Por Maricarmen Tapia Gómez |
Directora Crítica Urbana |
CRÍTICA URBANA N.29 |
La gestión comunitaria del territorio, por y para las comunidades y la conservación de la Naturaleza, propone un modelo de uso del territorio físico y de relaciones sociales, culturales y económicas en total contraste con nuestro modelo actual de acumulación, exclusividad y concentración de la riqueza.
El modelo de autogestión, nacido en las formas más básicas de la organización humana, propone una potente alternativa respecto a los impactos negativos del modelo actual, y recobra interés frente a la crisis ambiental.
El capitalismo como modelo económico imperante ha ido reduciendo y eliminando todas las empresas dirigidas a fines no lucrativos, recientemente con el fin de las cajas de ahorro, convertidas en bancos y anteriormente con las cajas de pensiones, así como poniendo fuertes obstáculos para crear y mantener cooperativas.
El capitalismo como ideología y cultura, sin embargo, ha calado más hondo: ha permeado nuestra forma de relacionarnos entre personas y con la naturaleza. El intercambio mercantilizado o el valor de cambio parece ser la única relación posible y de la cual no se puede escapar. La concentración del poder de informar y desinformar no facilita la adopción de modelos alternativos, pero existen y están en crecimiento. La autogestión se encuentra desde la organización para la protección del patrimonio, formas de vida o de los bienes comunes, hasta los sistemas de cooperativas de ahorro, mutuas, agrarias, de consumo, vivienda y energía.
Las experiencias de autogestión, tanto históricas como actuales, nos permiten reconquistar el espacio y la forma de relacionarnos. Nos permiten romper la lógica transaccional para volver a pensar la reproducción de la vida, en todas sus esferas, ciclos y escalas. Nos permiten atravesar el individualismo y hallar sentido y pertenencia en lo colectivo. Estas experiencias abren alternativas al modelo actual y nos muestran otras formas posibles de organizarnos para vivir.
El interés del modelo radica en su fin último, el bienestar de las comunidades y de la naturaleza. Ese fin, no obstante, requiere de una serie de principios valóricos tales como la solidaridad, la justicia, así como el ejercicio de los derechos humanos. También requiere de condiciones, entre ellas la autonomía. Una de las formas de atraparnos el capitalismo en su rueda de consumo- deuda- contaminación- abuso- autoabuso es la carencia de autonomía para valerse por sí mismo. Recuerdo una reveladora y chocante frase de mi profesor Alfonso Raposo, cuando nos dijo, citando a no recuerdo quién, que “los arquitectos habíamos quitado la arquitectura a las comunidades…” el conocimiento, la técnica y los materiales ya no están en las propias comunidades que resuelven sus necesidades.
La autonomía de las personas y las comunidades para resolver y hacerse valer parece cada vez más lejana y con ello las posibilidades de tejer el tejido social, sustento de la cohesión social y también de la felicidad como individuos de ser partícipes de un grupo. El actual modelo nos arroja solitaria e individualmente a un sistema en que debemos entregar nuestro esfuerzo y tiempo diario a participar de una parte cada vez más ajena a nuestras propias necesidades básicas de subsistencia y de realización, para recibir a cambio una retribución económica que nos permite pagar para satisfacer ciertas necesidades, según el nivel de ingresos.
El Estado ha jugado un rol fundamental en facilitar modelos de autoorganización, rol que debiera recuperar como estrategia social y económica. Durante los años 50, 60 y 70 la producción de la vivienda y de la ciudad estuvo fuertemente ligada a iniciativas autogestionarias, tanto de carácter formal como informal, que facilitaron el desarrollo de las ciudades a clases de mínimos recursos y muy espacialmente a las clases medias asalariadas.
Recuperar estudios cuantitativos de estas iniciativas podría dar claves de la crisis actual de la vivienda, concentrada en una actividad inmobiliaria, o incluso financiera, totalmente ajena a resolver una necesidad – y derecho fundamental-. El Estado como garante de derechos debe recuperar esta herramienta social de producción, dados sus múltiples beneficios. En un contexto de debilitamiento de la democracia y del avance de ideologías totalizantes y autoritarias, es necesario asegurar modelos que profundizan y enraízan la democracia, dado el principio activo y transformador de la participación como medio de producción social del hábitat.
Es interesante observar que la organización de las comunidades en sus territorios no resuelve todos los problemas, no queremos pecar de ingenuidad, porque, ciertamente, no todos los territorios cuentan con iguales riquezas; por tanto, siempre serán necesarios sistemas redistributivos, pero sí vale la pena detenerse y repensar nuestros territorios desde modelos de autogestión.
La escala, la envergadura de los proyectos de autogestión, son ciertamente otro de los aspectos más destacables. Por ejemplo, frente a los impactos negativos de la superproducción o de la gran escala de los proyectos energéticos, los modelos de pequeña y mediana escala tienen impactos y costos mucho más reducidos. ¿Son aplicables a todo territorio sin importar tamaño o densidad? Ciertamente no, pero si el principio fuese la sostenibilidad social y ambiental, tal vez debiéramos repensar los máximos de nuestros asentamientos o reorganizarnos espacialmente como manera de asegurar un uso y goce equilibrado de nuestro planeta finito.
La autogestión, como se muestra en este número, es un medio para ejercer principios y derechos colectivos como la soberanía alimentaria o energética, el derecho a la vivienda y el propio derecho a la ciudad. Cuando Lefebvre plantea el derecho a la ciudad como el derecho a transformar el entorno en el que se vive, como una recuperación por la ciudadanía de la producción del hábitat en todas sus etapas. Lo que implica extraer de la mercatilización tanto los bienes comunes – suelo, recursos naturales – como su gestión. Asumir los espacios que vivimos como lugares de uso y goce, de realización y superación personal y social.
Nota sobre la autora
Maricarmen Tapia Gómez, arquitecta, doctora en Urbanismo por la Universitat Politècnica de Catalunya. Ha desarrollado su trabajo en el análisis y diseño de políticas urbanas, tanto en el mundo académico como en instituciones públicas. Participa activamente en la defensa de los derechos de las personas en la ciudad y el territorio, a través de organizaciones, publicaciones e investigaciones. Es directora de Critica Urbana.
Para citar este artículo:
Maricarmen Tapia Gómez. Derecho a la ciudad y gestión comunitaria. Crítica Urbana. Revista de Estudios Urbanos y Territoriales. Vol.6 núm. 29 Gestión comunitaria. A Coruña: Crítica Urbana, septiembre 2023.