardín-vergel entre los escombros del metro, el memorial-animita invita a la contemplación y al respeto de los tiempos del brote y de la vida.
Reimaginar
Tal como hemos visto en este breve recorrido por la llamada zona cero del centro de la ciudad de Santiago, no todo es iconoclasia y antropofagia en la protesta. A los gestos del derribamiento y la ira, le suceden también gestos y obras que crean de nuevos horizontes en la ciudad. En cada uno de estos gestos no solo se agencian y gatillan procesos de descolonización del espacio público, también se desmontan estéticas y simbologías oficiales, visibilizando y explicitando las lógicas hegemónicas y excluyente allí instaladas.
El ideario de una ciudad aséptica, ordenada y monumental ciertamente aquí no tiene cabida. Por el contrario, el gesto y la expresión performativa abrazan la zona cero y la recubren del valor de lo transitorio, fugaz y efímero. Las obras desplegadas invierten de este modo los principios de la monumentalidad patrimonial, para dejar que el gesto colectivo pueda hablar. De allí que el espacio público no se cierre ni petrifique, porque de lo que se trata justamente, es que exprese esas disputas que subyacen a la historia patria. Tras el estallido social, lo que queda es entonces un espacio público que además de rebelarse contra los totalitarismos y colonialismos del siglo XX, nos exige reimaginar los principios democratizadores del ordenamiento urbano.
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Referencias
Clément, Gilles. 2014. Manifiesto del Tercer Paisaje. Editorial Gustavo Gili, SL, Colección GG, Barcelona, España.
Masotta, Carlos. 2021. «Lo vamos a tirar o las lecciones del pedestal”. Corpus. Archivos virtuales de la alteridad americana. Vol. 11, Nº 1
Nota sobre la autora
Francisca Márquez es Doctora en Sociología de la Université Catholique de Louvain, Bélgica y antropóloga de la Universidad de Chile. Profesora titular del Departamento de Antropología de la Universidad Alberto Hurtado, Chile. Ha dirigido investigaciones del Fondo de Ciencias y Tecnología – ANID y publicado sobre identidades, patrimonio y desigualdad en ciudades de América Latina. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: (en coedición con Patricia Castillo y Alejandra González) El Diario de Francisca. Septiembre de 1973 (Santiago: Hueders, 2019); Patrimonio: contranarrativas urbanas (Santiago, Ediciones Universidad Alberto Hurtado [UAH], 2019); Relatos de una ciudad trizada (Santiago, Ediciones Ocho Libros, 2017). ✉ fmarquezb@gmail.com
Nota sobre el fotógrafo
Álvaro Hoppe es Fotógrafo y periodista independiente. Exintegrante de la Asociación de Fotógrafos Independientes de Chile AFI. Entre sus últimas publicaciones está: Plebiscito en Chile, 1998 (Santiago: Haikén Ediciones, 2020). Su más reciente exposición titulada: “Cuando se revelan los recuerdos”, fue realizada en el Centro Cultural Estación Mapocho en Santiago de Chile, marzo de 2020. @fotohoppe ✉fotohoppe@gmail.com
Para citar este artículo:
Francisca Márquez. Zona Cero. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.5 núm. 22 Espacio público, espacio en conflicto. A Coruña: Crítica Urbana, enero 2022.