Por Ignacio Álvarez; Sonia Mases |
CRÍTICA URBANA N.18 |
Puede que la gente viva en la calle por varios motivos, en la mayoría de los casos porque no tienen alternativa. Aunque parezca que es imposible vivir en la calle, encuentras gente que te ayuda y gente que te lleva por el mal camino, pero eso depende de quién eres y qué eliges.
Sadok, 20 años
«Buscarse la vida” supone un concepto lleno de significado cuando le preguntas a un joven que ha migrado solo, sin referentes adultos. Sobre todo, si en ese “buscarse” ha tenido que vivir en la calle, pero también de la calle.
Es ahí donde se genera una dualidad. Jóvenes solos en la calle, excluidos, vulnerados, invisibilizados y asimismo jóvenes acompañados por (sus) iguales, creciendo en resiliencia.
El estudio Personas Jóvenes en extutela y/o riesgo de exclusión social, llevado a cabo por Cruz Roja, afirma que el 10,4 % de los jóvenes menores de 24 años extutelados o en riesgo de exclusión social vive en la calle o en situación de gran vulnerabilidad. Un hecho que, en el caso de jóvenes migrados, marca de manera destacada su proyecto migratorio. En Valencia venimos detectando en los últimos años el aumento de jóvenes en situación de calle. A pesar de no disponer de cifras exactas, desde las diferentes entidades y colectivos que trabajan con personas migrantes y personas sin hogar, se detecta un incremento de atenciones con jóvenes menores de 20 años en situación de calle.
València Acull, como colectivo que trabaja por la defensa de las personas migrantes, dispone de un dispositivo de alojamiento para personas migrantes en situación de vulnerabilidad, ocupado desde hace ya años principalmente por jóvenes menores de 23 años. Los datos de nuestros dispositivos nos muestran cómo en 2017, el 13% de personas atendidas representaban este perfil, mientras que en 2018 eran un 25%, en 2019 un 60% y actualmente un 100%.
La experiencia nos dice que el trabajo que se realiza con estos jóvenes responde a un modelo burocratizado, lleno de trampas. En ningún momento atiende sus intereses. Los jóvenes pasan por distintos centros, muchas veces enviados de uno a otro, sin tener en cuenta criterios de arraigo al territorio, y muchos de ellos refiriendo experiencias negativas. Después de haber estado excesivamente institucionalizados y muchas veces hiperinfantilizados, cuando cumplen 18 años quedan fuera del sistema que los ha protegido, con un permiso para poder residir en el país (algunos ni siquiera con este “privilegio”) pero no para trabajar, por lo que cuando afrontan las renovaciones de los permisos de residencia y les son pedidos medios económicos, no los pueden demostrar. Este círculo vicioso provoca que la mayoría de estos jóvenes queden en situaciones de gran vulnerabilidad y exclusión, en la calle y en régimen administrativo irregular. Es ahí cuando estos jóvenes, como también los jóvenes que migran solos y no han sido tutelados, pasan a formar parte de los “invisibles”, de esas personas que nos hemos acostumbrado a ver en nuestras ciudades, en los parques, en los cajeros, en las colas de los recursos. Una normalización social que provoca cronificación, como si estos jóvenes en colchones desvencijados fueran parte del paisaje, las condiciones de infravivienda un lujo y madurar a golpes de calle algo inevitable. La normalización de la deshumanización es el síntoma del fracaso de una comunidad de protección, basada en el respeto de los derechos humanos y en la concordia de sus integrantes.
Los jóvenes relatan cómo pasan noches enteras esperando la posibilidad de ser alojados en algún recurso, ante la incapacidad de las instituciones de dar respuesta a las necesidades de estos colectivos. Uno de los aspectos más dramáticos de esta realidad es que ha sido interiorizada y asumida por los propios jóvenes, que se ven abocados a la calle. Una situación que puede afectar a su salud mental.
Actualmente el modelo de atención para evitar que se encuentren en la calle prioriza estancias cortas en centros con multitud de plazas y diversidad de perfiles, en las que es imposible atender sus necesidades específicas como personas y como colectivo, en perjuicio de pisos como el dispositivo de València Acull, con pocas plazas y una atención integral, donde el protagonista es la propia persona. La ausencia o carencia de recursos económicos y de red familiar hace que los pisos de emancipación sean esenciales a la hora de cubrir las necesidades más básicas de vivienda, así como las relacionadas con los trámites de documentación y con la autonomía y el desarrollo personal y profesional.
