Por Isabel Serra |
CRÍTICA URBANA N.22 |
Cerca de las tres de la tarde del viernes 18 de octubre del 2019 (18O), las autoridades suprimieron por completo el servicio del metro en Santiago de Chile. De un momento a otro, las personas salieron del subsuelo a la ciudad buscando alternativas para desplazarse, la cantidad de caminantes que se veían por las calles indicaba que algo extraordinario estaba pasando.
Días antes las autoridades anunciaban la subida de 30 pesos (0,03 €) el valor del transporte público; esa pequeña alza detonó una de las mayores movilizaciones sociales conocidas en la historia del país. Después de una semana convulsa, para el viernes 25 de octubre, el día de la marcha ciudadana nunca antes vista, con un millón y medio de asistentes, ya se entendía que estábamos viviendo un proceso de cambio, varios le llamaron revuelta, otros estallido u explosión, en ese momento, era una energía colectiva que no lograba encontrar un cauce, se expresaba a través del malestar, del caos, del conflicto.
Luego de 30 años de la implantación del modelo neoliberal y de la financiarización de la vida, instintivamente, y a modo de supervivencia, la calle, el y los pueblos, ciudadanos cansados de los abusos y de la desigualdad salieron a demandar ciertos mínimos (que cualquiera llamaría derechos humanos); vivienda, salud, trabajo, pensiones, participación, democracia, inclusión; una vida más digna, en una ciudad más justa.
Al pasar los días, algunas de estas manifestaciones tomaron cuerpo, se materializaron en expresiones culturales llenas de energía, color y una explosión de creatividad que tuvieron a la ciudad, y al espacio público como escenario y a las esculturas y monumentos como objeto de disputa. Lo cotidiano, lo extraordinario, lo individual y lo colectivo entró en crisis, en cuestionamiento y en consecuencia también la idea de patrimonio, y la función de esculturas y monumentos en la esfera pública. ¿Para qué sirven, que significan, representan para todos lo mismo?
Varias esculturas y monumentos fueron intervenidos, pintados, modificados, transformados, adornados, destruidos, y más allá de la discusión sobre el vandalismo, la pregunta es qué significa que estos dispositivos de representación, de memoria, fueran disputados por los distintos actores; el oficial, el común, el emergente, el marginado. Es necesario entender que vivimos un cambio de era, el mundo se ha transformado abruptamente, el clima, la política, la tecnología, la economía y también las sociedades que (re)producen sus espacios públicos, sus monumentos, sus significados, su lenguaje.
La UNESCO establece que el patrimonio cultural es simultáneamente un producto y un proceso “que suministra a las sociedades un caudal de recursos que se heredan del pasado, se crean en el presente y se transmiten a las generaciones futuras para su beneficio”. El patrimonio está intrínsecamente ligado a los retos más urgentes a los que se nos enfrentamos, pues a través de su materialización se busca una representación colectiva de la sociedad en el espacio y el tiempo.
Por otro lado, también se necesita comprender el espacio público no solo en su espacialidad contenida en una morfología determinada por la construcción histórica de momento en particular, con ciertas estructuras y funciones que permiten actividades, sino que es necesario entenderlo como un lugar de encuentro (espacio) donde se discuten las cuestiones que a todos nos conciernen (esfera), en la diversidad de una comunidad, pero también en donde se llega a consensos y pactos (significados y símbolos) para que florezca la buena vida en el territorio que todos y todas compartimos.
Podemos identificar este proceso de cambio a partir del 2011 y de las masivas manifestaciones sociales alrededor del mundo, consignando y demandando en su mayoría temas de mayor igualdad, no sólo en materia económica, sino que en igualdad de trato, en el derecho a la no discriminación, en el valor de la dignidad solo por existir, de ser humano y humana, y en esta nueva lucha, el espacio público, sus monumentos y estatuas han sido puestos en disputa y resignificados a partir de este clamor universal.
En la década pasada, Occupy Wall Street en Nueva York, la Puerta del Sol en Madrid, la miles de plazas de la Primavera Árabe, recientemente movimientos sociales como el Me Too, Black Lives Matters, entre otros movimientos se han desplegado por las ciudades por el mundo, tomándose los espacios, los monumentos y estatuas de antaño, meros observadores del progreso del capitalismo más feroz, que ahora son resignificados, apropiados, utilizados, pintados, escritos, descabezados y algunos arrasados pasando a ser piezas vivas y activas de un espacio público por años mercantilizado.
En Chile no fue distinto. A partir de la revuelta social del 18O, el espacio público pasó a ser protagonista del fenómeno, el patrimonio, sus monumentos y esculturas, fueron cuestionados en su representación del poder, jerarquías y autoritarismos, lo que produjo revisiones del pasado, otras comprensiones del presente y nuevas imaginaciones del futuro y durante el proceso se nos presentaron como reflexiones desde otros lugares, que se materializaron como lienzos en donde se escribieron demandas y sueños, o en objetos de destrucción, repositorios de la rabia y la impotencia.
Y en la demanda de este espacio, rápidamente estos monumentos cobran vida, y se hacen parte de la discusión, de las narrativas excluidas, y que ahora desde las demandas por mayor igualdad y el trato digno están cuestionadas; figuras militarizadas, colonizadores, expedicionistas, hombres blancos que encarnan los discursos machistas, violentos y excluyentes de miles de miradas e historias de otros triunfos que no son reconocidos por el discurso institucional. El mundo está cambiando, el espacio público y sus monumentos no son una reliquia, están vivos y así hay que pensar en ellos, intervenirlos, modificarlos, también resguardarlos, pero desde la adaptabilidad a una sociedad que cambia.
Al mismo tiempo hay que darle valor a otras narrativas, antes excluidas, que se están materializando en otros tipos de monumentos, otras historias y lenguajes cotidianos, femeninas, disidentes, originarias, de personas mayores, niños, niñas y adolescentes a escala humana, donde se realzan otros valores, como la solidaridad, la libertad, la igualdad y vemos animitas, murales y luces en los edificios y fachadas que nos recuerdan mensajes e historias que son mucho más significantes ahora para nosotros y nosotras y que construirán nuestros nuevos espacios públicos para nuestra memoria ciudadana, desde abajo, desde el territorio, desde los relatos únicos pero que construyen mayoría.
Está claro que para este cambio de era, necesitamos nuevos lenguajes e ideas para imaginar el futuro, o como dice Bachelard, una nueva imagen que vive la vida del lenguaje vivo, y, desde esta perspectiva, una nueva idea de patrimonio que vive la vida de la vida viva.
Otro artículo de la autora en Crítica Urbana:
Aportes al diseño del espacio público no discriminatorio. Crítica Urbana. Vol.4 núm. 16 No Discriminación
Nota sobre la autora
Isabel Serra Benítez. Arquitecta, experta en políticas públicas, académica del Laboratorio Ciudad y Territorio de la Universidad Diego Portales, ha trabajado en diversos proyectos de innovación territorial, ha participado en mesas de elaboración de política pública urbana, en planes maestros de regeneración urbana, y planes de movilidad. Actualmente se encuentra investigando temas de futuros urbanos y cultura digital..
Para citar este artículo:
Isabel Serra. Patrimonio que vive la vida. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.5 núm. 22 Espacio público, espacio en conflicto. A Coruña: Crítica Urbana, enero 2022.