Tras el parón de la pandemia y la caída de varios gobiernos municipalistas, las condiciones económicas y políticas se estiman como óptimas. Algunas entidades inmobiliarias e incluso televisivos profesores de economía se apuntan ya al festín, pronosticando un repunte de las ventas de un 25% para el próximo año.
A finales del pasado 2020 Santiago Niño Becerra alertaba nuevamente de la necesidad de la economía española de abordar un cambio de modelo productivo debido al escaso valor añadido de los productos facturados en el estado español . La respuesta a esta urgencia está siendo la de retomar la senda del crecimiento económico por medio de la apuesta en el turismo y la construcción. Desde la ecología política se puede abordar un análisis crítico de esta realidad. En primer lugar, cabe decir que muy pocos economistas plantean los inconvenientes de este modelo en términos ecológicos; sin embargo, no debemos pasar por alto que ni la construcción ni el turismo son actividades económicas que puedan llevarse a cabo sin un uso intensivo de recursos. La presión urbanística se cuela, además, como uno de los principales factores de deforestación en los países desarrollados, según los reportes de la FAO.

Foto: Artem Labunsky en Unsplash
Presión urbanística y consumo de suelo
En el caso de la actividad inmobiliaria uno de los recursos ecológicos movilizados al que menos se atiende es el suelo. A lo largo y ancho de todo el planeta, la presión urbanística supone una amenaza constante para los entornos naturales, al ser percibidos por las entidades inmobiliarias y algunas administraciones, como un obstáculo al desarrollo económico. Los cambios en el uso del suelo tienen además efecto sobre los acuíferos y aguas subterráneas, perjudicando el ciclo del agua, un servicio ambiental básico para la subsistencia de miles de especies no humanas. Un ejemplo de estas afecciones lo tenemos en la Costa del Sol, donde la construcción representa el origen de los principales impactos ambientales de la región . Todo esto está ocurriendo en medio de una extinción masiva de especies, auspiciada por el carácter depredador de un capitalismo contemporáneo que precisa devorar un volumen de naturaleza cada vez mayor para convertirla en bienes económicos.
Pero las consecuencias sobre el suelo son únicamente una parte de los perjuicios ecológicos del boom inmobiliario. Según la Agencia Internacional de la Energía, la producción de cemento era en 2018 el tercer mayor consumidor de energía industrial y el segundo mayor emisor de CO2 industrial a nivel mundial . No debemos olvidar tampoco que la extracción de arcillas y calizas para la elaboración de cemento es una actividad económica con un enorme impacto ambiental, dependiente de labores mineras. La necesidad de sacrificar grandes porciones de terreno, suele orientar esta actividad a países periféricos debido a legislaciones ambientales demasiado permisivas y una mano de obra muy barata. Esta distribución desigual del trabajo a nivel mundial es una de las principales causas de la dependencia económica de las periferias globales.
Pareciera que el cemento es un elemento maldito, pues además de los perjuicios al medio ambiente a nivel global y local, su uso intensivo en determinados contextos económicos tiene efectos de diversa índole también a nivel social. El caso del Reino de España es quizás uno de los ejemplos más claros, pues, en España, la cultura del cemento tomó forma de cultura del pelotazo. En este caso el término ‘cultura’ no es inocente, pues los mecanismos económicos y administrativos que se esconden bajo la apariencia de desarrollo, cubren aspectos bien arraigados en nuestras instituciones. En lo económico, se apuesta por un modelo de grandes inversiones inmobiliarias que aportan beneficios en períodos de tiempo relativamente cortos. Igual de cortoplacista es el modelo laboral que favorece dichas inversiones.
No es casual que los ciclos inmobiliarios vengan acompañados de ciclos de deuda.
Esta necesidad fugaz de capital suele llamar la atención de las entidades financieras, ávidas en olfatear el ambiente donde pueden generar deudas. Tal cantidad de capital puede ser respondida únicamente por grandes empresas previamente asentadas en el modelo imperante, lo que acaba por concentrar la actividad económica en unas pocas manos, dando lugar a un desigual reparto de la riqueza.
En lo político, esta cultura del pelotazo se asienta sobre los mismos principios que las políticas extractivistas: la confianza ciega en que los beneficios generados por el trabajo humano y acaparados por las grandes compañías acabarán por drenarse desde la cúspide de las altas esferas hasta la base de la sociedad gracias a la mano del mercado. Sin embargo, la crisis financiera de la pasada década demuestra que el comportamiento de esta mecánica es precisamente la inversa. El hecho de que esta creencia se halla implantado en muchos gobiernos (locales, autonómicos y estatales) como una forma de gestión válida, refuerza el entendimiento entre nuestra clase política y los consejos de administración de las grandes empresas. La confianza en que los buenos resultados de la construcción se traducirán en un aumento del bienestar social a largo plazo, no solo ha sido refutado por la historia reciente, sino que pone en riesgo de enajenación al interés general.
Pero lo más preocupante de esta nueva apuesta por la construcción como sostén del ciclo económico, es que la inmensa cantidad de recursos económicos movilizados a este fin pueden dificultar la aparición y el fortalecimiento de modelos de desarrollo alternativos al ofrecer grandes rentabilidades en períodos cortos de tiempo, algo muy goloso para los inversores. Por la contra, los modelos de desarrollo sostenible, suelen demorar mucho más tiempo en ofrecer beneficios y estos suelen ser más escasos.
Es posible que los deseos de una gran parte de la población urbana por encontrar formas de habitar más humanizadas y en contacto con “lo verde”, y la imposibilidad de continuar la escalada inmobiliaria debido a sus efectos ecológicos y sociales, tengan un nudo que las enlace.
En la otra esquina del tablero urbanístico, nos encontramos con el rural vaciado, con las casas de nuestros abuelos y abuelas. Quizás el enamoramiento repentino que todas y todos experimentamos durante el confinamiento por la COVID con los entornos rurales, sea algo más que un espejismo esporádico. Recuperar nuestras casas familiares no generaría enormes beneficios a las entidades inmobiliarias ni financieras, pero a buen seguro que generaría formas de habitar más racionales y respetuosas con el entorno. Pero tampoco seamos inocentes. Este esfuerzo no puede recaer exclusivamente sobre las espaldas de las maltrechas economías familiares. Una vez más, debe ser la Administración la que muestre disposición para a dotar a los ayuntamientos más despoblados de mayores recursos, a aportar servicios públicos de calidad, también en pueblos y aldeas y a promover alternativas laborales en estos lugares. Y esto no es una cuestión ecológica, se trata de reconocer los derechos sociales de todo el mundo, independientemente de si han nacido en un pueblo o una ciudad.
Nota sobre el autor
Henrique Lijó es sociólogo y activista de Ecoloxistas en Acción Galiza. Recientemente ha publicado el libro Privilexios Ambientais. O reparto da natureza como causa histórica de desigualdade, editorial: Libros en Acción. También publica en ocasiones en praza.gal, nosdiario.gal y xanela.org
Para citar este artículo:
Henrique Lijó. Un nuevo boom inmobiliario en la antesala de la crisis ecológica. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.4 núm. 20 Urbanización y crisis ambiental. A Coruña: Crítica Urbana, septiembre 2021.