Todos estos supuestos tienen que ver con una mirada técnica de vivir en la calle, de buscarse la vida allí, pero nos urge, como profesionales, como colectivo y como sociedad, tener una mirada inclusiva, que integre las vivencias y saberes de los propios jóvenes, que viven en primera persona el cruce de fronteras y la vida en la calle. No es raro escuchar en nuestro trabajo diario el discurso de chicos para los que la calle es sufrimiento, pero también refugio. En demasiadas ocasiones estos jóvenes se han visto obligados a pasar temporadas en la calle, tanto en los países de origen como en los procesos migratorios. Así pues, la calle es un elemento cargado de dualidad, algo a evitar, pero también libertad, esperanza, oportunidad, un lugar donde encontrar a gente que te acompaña en el camino. Para menores o jóvenes que viajan y migran solos, tejer una red de personas iguales es lo más parecido a tener una familia. Como sociedad y como entidad debemos potenciar esa construcción de redes y debemos sacarlas de la marginalidad y la vulnerabilidad que condena a estos jóvenes.
Los jóvenes hablan de fortalecimiento y de resiliencia en situaciones en las que las entidades solo vemos drama. Sin embargo, la calle, la exposición a las políticas de inmigración represivas y el racismo institucional también les afecta de manera significativa. La soledad, el deterioro de la salud, la apatía, la desconfianza o la violencia son algunas de las consecuencias de la vida en desarraigo y de este abandono o mala práctica institucional que los condena a un callejón sin salida.
En la situación actual de crisis habitacional que estamos padeciendo, se hace más necesario que nunca la necesidad de políticas públicas en las que la vivienda deje de ser un activo y sea un derecho humano. La acogida de menores y jóvenes migrantes, la falta de plazas de alojamientos para evitar situaciones de sinhogarismo y los fallos del sistema de acogida son reivindicaciones históricas de los colectivos sociales.
Es necesario cambiar la prioridad de atender políticas para las personas sin hogar, porque la prioridad tiene que ser que las personas no acaben durmiendo en la calle. Se necesitan políticas públicas como la regulación del mercado del alquiler, gravar patrimonio neto de forma adecuada o promover el uso de viviendas vacías y de parque público de vivienda. Medidas que las entidades sociales tenemos el deber de exigir y para las cuales los poderes públicos deben rendir cuentas.
Pero la experiencia nos demuestra que no es suficiente. Urge una tipología de vivienda social específica para las personas sin hogar y los jóvenes migrantes, sean extutelados o no, porque muchas veces no solo se necesita un techo. Las situaciones de exclusión y el racismo institucional requieren de otras soluciones y otro tipo de servicios, vinculados a un acompañamiento integral para estos jóvenes, a los que pedimos que se independicen diez años antes que la media de ciudadanos españoles y los cuales en muchas ocasiones solo necesitan un apoyo y un acompañamiento emocional y afectivo, darles aquello que muchas veces se les ha negado: responsabilidad, confianza y cariño.
Porque pensamos que es innegociable construir puentes, no muros, que el migrar es un derecho, que ningún ser humano es ilegal y que la vivienda es un derecho humano esencial.
Nota sobre la autoría
Ignacio Álvarez Cárcel. Trabajador social con más de diez años de experiencia con personas sin hogar. Responsable del programa de alojamiento de València Acull (https://valencia-acoge.org/).
Sonia Mases Herrero. Trabajadora social. Máster de Cooperación al desarrollo. Especialidad: movimientos migratorios y codesarrollo. Con más de 12 años de experiencia en proyectos de intervención con menores migrantes. Responsable del programa de Acceso a vivienda y urgencia residencial de València Acull (https://valencia-acoge.org/).
Para citar este artículo:
Ignacio Álvarez; Sonia Mases. Calle y jóvenes migrantes: entre la exclusión y la resiliencia. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales Vol.4 núm. 18 Vivir en la calle. A Coruña: Crítica Urbana, mayo 2021.